Los hijos de Charly García
I
Somos ninguno. La tradición nunca nos conocerá. Por eso nunca nos comerá la boca. Estamos en los bordes. Siempre nivelándonos en los bordes vitales. Buceamos y nos asoleamos desde allí. Somos ninguno.
De jóvenes tuvimos un piso pobre y raro que olía a pura hierba. En vano tratamos allí de santiguarnos sin tener pruebas de que la luz amarilla era una luz demasiado falsa.
No queríamos bronca, pero nos encontraba siempre.
La bronca. Así sucede. Cuando uno menos cree en las cosas el mundo se indispone.
II
No nos enamoramos porque solo teníamos permiso para rompernos. El estampido de los huesos cayendo sobre la fusta fría de la noche. La noche completa era una obra que nadie había visto nunca.
Éramos ninguno pidiendo pruebas a otros para empezar a arder. Hacíamos el amor con los amantes de nuestros padres para hacer el amor con nuestros padres. Y estábamos de acuerdo en que los perros y nosotros estábamos de acuerdo.
Aunque luego reclamábamos por caer en deducciones, en ideas vertiginosas. Dibujando unos versos pegados a tu estropeada garganta en lugares públicos.
No queríamos bronca. Así sucede. Había aceleración y tranzas para entretenernos.
Era lo mismo la oscuridad que formar parte de todo.
III
Si fuera chileno te diría que nos hiciste mucho daño, concha de tu madre. Y que eras polvo, tierra, y la madre junto a los hijos tendidos en la estera donde resurge un sueño.
Te diría que éramos apenas unos niños cuando escuchamos la promesa de una vida sin futuro en algunas de tus canciones.
Y que mucho antes de la imagen se mastica un lápiz. Aunque, en lo que respecta a la música, nuestros sueños eran casi la totalidad de un grafiti.
Ningún sol nos transfería todavía sentimientos confusos. Sin embargo, aprendíamos a desmecharnos y a perder el calcio con tonta dureza.
Éramos ninguno, antes de ninguno. Y éramos el resto, después del resto. Blanda y tiesa guarida con puertas siempre abiertas a la calle.
IV
Si supieras lo que tus hijos aprenden en la sangre, pasándola súper bomba con doscientos fantasmas.
Si supieras que no hay drogadicto bello, pero tampoco mal conservado.
Si al menos contestaras una sola de nuestras cartas, con tantos años y tierra de por medio.
Exploramos la parte brava cayendo en la poesía, una y otra vez, con una esperanza borrosa.
Vivimos de la música y de unas letras flotando en la bañera, llena de mugre rosa, cubiertos de sal.
Tu creciste con Videla. Nosotros con videojuegos.
Somos una porción de bruma mal calculada que despertó en una fábula extraña donde nadie sabe al final cómo acabar con todo.
Paseando por autopistas donde el Diablo y Jesús son otra pareja de militares vestidos de lentejuelas, perdiéndose en la noche.
~
I can't breathe since I can't breathe
*
Y traen cazadores para nacer. Hay que matar primero. Por nueve minutos el rocío no resplandece sobre los escarabajos del jardín.
Hay máscaras de Ulises invadiendo las aguas, los cañaverales.
Por nueve minutos la piel como un tambor cruje en un corral sudoroso, de espaldas al cielo.
Hocicos escondidos bajo tierra disparan a los pájaros, buscan otro jefe para su tribu.
Nacer es dejar la tierra para entrar en la herida.
Nacer es caer del útero si hay hambre como una res que grita en cámara lenta frente a un espantapájaros.
George Floyd es un toro vendado que respira con su corazón negro: crece como un eco de Motown y Jaimaca.
George Floyd cultiva colmillos contra el dolor.
Hay máscaras de Sebastián de Benalcázar, de Hitler y Hernán Cortés comiendo huesos educadamente en un zoológico.
Traen cazadores para nacer, para arrancar las ramas de cualquier bambú.
Por nueve minutos la tierra inconquistable se emborracha de puñales y herederos.
Millones de esqueletos desnudos descubren sus estatuas de sal encadenadas.
Sus sueños serán cenizas sobre el pavimento.
~
Cementerio de poetas I
*
Vi poetas muertos trepando por el alambrado. Pidiendo para revivir una maldita llanura.
No se parecían a nadie y eran todos idénticos a unos obispos de hierro.
Poetas muertos que traían sus encefalogramas colgándoles del cuello como una credencial especial para ingresar al mundo.
Haciendo versos adictivos entre las ondas peligrosas de sus enfermedades.
Poetas muertos que juraban que, si les dábamos esa llanura, la muerte se llevaría finalmente a la muerte por un precipicio.
Cargaban con el temblor en sus mandíbulas herradas. Abrían los ojos para llorar mejor. Y dormían alcoholizados sobre tejados y patios para defenderse.
Vi poetas muertos sedientos de poesía.
Poetas que querían destruir la poesía para escribir sobre ella.
Poetas que recortaban poemas contra el viento sintiéndose muy felices por la desnutrición emocional.
Caminando de espaldas y sudando frente a los muertos futuros de la política y la pólvora policial.
Poetas que en sus vidas anteriores habían escrito en hogares sin tener cómo pagar la luz: escribían como si esos poemas pudieran pagarles la luz.
Olvidando a sus amores; abandonando a sus hijos; dejando incluso de comer con tal de alimentar al poema.
Maldiciendo a otros poetas, pero besándolos en silencio.
Peleando contra los delirios de la vejez. Arrastrando galaxias. Soplando música dentro de sus calaveras. Quemándose enteros.
Vi poetas muertos planeando su retorno. Pidiendo una llanura maldita donde sentarse a escribir.
Porque ahora que habían muerto eran conscientes de que esto era el Infierno. Y que nadie había estado a salvo de cometer una injusticia. Ni de morir en las manos de un hombre con poca paciencia.
Vi poetas muertos robando lo que le pertenece al abismo. Triunfando.
Cargando una rosa en el pelo. Y con un tigre de bengala que los miraba desde el corredor de unos ojos sin córneas, como de vampiro.
Ellos me conocieron. Yo también fui su amigo. Claro que los vi sudar como aéreos actores, alrededor de un arpa. Espantándonos cuando queríamos realmente amarnos.
Y tan muerto como ellos, pude finalmente recordar mi infancia, mi juventud y mi vejez.
Pidiendo revivir un día más, sediento de poesía.
Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977)
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