Q
*
para escurrirse por la tez del mundo
hacia los ojos de los nadadores
—Héctor Viel Temperley
Son espigones a tu alcance, hábil conjeturo, o modestas rutas de cloro
para una finita brazada, hermano vagabundo, que ya ni salpica el agua
referente, ni retiene brisa el escuadrón de avionetas cuando repinta
en su extremo la imagen de este cielo, y yo, óyeme, ya ni tengo hora
para reponer el arco de arena o, rizando el rizo, la mitra alusiva entre rayos
y deslaves, ni cordel, exagerando, para el descenso, niña en trenza, ni manual
de vituperios, rostro de calle, día de días; son casi 45 las veces entonces
en que te admiro, a espaldas, hermano agorero, ¿eres o no eres?, siquiera desata
el chisme, un siglo XX de tarde, siquiera da ejemplos, estuvo
no la infancia, sino la silueta que divide un año en otro, el ego de ti,
adivino, casi la escafandra que te endiosa en otra agua fluctuante,
casi la alegoría que te explica antes de rotular el aviso: aquí se prescinde
de andamio, psicología en chusma, se renta a conciencia, se divulga charco
en traspatio, fácil traspié a orillas de tu sitio, tu finta de azul, tu lustre
en balde al amanecer como una costumbre que ya no se retoma, hermano espía,
niña tenue, vayan temiendo a los adversarios hoy, la horda
entre barda y barda, no declame ese mar de manos una consigna
que revuelva vidrio con púa, sangre con palo y hacha, no te esfumes
niña por arte de magia en mi episodio 45, sagradamente mitigo
en tu causa las rachas de letargo con una pizca de vicio, memoria de ti
en mi cristal de autorretratos, cómo esgrimo la máscara entre personaje
y gente, fútil año de utilería con la alberca a mitad de un mes incoloro
en su foto de costa pobre, de palapa en ruina, no se mira claro, háblame
hermano, tu yate en binocular algo revela de los ideales, su firme
tendencia individual que no caduca, supongo, en esta tromba,
sucedánea de alguna suerte, tormenta de lares casi por rutina,
la mía la leo: veinte veces entraré conmigo en la misma náutica trillada,
veinte más haré de río por la cintura de esa playa al sesgo y tuya
será la turbulencia cuando tiemble aquel bimotor en la casilla
de mi viento, luego yo nadaré de cinco en cinco.
~
VII. [Cancioncilla perpleja]
1.1
La vi desde el coche camino al mar:
la torre que fabricó del viento en la raridad.
La vi rapaz del aire entre risco y sal.
La vi caer de bruces: tanto escombro por cal.
La vi caduca, de orilla:
frágil torre del viento en la raridad.
1.2
Y le pedí al sabio, mi amigo, su asombro;
le dije, qué rito conviene: marear
los ojos del sol o rastrear
en la arena donde no repta sombra
de nube algo más general,
por contraste, para opacar
a la nieve imaginada, entre ceño y saña,
la borla de espuma, entre costa y mengua;
algo como una semilla, pero menos real,
nácar quebrado, sortija de escama y alga.
Aunque nada que dañe el sensible tañido,
me advierte mi amigo
filólogo, y sugiere: «lengua de níspero»
¿Te gusta? Suena a silbido
entre beso y colmillo,
como un estribillo:
1.3
Dando y dando
me voy callando,
un poco de raridad
por un poco de caridad.
Que escoja el viento,
o el dique de piedra
o la risa de hierro.
El báculo o la torre.
Ya nadie supo ni cómo
ni cuándo, ni dónde
vino a encallar,
su mundo en medio,
este trozo de mar.
~
Diario de un viaje para mi amigo del perro cojo
(Fragmento)
(Ámsterdam-México)
1
Enkidú se llama el gato ciego de la prima que es hija de la tía de la
paloma calva. Enkidú leo en un mensaje en mi asiento, Enkidú le digo
en mi cabeza al gato ciego de la prima de mi amigo que es sobrino de
la tía de la paloma calva que es comadre de la comadre del loro
bizco.
Haciendo familia todos en los sitios que yo no usé por cortesía. Allá
van ustedes, aquí voy yo. Y si el amor es un gesto huraño, si es
brusco, tosco, hay que concentrarse en el espacio que lo contiene.
2
Es oficiante de alguna estepa, me aclara mi alucinado pasajero, mi
pasajero salvaje con su vaso de plástico en la mano antes de entonar
la última leyenda que cantó, me ilustra, un viejo monje en las afueras
de Novgorod o de Ámsterdam o de Apizaco o de Cuenca.
Afuera es adentro para alguien. Adentro es una cueva para Enkidú,
tascador de hierbas, gato ciego, mis dedos metidos en el agua del
mundo equivalen a un tacto retrospectivo.
~
Tarde en Huitzilac
*
A Hugo Gola
Supongamos que todo estuvo ahí:
las hilachas de sol sobre una ladera
que cuidaba su propio cultivo de sombras,
el árbol imaginado
desde la orilla de la ciudad
como una fricción recurrente de ramas
en la memoria que busca
otro árbol para fracturar el molde,
otra postura del eucalipto
para inventar una forma,
una prueba de que el día vino
con su cuota de objetos,
su volumen de naturaleza intacta.
Supongamos que ese jardín
tuvo su propia ascendencia;
que el barranco domado por la casa
cedió su intemperie
a cambio de la baraja de tonos
repartida desigualmente
entre el régimen insubordinado del pasto
y las calles sueltas como cintas desde lejos;
que la ruta del campo fue el retorno
a una edad menos sólida de los cuerpos,
cuando el aire y la piel
trashumaban en un mismo flanco de la luz.
Supongamos que en ese declive de la tierra
durante dos o tres horas junto a la fogata
hubo una civilización y luego su ruina,
un estilo estrecho de la frase
y otro idioma de silencios
esculpido en la aldea de la boca,
otra versión de la persona
más clemente que nuestros contornos
descompuestos en la arcadia de una colina,
como las figuras de un tiempo
carcomido por la campaña seca
de unas cuantas voces.
Supongamos que tuvo sentido
proclamar el make it new en polvo morelense,
el molino de Montale y su agua veteada,
el “Dante y yo” mitigado
por el falso trópico de la fronda
que anulaba toda noción de testigos,
salvo el perro de la cuadra
uncido a la reja de alambres,
que recibía nuestros dardos de carne
como un mártir condenado
a imitar la quietud del pavimento.
Supongamos que todo ocurrió:
primero la polémica de hábitos
más allá del paisaje,
el arte o la ira de la defensa;
luego la duda moral
en las cuestas de Huitzilac,
a ratos la alianza
entre una tradición y el grito;
que hubo al final
el gorjeo tan deseado
de un ave diminuta,
la melancolía dilatada
de un burro pasajero
frente a la barda de piedra,
y que la falla de origen
en ese fasto bucólico
no fue la extensa gramática de los comensales
sino la avaricia imparcial esa tarde,
que dispuso dar otra vez de sí
tan sólo una idea más, imperfecta.
Tedi López Mills (Ciudad de México, 1959)
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