Vertieron sangre de hombre y de corcel.
Vertieron sangre de muchacho en el mismo lavatorio
donde su madre lo lavó cuando niño.
Vertieron sangre en artesas llenas de ropa,
en bateas colmadas de agua y harina,
en tarros de leche fresca y humeante.
Ensuciaron el paño con que el labriego se seca
el sudor envejecido de su rostro y del terrón,
la sábana del enfermo, lo único fresco de su noche.
Engruesaron la tela de las costureras,
la piel, la escama de las parturientas.
Vertieron sangre de cordero y pastor,
y comieron perros, bestias de cacería
una lavaza amarga.
Y los fieros cazadores
bebieron y se lavaron con lo mismo que bebían.
Vertieron sangre de hermano contra hermano,
a tientas, sin palpar el cuerpo, para no despertar.
Vertieron sangre espesa como el alquitrán,
sangre que no dejaba huellas en las manos
o que hacía retroceder como un tambor.
Vertieron sangre de hombre, sin sabor para los hombres,
pero sí para las bestias que aguardan la noche,
para la insaciable garra de las aves sin dientes,
para la boca muerta de un asesino a sueldo.
Sangre tardía del trabajador cuando se lava,
así inclinado, con su espalda desnuda,
oscureciendo el agua de restregar su rostro
y como sorbiéndola, como volviéndola más viva.
Sangre pura, como aquella que prueba el niño,
cuando se arranca el primer diente de leche
o se hiere las rodillas al empezar a caminar.
Sangre que no hace sufrir entonces, sino después
cuando el niño la ve brotar en la cara de sus mayores.
Vertieron sangre de padres que esperaban
ver crecer a sus hijos, sangre joven o más vieja.
Sangre que en la inmensa noche de los hombres maduros
los lavó de ellos mismos al engendrar un ser.
Sangre que no fue ofrecida a ningún dios
ni a un demonio, sino al hijo que llevamos,
y que la mujer deposita a nuestros pies,
un día más largo que los otros días,
parecido a la copa en que conocimos el vino.
Efraín Barquero (Piedra Blanca, 1931-Santiago de Chile, 2020)
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