domingo, 14 de mayo de 2023

herberto hélder / humus, segunda parte













La miseria conserva, tiene los cabellos negros,
Los pierde todas las noches con una sonrisa
de angustia.
Aquí en esta cripta está el relente,
blanco y blando, creado
en la escuridad y en el silencio. Blanco y sin ojos.
Blanco y blando, donde
se oye el lento trabajo
de las arañas en el fondo.
— ¿Has sentido
tu pensamiento avanzar
en el silencio?
Un paso más.
¿Lo has sentido avanzar en el silencio?
Dentro de cada ser resurgen los muertos.
La noche con otras noches encima.
Hay como un asesinato del que
no se oyen
los gritos.
El sol negro.
Lepra.
Los candores.
Sólo el agua habla en los agujeros.
Estamos como sonidos, peces
repercutidos. El hombre roe dentro del hombre,
se crean
ojos que ven en la oscuridad.
Echamos flor por el lado de dentro.
— Los túmulos
están desgastados de un lado por los pasos
de los vivos, y del otro
por el esfuerzo de los muertos.

Viven de un lado el asombro, la lentitud, la paciencia,
la ferocidad.
Aquí ahora la oscuridad está viva.
De pie, de hierro, ojos blancos, verde.
Irrumpe del lado de fuera.
— Está viva.
Oigo el ruido calamitoso de las aguas.
Son muchas voces.
Los muertos amodorrados
tienen miedo de nacer bellos.
La noche
es de aparato.
Detrás de esto andan torrentes
de soles y de piedras, y otras figuras tremendas
detrás de las palabras. Se queda de pie
el asombro, y los muertos más vivos
que cuando estaban vivos.
Bajo el fluido
eléctrico, todo el año los árboles se desentrañan
en flor. Les prendió el sueño también, es un
desbarato, una
profusión que los devora. El alma
es exterior, envuelve
e impregna el cuerpo. En la piedra recalcada
y concentrada, los grandes fluidos
desgreñados. En el árbol, el alma del árbol.
En la piedra, el alma de la piedra.
¿Oyes el grito de los muertos?
Es necesario
agitar los túmulos, desenterrar los muertos.
A través de la piedra de estas fisionomías, trasparecen
otras fisionomías.
Los muertos, los muertos.
Usan la cabeza como quien usa un resplandor.
De pie en la vorágine,
pregunto,
preguntas,
preguntan.
Y en ese momento de pasión, todas
las fuerzas se concentran, y pongo el pie
en el misterio.
Estallaron los brotes de los sauces.
Un aliento húmedo-lilas turba y perturba.
La primavera toca más fondo en la locura, revuelve
a los vivos y a los muertos.
— Todos echan flor.
Cae el invierno dentro de la primavera,
la engrandece: todo se entreabre en vértigo
azul.
Los muertos andan.
Vaguea el bosque empodrecido y avanza
desenraizado
hacia mí.
Una inocencia atroz,
una tristeza irreflexiva
pone la mano y moja, deforma todo, destiñe sueño.
Lo que estaba por debajo está ahora por encima.
La flor abrasada por las noches tras noches
de concentración, con el lugar
inmóvil, las llamaradas del lugar inmóviles.
Todo está conectado y es conducido
por una mano enorme.

Las bocas hablan
por muchas bocas.
— ¿Oyes el grito de los muertos?
A un grito debajo le corresponde luego
un grito encima.
Los seres
extraordinarios
que todavía no habían entrado en el mundo.
Un arranque en la profundidad, se pone
en camino otro panorama.
Esta lucha
entre el infierno y el sueño se revistió
de cemento y de grandeza.
Sustentada en un único pilar, la noche —
charco azul, oro helado —
tiene los pelos de punta.
El pavor entró en plena primavera.
Cachorros, agachados de terror, sustentan
una arcatura de luz intolerable.
Es el sueño en marcha, al que no le oigo
los pasos, una gota de pintura como una gota
de leche.
Delicadeza, abundancia, pintura
derramada.
El cerezo es una aparición,
la fiebre devora los manzanos, todos
los árboles se consumen de sueño.
Son construcciones vivas, fijadas al silencio,
suspendidas en la luz.
Ah, cinematografiar
la muerte de una flor, una tabla atónita,
un nombre transfigurado.
— ¿Oyes
el grito de los muertos?
Como si las palabras
gesticulasen hacia adentro, como una primavera
escurre muerte.
Ahora me doy miedo.
Dos candelabros de plata llegaron a mi vida.
Las arañas envejecen,
las sombras caminan,
de esa pata monstruosa escurre siempre ternura.
La piedra abre la estela de oro incesante,
somos palabras,
peces repercutidos.
Sólo el agua habla en los agujeros.
Sólo
el sonido lento de una mariposa, una exageración
minúscula, miedo, una niebla sensible, una
mujer, lo que vale un pájaro.
Sólo
las viejas, una rueda de arañas en la cabeza
— Hasta que se duermen con una sonrisa
cándida.
— ¿Quién grita?
Atravesé vivo el infierno — dice un árbol
amodorrado, tan vivo
que lo confundo con la muerte.
Y una inteligencia
exterior.
Soy los muertos — dice un árbol
con la flor recalcada.
Y así los árboles
llegan al cielo.
Y el diálogo de los días y de las noches,
entre las haciendas petrificadas y los grandes
desmoronamientos de las estrellas.
Más brazos en el monstruoso árbol del sueño,
colores ininterrumpidos, columnatas
absortas, pórticos
imaginarios, la sombra de la sombra.
También yo atravesé el infierno.
Llegaba
a oír el contacto de las arañas devorándose
en el fondo. Mi horrible pensamiento solo a duras penas
contenía el tumulto de los muertos.
Pregunto,
preguntas, preguntan.
Oh, palabras no,
porque todo está vivo: el asombro, el esplendor,
el éxtasis,
el crimen.
Las figuras
son figuras de delirio, echan raíces
tremendas, atentas,
raíces eléctricas.
Ah, una catástrofe que engrandezca,
el prestigio de la peste, la fascinación de las cosas
más altas.
Los muertos, un torrente
de colores rudimentarios, el colérico
crimen de los muertos.
Y el grito de los muertos liberados.
Inmóviles, magnéticas — las sedas amarillas.
Despertó toda la peste en los bosques
intangibles.
Los astros cambian de color
de caída en caída.
Es necesario
crear palabras, sonidos, palabras vivas,
oscuras, terribles.
— ¿Oyes el grito de los muertos?
Es necesario matar a los muertos,
otra vez,
los muertos.

1966.

***
Herberto Hélder (Funchal, 1930-Cascais, 2015)
Versión de Raquel Madrigal Martínez
La división del poema es obra de la comparecencia infinita

/

Cai o inverno dentro da primavera,
engrandece-a: tudo se entreabre em vertigem
azul.
Os mortos andam.
Vagueia a floresta apodrecida e avança
desenraizada
para mim.
Uma inocência atroz,
uma tristeza irreflectida
põe a mão e molha, deforma tudo, destinge sonho.
O que estava por baixo está agora por cima.
A flor esbraseada das noites sobre noites
de concentração, com o sítio
imóvel, as labaredas do sítio imóvel.
Tudo está ligado e é conduzido
por uma mão enorme.
As bocas falam
por muitas bocas.
— Ouves o grito dos mortos?
A um grito em baixo corresponde logo
um grito em cima.
Os seres
extraordinários
que ainda não tinham entrado no mundo.
Um arranco na profundidade, põe-se
a caminho outro panorama.
Esta luta
entre o inferno e o sonho revestiu-se
de cimento e de grandeza.
Sustentada num único pilar, a noite —
poça azul, ouro gelado —
tem os cabelos em pé.
O pavor entrou em plena primavera.
Cachorros, agachados de terror, sustentam
uma arcatura de luz intolerável.

É o sonho em marcha, a que não ouço
os passos, uma gota de tinta como uma gota
de leite.
Delicadeza, abundância, tinta
entornada.
A cerejeira é uma aparição,
a febre devora as macieiras, todas
as árvores se consomem de sonho.
São construções vivas, fixadas no silêncio,
suspensas na luz.
Ah, cinematografar
a morte de uma flor, uma tábua atónita,
um nome transfigurado.

— Ouves
o grito dos mortos?
Gomo se as palavras
gesticulassem para dentro, como uma primavera
escorre morte.
Agora meto-me medo.
Dois castiçais de prata foram a minha vida.
As aranhas envelhecem,
as sombras caminham,
dessa pata monstruosa escorre sempre ternura.

A pedra abre a cauda de ouro incessante,
somos palavras,
peixes repercutidos.
Só a água fala nos buracos.
Apenas
o som devagar de uma borboleta, um exagero
minúsculo, medo, uma névoa sensível, uma
mulher, o que vale um pássaro.
Apenas
as velhas, uma roda de aranhas na cabeça
— até que adormecem comum sorriso
cândido.
— Quem grita?

Atravessei viva o inferno — diz uma árvore
entontecida, tão viva
que a confundo com a morte.
E uma inteligência
exterior.
Sou os mortos — diz uma árvore
com a flor recalcada.
E assim as árvores
chegam ao céu.
E o diálogo dos dias e das noites,
entre as fazendas petrificadas e os grandes
desmoronamentos das estrelas.
Mais braços na monstruosa árvore do sonho,
cores ininterruptas, colunatas
absortas, pórticos
imaginários, a sombra da sombra.
Também eu atravessei o inferno.
Chegava
a ouvir o contacto das aranhas devorando-se
no fundo. O meu horrível pensamento só a custo
continha o tumulto dos mortos.
Pergunto,
perguntas, perguntam.
Oh, palavras não,
porque tudo está vivo: o assombro, o esplendor,
o êxtase,
o crime.

As figuras
são figuras de delírio, deitam raízes
tremendas, atentas,
raízes eléctricas.

Ah, uma catástrofe que engrandeça,
o prestígio da peste, a fascinação das coisas
mais altas.
Os mortos, uma enxurrada
de cores rudimentares, o colérico
crime dos mortos.
E o grito dos mortos libertos.
Imóveis, magnéticas — as sedas amarelas.
Acordou toda a peste nas florestas
intangíveis.
Os astros mudam de cor
de queda em queda.
É preciso
criar palavras, sons, palavras vivas,
obscuras, terríveis.
— Ouves o grito dos mortos?
É preciso matar os mortos,
outra vez,
os mortos.

1966.

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