lunes, 29 de mayo de 2023

pablo de rokha / romance de emigraciones


Piedra de olvido, un sol de maldición ladra a la espalda de los migratorios como un Rey asesinado; aún se escucha el lamento colosal de la palmera, cuando el simoun la azota, en el grande árabe despedazado como maleta de viajero, sudando copioso espanto por lo infinitamente arcaico en lo contemporáneo, y los despavoridos fantasmas, tal como los muñones de civilizaciones podridas y formas sociales náufragas como jáquimas de animal pisoteado por un dios antiguo, los patean; el camello de Mahoma o el águila de Juan de Patmos, que relumbran en la montura del materialista piadoso, dan vino con oro a los antepasados de aquesta gente soberbia que tiene humilde voz con truenos ardiendo; son frutos llagados y despavoridos de las grandes hambres bíblicas, del látigo de pánico que levantó las pirámides abofeteando lo infinito, de las castas marcadas en las nalgas en las cloacas del Ganges, de la política general de los Señores de Horca y Cuchilla, edificada a patadas sobre la miseria de los Siervos, de la religión que los humilló con la caridad pública santificando las cadenas, y traen los antiguos genes bramados y acuchillando contra todas las cosas, contra todas las formas, contra todas las sombras; su horror ancestral y acusatorio es lúgubre como el moho de los sepulcros o los abandonados patíbulos, y existe un galo terrible e indescriptible, un ombriense, un edo, un bitúrico, un auverno, conducido por Belloverso o Sigoverso, o un Kimris bárbaro en los subterráneos migrantes de estos viejos ecos sangrientos de los grandes éxodos.

Todos son ancianos como de nacimiento y lágrimas, los ganados y los caballos le enseñaron a plantear el problema del mundo a las generaciones, y la personalidad iconoclasta del patriarca los coronó de jefaturas frustradas y sepulturas sagradas o primogenituras lúgubres y voluntad de poder herido, aún en los desvanes apolillados, aún en los tristes comercios, aún en los dolientes, envilecidos, feroces negocios del horrendo afán de la vida; es una gran guantada a la quijada de Dios y un escupo a la soledad del hombre, la carroña del emigrante, el cual no alumbró jamás la estrella roja de los temerarios; mordiendo los imperios como un lobo social, abofeteando las civilizaciones con los brazos cortados, aquellos no vinieron galopando, salteando, guerreando épicamente como el Conquistador, llegaron por debajo, arrastrándose contra las costras de la domesticidad y la miseria, ni fueron héroes desarrapados y grotescos, ni mártires de aquella ruin pelea por la comida, que revienta y relampaguea su corneta de horror desde el origen del hombre, errados, agusanados, el espantapájaros de EL les araña las espaldas y traen adentro los ghettos del siglo XVI, rugiendo como carneros de fuego; el pollerón de hierro del beduino hecho con cuero de culebra y sol, la chaleca de balas y paja del nórdico y los zapatos oceánicos del Mediterráneo comedor de miseria con polenta, el sombrero de espadas del español, el paletó con bolsillos-maletas-lacrimatorios del ajo, el cerdo y la escuela de la moneda enronquecida del poblador de Francia, el ojo de vidrio internacional del chino, forjado con andrajos huracanados y la única y última muela del japonés, cuyo tambor negro está tocando una gran marcha fúnebre en el corazón del mundo, y al cual le oímos únicamente los chilenos del extremo-océano del Sur la gotera coral del llanto de Hiroshima, dan resplandor con estupor a la criminalidad burguesa, como un hocico de chacal adentro del infierno; indiscutiblemente, hay sensación de escupos y cadenas sobre sus lomos, y un yugo colosal, de luto, sudado de feroces yuntas de mujeres, de bueyes, de serpientes o de esclavos en la pupila gris, a la manera de la ceniza, la carcajada de la hiena-macho, como espantoso aldabón de panteón les patea el pecho, las monturas conquistadoras los andan mordiendo y persiguiéndolos, y los huesos de los cuerpos dan un rugido que se parece al de la caída de un ataúd al mar, porque, por dentro del esqueleto acerbo están ardiendo los piojos de las emigraciones, con intención de chacales en celo, y las estepas y los pantanos los hicieron a dentelladas de huracán, cuando además la lengua les cuelga como campanada de funeral o badajo despavorido, golpeándose el corazón; el fenicio, el hebreo, el vikingo y su hermano total el normando, vestido de pellejo rojo, son murciélagos de acero que les aprietan la garganta a los contemporáneos con las mandíbulas del pasado, y todo es copretérito y pospretérito e infinitamente arcaico en sus asuntos irremediables, que devienen migración a la espalda de los carneros mitológicos, por las aguas y los pastos o el pan tremendo. 

Buscando los tramos de la historia o a Dios, de alto-abajo, la invasión se derramó como jarra de vino en una borrachera, y nunca tornarán a su patria sino marcados, pateados, despedazados con furor tremendo por el Señor de los Ejércitos, ladrón y titiritero de la humanidad, con su gran pingajo de sangre; la humillación les arde como un tajo en la cara, y empuñan acordeones como puñales de rufianes en las bodegas de los barcos, porque la hombría petrificada los convirtió en carbón ardiendo, si no les hubiese azotado, y ensuciado y arrastrado tanto el destino y la ofensa social no fuera tan horrenda, enfrentados como enemigos de la sociedad canalla, pudieron ser héroes o líderes, pero, desvencijados como carretones de atorrante, nocturnos, miserables, celosos, son el muérdago que abraza y corroe, que agranda y corrompe, que aparta y desoye como una dual bandera vil, (aunque las más negras banderas también son sagradas), encadenando a sus verdugos y organizando una gran familia oportunista de gitanos del Estado de Las Tinieblas, y todos los perros los mordieron como a los antiguos apátridas.

Por padecimiento social los aprecio y los desprecio, porque la lástima y la misericordia ofende a la criatura; sin embargo, son desventurados en tal manera e infrahumanos y sobre-humanos en la misma medalla, que la humanidad les arrastra como corbata de tormenta, enarbolándolos por encima de La Bestia Humana más roñosa y envilecida, si ello es posible, ya que la desgracia total no los convirtió en estatuas, como al solo y terrible socio de los abismos que emigró atardeciendo en la cubierta del Infierno Mundial de los trasatlánticos: el desterrado; el hueso de fuego del resentimiento del ratón con volición de león, les está royendo el tormento y se levantan como palancas desde la miseria, enmascarados de tigres civiles y de capitalistas-verdugos en la tercera generación, enmohecidos como fierro viejo, son acero triste y mortal de desván de invierno y posadas sin entrañas, condición humana y veneno, flor de la carroña y balazo de caballo en las batallas democráticas, vocabulario de esclusa, de la cual se extrae una gran substancia fundamentalmente heroica, como un gran aroma del estiércol, poza de agua y cisterna feliz de los camelleros sedientos, como mordiendo los desiertos, la soledad les roerá los talones polvorosos y andariegos, con su can obscuro y un silbido de culebra enrollándoseles a la garganta como bufanda de oro, o como espada de fuego, les va a otorgar una dignidad que no entienden; arrinconados entre la heroicidad sangrienta, aterradora, proterva de las caballerías y el comercio del infierno del buhonero, los «caseros», los «coños», los «gabachos», los «gringos», los «paisanos», los «bachichas», le pelean a la existencia sacos de años, y se derrumban como basuras en los sepulcros ultramarinos que parecen ultraterrenos, o como mirando la eternidad con ojos vacíos, en la miseria como poetas, los unos, en la riqueza como horteras, los otros, en el desierto eternamente, solos contra solos, envejecidos, apolillados, embrutecidos por el dolor del terror animal y el trabajo, infinitamente cargados de familia y de vestiglos, después de haber sufrido y haber querido lo que pudiere ser imprescindible para ser jefes de hombres, y la patada bestial del pasado sobre ellos cae; comprendo que aquellos que sufrieron tanto y tanto comerciaron y ensuciaron y arrasaron su corazón con el dinero, no saben qué sucede adentro del espíritu, pero como fueron eternamente viejos e inocentes, completamente inocentes porque creyeron en la inocencia, la infinita poesía realista de la domesticidad ensangrentada se les enredó en las arrugas, adentro de la gran aventura criminal de existir, en la cual los siento viajeros de mi embarcación, vecinos y paisanos del tren terrible de la vida épica, camaradas y criaturas sin énfasis del afín medular haciendo el comercio irreparable de todas las vidas, con las tripas afuera; ¡oh!, hermanos míos!...

Emigraron los germanos, los vándalos, los alanos, los suevos, los normandos, los godos, los visigodos y los ostrogodos, los judíos y los pelasgos y los mahometanos y los mongoles, y los galos y los vascos, no emigró el grande hereje y patriarca Job, pero el toro enorme y rojo denominado Moisés fue capitán de emigraciones, por cruz y entroncamiento de emigrantes con emigrantes, crecieron los pueblos y las Metrópolis; y guerreando en ciudades tentaculares, naciones contra naciones, de los antiguos mitos de la sangre emergió el porvenir relinchando como caballo en libertad, y el olor a pólvora dilató perfumó las camas de los héroes, y atrajo a las doncellas al canto de gallos de los guerreros, porque el hombre es la primera bestia de presa que empuña los brazos armados y escribe; y la invasión fue migración frecuentemente a cuchilla, o asalto de mendigo o de bandido, gran cruzada de Religión a la cabeza del mercado y sus mercaderías, a espaldas del cañón, el mesón y las marmitas del Mercado Persa, baratijas y pacotillas, la compra-venta y las sucias monedas del negocio del héroe en pelotas de las recovas: burgueses de Calais o súbditos de Constantinopla, los piojos furiosos de la migratoriedad les escarban las entrañas y las vituallas como sepultureros, cavando los osarios de los viejos en función de los nuevos ciudadanos de la Humanidad; o plantando por debajo de la sociedad, con azadón de ayer alegres álamos...

A la orilla del mar de la muerte, todos son escombros: ellos nos trajeron cuando se hicieron comerciantes, las especias y la botellas y murieron en condición de emigración o inmigración tremenda; tronaban sus garrotes en domesticidad siguiendo al alcohol furioso, o eran las hienas del arenal infinito sus amarillos cómplices hogaño, como antaño los vientos ardiendo las grandes y feroces nieves que parecen y son osos remotos, o la esterilidad agraria que aúlla de hambre; pero el sudor comercial y el funeral del mundo los arrasó en su ventarrón de horror, y restan sus pellejos; a las hembras cansadas de parición en parición, heridas por la edad remota, envejecidas como monedas de tristeza, les responden los varones desvencijados como el mostrador de las viejas tabernas o el pabellón de las viejas leyendas, como catres de hoteles ignominiosos, como rufianes muertos, como bacinicas de verdugo o de krumiro o de traidor a su patria y a su clase, como valijas de espías en fusilamiento, como colchón de puta vieja, como bastón de mendigo sin mendrugo ni parientes que siquiera lo escupan; la tierra entera es huella de vagabundaje, y los zapatos desvencijados de los seres humanos se gastaron contra la historia del mundo; se arrojó la capitanía a la matanza mundial de las conquistas porque el hambre la empujó, y robando, asesinando, violando, saqueó culturas y civilizaciones, y a la espalda del héroe-criminal, chorreado como espantajo colosal de escupos y relámpagos, arrastrándose, el emigrante traía la cocina y las artesanías menores, de donde emerge el arte; analfabeto, dio civilización y técnica, porque extrajo de la domesticidad sublime y útil, pacificadora, la heroicidad gris del asno de llanto y ceniza de los pobres y tristes comercios; como dios roto y pateado de la quincallería y la astucia putañosa y sudorosa de escupos, este iracundo ente hecho con cebo y huesos de perro, se levanta detrás de la clientela, grandioso y abominable, goteado de epitafios y relación humana; y de repente, se queda mirando un punto que no existe y es su destino; sin embargo, una gran caída de sol en el Imperio, frente a frente a las gordas barcazas de los plebeyos y los labriegos, al pie de los escampavías heroicos, un perro con llanto, un puñado de puertos logrado en plantación frutal, con pañuelos estremecidos y cárceles les arde, y se les caen las lágrimas a mis antepasados feudales; a patadas se hundirán en la tumba como un mendigo solo o un gran poeta; y los retratos de los generales o los coroneles tremendos, que eran soldados de caballería a pie, o fantasmas de la pequeño-burguesía en calzoncillos, con bigotazos de antiguo e ilustre difunto, han de ir rodando de remate en remate, como zapato de borracho derrumbándose en un abismo.

Ellos no fueron generosos de pólvora y sol, no comieron fuego y hierro y no vistieron cota de mallas de acero, montados a caballo por debajo de una gran luna asesinada, ni le partieron, ni le mordieron el corazón al enemigo, no patearon desesperados las entrañas del clan vecinal por ambición señorial o geográfica y apetencia de jerarquía; no; acorralados entre ratones tristes y casas de remate mandaron los andrajos emputecidos del dinero y la riqueza menor, o nadaron en la suciedad plutocrática, ya quebrados tardíamente, cuando los años trizaron las glándulas de secreción interna las vísceras crujieron como las bisagras enmohecidas del cementerio invierno muy adentro, lloviendo, a la hora tremenda del ladrón, y la familia oportunista renegó de los viejos romeros acorralados por la sequía y la esterilidad arcaica desde el sumerio al egeo exactamente; como y todo gran artista potencial, eran caudillos y gobiernos sin muchedumbre, que devienen acordeones o colchones enfurecidos, y cantaron las cosas grandiosas con el lenguaje de las obras remotas del aventurero sin porvenir ni fusilería; su actitud fue envejeciendo como sus pantalones sin esperanza, y cayendo en la orfandad de aquellos que araron las aguas, y se pudrieron «sin padre ni madre, ni perro que les ladre» a la orilla de las antiguas pipas, comidas de humo y desolación por contradicción histórica y régimen. 

Venían, como polillas, de familias en desintegración y anchas naciones, muertas o países sobrepoblados y hambrientos, traían la marca del hampa o el rumor nacional de los esteros, sufrían el complejo de migración del apátrida y el expósito en la callampa azul del alma; fracasaron como fracasaron todos o como líderes o como bribones o como ladrones o conquistando imperios con trasero de mujeres, o santificados; como el ser humano es exactamente horrendo en todas las patrias y estará solo aquí o allá o adentro de la multitud ensangrentada, los que partieron tras un pan hallaron la suerte y la muerte y el ventarrón de la desgracia desventurada les azotó el corazón empujándolos a los camposantos; comieron y bebieron precariamente, mirando el suceder en las botellas y se jodieron, como los Grandes-Duques de Jorge Manrique; cargados de batallas, agusanados de deberes y ocupaciones, las enfermedades obscuras del rico, les corroyeron los esqueletos aterradoramente y el bienestar póstumo les goteó la melancolía por aquellos copretéritos hambrientos en que el pasado les mordía las entrañas, porque tuvieron hambre del hambre; parecían naciones arrasadas en las que viviese un ratón terrible, o un campo de batalla con los zapatos puestos, llorando como un avión roto; un camino innumerable se les extiende infinitamente, horrorosamente, extranjeramente y se retuercen de angustia y perecen por ahorcamiento, ahogados y aplastados de carreteras; como equipaje loco arruinándose de horizontes son borrados; y restan las colillas de los cigarros estupefactos que, fumaron cuando lograron sobreponerse a la cadena de la faena ruin, despedazándola a dentelladas.

Andando con ellos adentro, fueron el retrato de El Hombre.

Huyeron de la Mongolia o la Mesopotamia, perseguidos del infinito, con el Judío Errante a la cabeza, rugieron con la migración abrahámica lanzando el viejo peñasco negro de la Kaaba de Mahoma al corazón del diablo, o mordieron los desiertos del Sinaí a la sombra del Arca de la Alianza, degollando, violando, asesinando por la voluntad de Jehová, «el Todopoderoso», o echando abismo abajo las murallas de Jericó, con el bramido colosal de las Trompetas; siguiendo los ríos marinos de la Oceanía o las corrientes enfurecidas y atrabiliarias los botaron como pedazos de naufragio a las playas desiertas, los asesinaron o los llevaron pacíficamente en sus terribles lomos desde el Callao a las palmeras polinésicas de las Islas Marquezas en las emigraciones arcaicas del Mar del Sur, bajo el timón del Barón de Humboldt, Gran Capitán del Océano Pacífico, y se suicidaron o se arrastraron agonizando, no como pioneros y aventureros de Thor sino como hijos de la vergüenza y las tinieblas de la vida y como mártires de la miseria, cargados de patadas y pingajos; no hicieron nunca de conductores de hombres, pero no hicieron nunca de segundones de hombres y nunca los mandaron, pero los marcaron humillándolos. 

Poetas de la ruina humana y el escombro social, su vocabulario es su espanto; comedores de escabeche y aceitunas, bebedores de aguardiente, degustadores de miel, aceite y leche ácida, el higo y el vino los acariciaron y el coyote y la hiena risueña y vil; o cruzaron el Mediterráneo gritando con una alfombra persa en la garganta; por el estrecho de Behring, en la península de Alaska, erraron los tramos de los arcos volcánicos de la espina dorsal andina, seguidos del perrito de los milenios y bajaron a Yucatán, en el gran culo del Caribe, en el cual fundaron el barroco insular americano; salen de Flandes a pata pelada y hambrientos; con el normando Igor llegaron a Constantinopla, soñando y sudando lo que no hicieron nunca ellos por ellos los rus nórdicos, o con Erico, el Rojo, vinieron a propagar la vid, madre al arte de sentirse dios entre los hombres, y adelantados de la más colosal capitanía en el ensueño; y trajeron a Chile una gran lágrima: la flor del Líbano. 

Los escupió el fantasma del paso del tiempo desde la Gran Muralla China, y las inmensas puertas de Jerusalén les vaciaron aceite hirviendo o excrementos, Esparta, Babilonia, Alejandría los besaron encadenados, y eran esclavos en la antigua ciudadanía imperial de la Roma anterior a Caracalla; judíos o mahometanos, los echaron de las Españas, que engrandecieron, como al Hebreo del Egipto, o al beduino de la Tierra Santa que Judá invadió y arrasó en emigraciones guerreras, y batallas de vagabundos con vagabundos; prisioneros de guerra o extranjeros en los imperios o en los incarios americanos, el azteca, el mejica, el huasteca, el quechua-aymara, el caribe, el maya-quiché, el pehuenche, los consideraron misterios, en recuerdo de los primeros hombres barbados que llegaron desde el Oriente o desde el Poniente ultramarino, pero no comieron, no bebieron, no durmieron con ellos, como hombres, sino como dioses blancos, encima de las hembras copiosas de las oceanías místicas; gentes de viaje, el horizonte los arrastró en su ímpetu azotándolos contra las rocas; oliendo a camello o león inferior, a brea marina y a navegaciones nocturnas, a catacumba o a sepultura, vagabundos, andariegos, trotamundos, asoman atardeciendo por los pueblos tremendos, entre un gran ladrido de canes; los chiquillos despavoridos les quedan mirando como a payasos o titiriteros y les sonríen; pero, como vientos terribles los arrasaron en las penurias de las embarcaciones y los transformaron en estropajos, los vencieron los tormentos. 

El Patriarca, el Señor Feudal o el Burgués los explotó y los ofendió con la caridad o la misericordia, que es el escupo de los débiles y como absolutamente todos los humildes fueron especialmente hechos por la Naturaleza maternal para la patada del fuerte, aqueste ser agreste y subterráneo de la quijada a la guantada y el trasero al puntapié caritativo.

No son gitanos ni rufianes, ni líderes, ni hampones, o santos de llanto, meadas y tinieblas enmascarados de Mesías, ni poeta-tonys con las babas caídas: entes de carne y sangre, apabullados y feroces, como funcionarios o como magistrados o todos aquellos que naufragan cohabitando a la manera de los perros, adentro de la agresividad comercial de los Diplomas; mordiendo, arañando la propiedad privada, se agarran a la inmunidad de la autoridad que otorga el dinero, exactamente como los murciélagos a las vigas heridas de las ruinas; y cuando van a dar a la miseria total los patean, como a obispos o bandidos en jubilación, como a ajadas, antepasadas y lúbricas cortesanas, al pie de las iglesias o entre los puentes de humo del recuerdo, como a Ministros de Estado caídos y al General sin generalato, como a la Sara Díaz y al tonto Urrutia, violado y capotizado antes de casarse, (los dos murieron por envenenamiento con dinero simoníaco robado a la familia en la antigua heredad licantenina), como a antiguos contrabandistas, en decrepitud que persiguen adolescentes, con dinero y sin hormonas, como a podridos antologistas errados y degenerados que componen crestomatías de pedagogía inferior, escribiéndolas en el pellejo del infierno con acerbo punzón de horror, como el carcamal de «Dios», las norias perdidas, que incendió en condición de eunuco, en los desiertos del alma… El sollozo de la vida marchita y el huracán de Jehová, que es temible, les siguen constantemente como el asesinato a la ametralladora, andando o llorando inmortalizan el andrajo desventurado que es el ser humano, y desde adentro del abismo se enfrentan al gran destino criminal, porque tan acerbos seres reflejan en su actitud de cruz ensangrentada, toda la historia del mundo.

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Pablo de Rokha (Licantén, 1894-Santiago de Chile, 1968)

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