martes, 17 de octubre de 2023

pablo de rokha / arquitectura de la vida dispersa













Parece a veces la vida se suspende, se detiene, y el hombre, espantado, se asoma al hueco de la forma vaciada, como un caballo a un abismo. Entonces nos miramos, y decimos que es tiempo ni sueño ni espacio que fluye, gran figura de instantes detenidos, y que no es una ni muchas, sino todas las cosas sumadas con relación a esa inmensa ley de humo que es el alma.

Por eso viviendo se comprende más que pensando, porque vivir es pensar, con todos los músculos. Y así, el niño, que ignora su destino, el sentido de su destino y su límite, es el único que conoce lo que persigue porque persigue la vida dispersa, el acto ilustre, alegre de vivir, ingrávido, sosteniendo los sucesos en la punta de la voluntad, en la llama de la voluntad, que existe, únicamente, como voluntad del mundo. 

El universo con el individuo.

Cuando todos los actos se dirigen hacia un fin se produce aquello de que el proyecto devora al acto, aplasta al acto, se hace tan grande o más grande que el acto, de lo que se desprende aquella intención superior a la vida, y es igual a echar el mar adentro de una guitarra. ¿Habría que recoger acciones como quien recoge naranjas o castañas y organizar designios con frutos botados? No. Radica la sabiduría en dirigir la caída de la avellana; en obtener, en adquirir, en atraer e imponer, total, la verdad de la fruta madura, así, así como no desviando la naturaleza, como metiéndose entre las rendijas, entre los caminos de la naturaleza, como el pulgón en la manzana, así no se extravían las brújulas en las brújulas. Aquella mujer desnuda que juega con su virginidad, como un niño con una rosa, adentro del alma del mundo, y no es nunca la misma, ¿no significará la necesidad de lo imprevisto, de lo incalculado y aun de lo absurdo?

Es menester dar sentido a la vida, perfectamente. Pero dejar fluir, dejar correr lo sucesivo, dejar que penetre la vida en nosotros y nos traspase y nos rebalse como el agua el cántaro de alegre barro, es también dar un sentido a la vida, es, posiblemente, dar a la vida el sentido de la vida. Por eso, el hombre muerto, caído de carnes, posee forma de árbol, por eso recuerda el grande ramaje, en donde soplan y cantan, libres, los vientos eternos del universo. Y es menester también comprender que el hueso es el genio de la anatomía, y que el hueso es hueco como caña de río o como flauta de niño o lo mismo que si quisiese dejar pasar por adentro los chorros obscuros del mundo, los llantos obscuros del mundo, la gran tonada que nadie entiende nunca, jamás nunca, porque tiene los oídos tapados con actos. Acostado a la orilla de uno mismo, sobre la tierra gozosa, y blanda como cama de casados, rico en pereza y en sol, el hombre adquiere su derecho.

Cuando yo ando más distraído, hablando o cantando solo, es cuando mi porvenir es definitivo, es cuando aquella gran incógnita se define, lo mismo que cuando duermo.

Y es conversando con pájaros y con mujeres, con estos pequeños animales infantiles, que son todo ojos, y. manejan el pecho muy tibio, cómo se comprende la transparencia del mundo, la transparencia azul del mundo, su del hombre,

Ecuación de estrella florida.

Sobre el hombre desocupado, lejano, solitario, inmerso en los ojos dormidos, maduran el tiempo y los fenómenos de conciencia, de repente, y sucede lo que sucede cuando la granada o la muchacha se abren y entran el sol y el hombre y parece que sucediese la verdad, y parece que resplandece lo absoluto, y es mentira, porque son las chispas de la razón que se quiebra contra ella, lo mismo que montaña rajada o hierro ardiendo, enormemente, pero la razón no es la verdad, nó, la razón no es la verdad, porque la verdad es la razón de la razón y otras cosas.

No es, precisamente, cuestión de obrar o no obrar, ni de andar o no andar dejando que el infinito disponga de nosotros, a la manera de las banderas del viento; es cuestión de hacerse el tonto con el mundo, de hacerse el leso con el mundo, y sonreír con la sonrisa blanca del almendro. 

Como un sauce a la orilla del agua, el hombre se retrata, se sumerge, se contempla en Dios, permaneciendo y, a la vez, borrado, desparramado. Es porque el hombre es como una gran ola del universo, es porque el hombre es quien contiene, íntegras, la dimensión vital, el pulso del mundo, el sentido de todas las cosas invisibles, como todos los barcos cruzan la gota redonda y clara. Entonces, es menester que el hombre no sea tan hermético, que se oponga a Dios, ni tan ecléctico, que se deshaga en Dios, que se disuelva en Dios, negándose. Cerrado con barros permeables, que si se sumergen, en vino, llenan de vino el corazón de las vasijas, cerrado con la anchura ilimitada, cerrado con el vacío de todos los muros, y el horizonte humano.

Cuando el hombre dirige su objeto, todas las cosas, absolutamente todas las cosas, caminan con él, jugando a la distracción principal de las abejas. 

Caminante sin sentido, caminante sin dominio, sin camino, parece aquel que define distrayéndose, cogiendo acciones perdidas, acciones vagabundas, acciones deshechas, despreocupado como los pájaros de otoño y las colegialas...

Pero es novela.

La voluntad obstinada del destino, adelgaza el destino, disminuye su actitud de horizonte, emigra. Quizá le sucede lo que a la cuerda demasiado tensa: busca la curva.

O lo mismo que quien se propone cavar un abismo y cava y cava y cava, abriendo, aumentando, inmensamente, y concluye en planicie.

Y como aquellos que quedaron ciegos por exceso de ojos.

***
Pablo de Rokha (Licantén, 1894-Santiago de Chile, 1968)
Estatua del poeta en Licantén, por Kako Calquín

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