domingo, 19 de julio de 2020

algernon charles swinburne / dos poemas













El Jardín de Proserpina

*

Aquí, donde el mundo se acalla;
aquí, donde todas las aflicciones
se agolpan como olas exhaustas,
o como un tumulto de muertas corrientes
en un dudoso sueño de sueños.
Veo crecer las verdes campiñas
entre sembradores y labradores,
en tiempos de cosecha y en tiempos de ciega;
un dormido mundo de arroyos.

Cansado estoy de la alegría y la tristeza,
de los hombres que ríen y lloran,
y del destino que aguarda a sus cosechas.
Los días y las horas me fastidian,
marchitos capullos de flores estériles,
y también los anhelos, poderes y deseos;
dormir, sólo quiero dormir.

Aquí la vida es vecina de la muerte;
lejos de la vista y del oído, en otras regiones,
resuena el sollozo de las olas y de los vientos
empujando al espíritu en frágiles embarcaciones.
A la deriva, sin rumbo fijo.
Mas aquí, del otro lado del mundo,
donde nada florece,
esos vientos no soplan.

Aquí no brotan hierbas ni malezas;
no hay brezos ni vid;
entre débiles juncos donde las hojas no crecen
sólo mustios capullos de amapola,
verdes racimos de Proserpina,
para que ella exprima su vino mortal
y lo entregue a los muertos.

Pálidos, innumerables, sin nombre,
inclinándose en sombríos campos de mieses
durante toda la noche,
esos muertos, como almas tardías,
no acunadas en cielo o infierno alguno,
abatidas por la neblina y las tinieblas,
buscan el brillo de una luz
que los aleje para siempre de las sombras.
Mas por fuerte que sea nuestra vida
también algún día habremos de morir.
Y no seremos ángeles, si ascendemos al cielo,
ni sufriremos dolores, si caemos al infierno.
Pero la belleza que hay en nosotros
habrá de nublarse hasta perecer
y nuestro amor, ya en reposo, tocará su fin.

Allí está ella, detrás de atrios y pórticos,
coronada de yermas hojas,
recogiendo toda cosa mortal
que llegue hasta sus frías e inmortales manos.
Allí está ella, temida por el amor
a quien supera en dulzura,
acercando sus labios
a tantos hombres de tierras y tiempos diversos.

A la espera de todos nosotros,
nacidos para morir,
ella nos hace olvidar esta tierra, nuestra madre,
y la vida de los frutos y las mieses.
La primavera, las semillas y las golondrinas
emprenden vuelo y la siguen,
allí donde el canto del verano se ahueca
y la vida se aleja.

Allá van los amores marchitos,
los viejos amores con sus alas cansadas,
y los años perdidos y las cosas deshechas.

Moribundos sueños de inhóspitos días,
ciegos capullos arrancados por la nieve,
hojas salvajes arrastradas por el viento,
sangrientos extravíos de arruinadas primaveras.

Ni las tristezas ni las alegrías son seguras;
el presente ha de morir en el mañana
y nada hay que pueda doblegar el señorío del tiempo.
El corazón, decaído y displicente, suspira acongojado;
sus ojos abatidos y olvidadizos
gimen la brevedad del amor.

Por grande que sea nuestro apego a la vida,
buscamos liberamos de esperanzas y temores;
por eso agradecemos a los dioses,
no importa quiénes sean,
que la vida no dure para siempre,
que nada perturbe el dormir de los muertos,
que hasta el río menos generoso
haya siempre de retornar al mar.
Porque entonces no habrá estrellas ni soles
ni cambios de luz que puedan despertarnos;
no habrá aguas que se agiten tumultuosamente
ni sonidos ni visiones;
tampoco habrá días, estaciones, o seres luminosos;
sólo un eterno sueño
en una eterna noche.

~

Ave Atque Vale: en Memoria de Charles Baudelaire

*

¿Debo derramar una rosa, un quejido o un laurel,
oh hermano mío, sobre éste que fue tu velo?
Quizá deseas una flor apacible modelada por el mar
o una filipéndula, germinando lentamente,
de aquellas que las Dríadas, dormidas en verano, solían tejer
antes de ser despertadas por la suave y repentina nieve de la víspera.

Tal vez tu destino sea otro: marchitarte en el baldío
regazo de la tierra, entre pálidos capullos, sacudido por
el eterno calor de amargos veranos, lejos de las dulces
espigas que bordean la costa de un pueblo sin nombre.

Orgulloso y sombrío
palpitabas en el abismo profundo del cielo;
tus oídos atentos estuvieron al lamento del vagabundo,
al sollozo del mar en agrestes promontorios,
al estéril beso de las olas,
al rumor incierto de la tumba de Leucadia,
con sus hondos cantos.
Ah, el beso yerto y salado del mar,
el triste clamor de los vientos oceánicos sacudiendo los golfos,
acosándonos y derribándonos,
como ciegos dioses que ignoran la misericordia.

Fuiste tú, hermano mío, con tus antiguas visiones,
quien adivinó secretos y dolores vedados al hombre,
amores salvajes, frutos prohibidos y venenosos,
desnudos ante tu ojo escrutador
que se abría en medio del aire viciado de la noche.
Toscas cosechas en tiempos de lascivia:
pecado sin forma, placer sin palabra.
Turbulentos presagios se agolpaban en tus sueños
y hacían cerrar los afligidos ojos de tu espíritu.
En cada rostro viste la sombra
de aquellos que sólo siembran y cosechan hombres.

Oh corazón insomne, Oh alma fatídica incapaz de conciliar el sueño;
el silencio es tu regocijo, indiferente ante el altar de la vida,
¡has dejado a un lado el amor, la serenidad, el espíritu de lucha!
Ahora los dioses, hambrientos de muerte,
alma y cuerpo nos arrebatan, la primavera, nuestras melodías.
El amor no puede equivocarse
entregándose a un placer sin aguijón, colmillo o espuma,
allí donde hay labios que nunca se abrirán.
El alma se escurre del cuerpo
y la carne se arranca de los huesos, sin congojas,
como el rocío cuando cae desde las campánulas.

Es suficiente: el principio y el fin
son para ti una y la misma cosa, para ti que estás más allá de cualquier límite.
Oh mano separada del amigo incondicional,
sin frutos que recoger o victorias por alcanzar.
Lejos del triunfo, de los diarios afanes y de las codicias
sólo hojas muertas y un poco de polvo.
Oh, quietos ojos cuya luz nada nos dice,
los días se acallan; no así el insondable abismo de tu noche,
cuando tu mirada se desliza entre lóbregos silencios.
Pensamientos y palabras se desmoronan de tu alma;
dormir, dormir para ver la luz.

Ahora todas las horas y amores extraños han terminado;
sólo sueños y deseos, canciones y placeres umbríos.
Quizá has encontrado tu lugar
entre las piernas de la mujer de un Titán, pálida amante,
reclamando de ti hondas visiones
bajo la sombra de su cabeza, de sus prodigiosos pechos,
de sus poderosos miembros que inclinados te adormecen,
con todo el peso de sus cabellos
cuyo aroma evoca el sabor y la sombra de antiguos bosques de pino
donde aún gime el viento tras haber sorteado húmedas colinas.

¿Has encontrado alguna similitud para tus visiones?
Oh jardinero de extrañas flores: ¿cuáles brotes, cuáles
capullos has encontrado sembrados en la penumbra?
¿Existen acaso desesperanzas y júbilos? ¿No es todo
una cruel humorada? ¿Qué clase de vida es ésta, con salud o enfermedad?
¿Son las frutas grises como el polvo o brillantes como la sangre?
¿Crece alguna semilla para nosotros en aquella landa sombría?
¿Hay raíces que germinen en sus débiles campiñas,
allí, en las tierras bajas donde el sol y la luna se enmudecen? ¿Hay flores o frutos?

Ah, mi volátil canción se desvanece
ante ti, el mayor de los poetas, esquivo y arcano,
tú, veloz como ninguno.
Presiento oscuras burlas en la risa misteriosa
de los guardianes de la muerte, ciegos y sin lengua,
cubriendo con un velo la cabeza de Proserpina.
Pasajera y débil es mi visión: vanas lágrimas
que caen desde ojos acongojados,
que resbalan por pálidas bocas llenas de estertores.
Son éstas las cosas que atribulaban tu espíritu cuando las veías emerger.

Demasiado lejos te encuentras ahora; ni siquiera el vuelo de las palabras puede alcanzarte;
lejos, muy lejos del pensamiento o de la oración.
¿Qué nos incomoda de ti, que sólo eres viento y aire?
¿Por qué despertamos al vacío desgarrados de temor?
Fantasías, deseos,
o sueños hambrientos de muerte, como ráfagas que propagan el fuego.
Nuestros sueños persiguen nuestra muerte y no la encuentran.
Aun así, por rápida que ésta sea, un tenue ardor se desvanece de nosotros,
mortecina luz que cae desde cielos remotos
cuando el oído está sordo
y la mirada se nubla.

Nunca más serás aquello que fuiste; ajeno al tiempo
te alejas; por eso ahora intento apresar tan sólo
un destello del triste sonido tu alma,
la sombra de tu espíritu fugaz, este pergamino cerrado
en el que pongo mi mano sin dejar que la muerte separe
mi espíritu de la comunión con tus versos.
Estos recuerdos y estas melodías
que abruman el fúnebre y oscuro umbral de las musas;
las saludo, las toco, las abrazo y me aferro,
con mis manos prestas a ceñir,
con mis oídos atentos al vago clamor
de aquellos que marchan por la vida vestidos de luto.

Yo soy uno de ellos, avanzando
ante hogueras que arden, apilada la tierra,
ofreciendo libaciones a la muerte y sus dioses,
haciéndoles una leve reverencia en medio de la fúnebre procesión de los hombres,
sin plegarias ni alabanzas,
brindando mis ofrendas a sus taciturnas majestades,
que de miel y esencias están sembradas mis tierras
mientras mis frutos se pudren en el gélido aire.
Como Orestes, deposité en tu sepulcro
un rizo de mi cabello desgreñado.

No hay manos capaces de traicionarte,
oh rey de cabeza encogida,
pues tu pálido resplandor basta para acabar con la misma Troya.
Engaños, mentiras: sobre este polvo tuyo ninguna lágrima habrá de brotar.
Nunca hubo llanto como el tuyo: que ahora los hombres
escuchen la dulce caída de tus lágrimas eternas
en las hojas abiertas de las páginas de los santos poetas.
Ni Orestes ni Electra se conduelen de tu suerte;
pero arrodillándose desde sus urnas inmemoriales,
las más altas musas de todos los tiempos
gimen por ti y hasta el mismo Dios en su corazón te añora.

Así, aun cuando aquí entre nosotros
Dios esconda su sagrada fuerza
y apague su luz
sin manifestar su música y su poder
con el suave ardor de canciones sonoras,
quiso sin embargo tocar tus labios con vino amargo
y nutrirlos con su agrio aliento.
Seguramente de sus manos el alimento de tu alma viene.
Las llamas que atemorizaron tu espíritu con su fulgor
al mismo tiempo lo iluminaron, alimentando tu corazón hambriento
así como al nuestro lo sacia con fama.

Y ahora, en el ocaso de tu alma,
el dios de todos los soles y canciones se inclina
para unir sus laureles con tu corona de cipreses.
Es Él quien guarda tu polvo de la culpa y del olvido.
Sabiendo todo lo que fuiste y eres,
compasivo, melancólico, sagrado en cada orilla del corazón,
lamenta tu muerte como la muerte de sus hijos
y santifica con extrañas lágrimas y ajenos suspiros
tu boca sin palabras, tus ojos enlutados,
y sobre tu yerta cabeza
deposita un último trazo de luz.

Desearía sollozar junto a ti en las orillas del Leteo,
abrazar con mis lágrimas su cambiante curso,
llegar hasta la escarpada colina donde Venus levanta su santuario,
la genuina Venus, no aquella que después fue cambiada
por Citerea y Ericina, perdiendo sus labios y su rostro
la divina risa de la antigua Grecia.

Un fantasma, un dios abyecto y lascivo:
tú también te postraste a su carne,
por ella entonaste plegarias
y te apartaste hacia una tierra desconocida
mientras ardían las sombras del Infierno.

Sé que ninguna corona brotará de estas flores;
que ningún saludo atraerá la luz.
Tan sólo un espíritu enfermo en medio de la noche dulce y olorosa,
los cansados ojos del amor con sus manos y su pecho estéril.
No hay remedio para estas cosas; ya no hay nada
por alcanzar o enmendar; ni siquiera nuestras canciones, querido amigo,
despejarán el misterio de la muerte asegurando la inmortalidad.
Mas no por ello dejaré de hacer música para ti
cubriendo tu polvo con rosas, hiedras o vides silvestres.
Así al menos depositaré un cetro
en el relicario donde moran tus sueños.

Descansa en paz. Si la vida fue injusta contigo, el destino te absolverá.
Si acaso fue dulce, debes agradecer y perdonar,
pues a no mucho más puede aspirar el hombre.
Aquel mortecino jardín donde día tras día tus manos entrelazaban estériles flores,
flores urdidas en el sigilo y la sombra;
en sus verdes capullos encontraste sufrimientos y abyecciones,
en sus grises vestigios el penetrante sabor del veneno.
Tú, con el corazón lleno de esperanza,
desataste pensamientos y pasiones desde lo más profundo de tus sueños;
pero ahora has partido, atravesado por la guadaña de la muerte
que a todos habrá de alcanzarnos
cuando nuestras vidas se agoten en la fúnebre corriente de los días.
Para ti, hermano mío,
alma sumergida en el silencio.

Recoge de mi mano esta guirnalda y despídete.
Delgadas son las hojas y baldíos los inviernos.
La tierra, nuestra madre fatal, se enfría a tu alrededor;
de sus entrañas brota la tristeza
y en medio de sus pechos asoma una tumba.
Mas, de cualquier modo, conténtate, porque tus días han acabado;
Ahora descansas en paz, sin turbulencias
ni visiones ni cantos que perturben tu espíritu.
Vaya este canto para ti, querido hermano,
sol inmóvil en donde todos los vientos se aquietan,
solitaria orilla en la que todas las aguas confluyen.

***
Algernon Charles Swinburne (Londres, 1837-1909)
Versiones de Armando Roa Vial

/

The Garden of Proserpine

*

Here, where the world is quiet;
         Here, where all trouble seems
Dead winds' and spent waves' riot
         In doubtful dreams of dreams;
I watch the green field growing
For reaping folk and sowing,
For harvest-time and mowing,
         A sleepy world of streams.

I am tired of tears and laughter,
         And men that laugh and weep;
Of what may come hereafter
         For men that sow to reap:
I am weary of days and hours,
Blown buds of barren flowers,
Desires and dreams and powers
         And everything but sleep.

Here life has death for neighbour,
         And far from eye or ear
Wan waves and wet winds labour,
         Weak ships and spirits steer;
They drive adrift, and whither
They wot not who make thither;
But no such winds blow hither,
         And no such things grow here.

No growth of moor or coppice,
         No heather-flower or vine,
But bloomless buds of poppies,
         Green grapes of Proserpine,
Pale beds of blowing rushes
Where no leaf blooms or blushes
Save this whereout she crushes
         For dead men deadly wine.

Pale, without name or number,
         In fruitless fields of corn,
They bow themselves and slumber
         All night till light is born;
And like a soul belated,
In hell and heaven unmated,
By cloud and mist abated
         Comes out of darkness morn.

Though one were strong as seven,
         He too with death shall dwell,
Nor wake with wings in heaven,
         Nor weep for pains in hell;
Though one were fair as roses,
His beauty clouds and closes;
And well though love reposes,
         In the end it is not well.

Pale, beyond porch and portal,
         Crowned with calm leaves, she stands
Who gathers all things mortal
         With cold immortal hands;
Her languid lips are sweeter
Than love's who fears to greet her
To men that mix and meet her
         From many times and lands.

She waits for each and other,
         She waits for all men born;
Forgets the earth her mother,
            The life of fruits and corn;
And spring and seed and swallow
Take wing for her and follow
Where summer song rings hollow
         And flowers are put to scorn.

There go the loves that wither,
         The old loves with wearier wings;
And all dead years draw thither,
         And all disastrous things;
Dead dreams of days forsaken,
Blind buds that snows have shaken,
Wild leaves that winds have taken,
         Red strays of ruined springs.

We are not sure of sorrow,
         And joy was never sure;
To-day will die to-morrow;
         Time stoops to no man's lure;
And love, grown faint and fretful,
With lips but half regretful
Sighs, and with eyes forgetful
         Weeps that no loves endure.

From too much love of living,
         From hope and fear set free,
We thank with brief thanksgiving
         Whatever gods may be
That no life lives for ever;
That dead men rise up never;
That even the weariest river
         Winds somewhere safe to sea.

Then star nor sun shall waken,
         Nor any change of light:
Nor sound of waters shaken,
         Nor any sound or sight:
Nor wintry leaves nor vernal,
Nor days nor things diurnal;
Only the sleep eternal
         In an eternal night.

~

In Memory of Charles Baudelaire

*

Nous devrions pourtant lui porter quelques fleurs;
Les morts, les pauvres morts, ont de grandes douleurs,
Et quand Octobre souffle, émondeur des vieux arbres,
Son vent mélancolique à l'entour de leurs marbres,
Certe, ils doivent trouver les vivants bien ingrats.

Les Fleurs du Mal.

I
Shall I strew on thee rose or rue or laurel,
      Brother, on this that was the veil of thee?
      Or quiet sea-flower moulded by the sea,
Or simplest growth of meadow-sweet or sorrel,
      Such as the summer-sleepy Dryads weave,
      Waked up by snow-soft sudden rains at eve?
Or wilt thou rather, as on earth before,
      Half-faded fiery blossoms, pale with heat
      And full of bitter summer, but more sweet
To thee than gleanings of a northern shore
      Trod by no tropic feet?

                            II
For always thee the fervid languid glories
      Allured of heavier suns in mightier skies;
      Thine ears knew all the wandering watery sighs
Where the sea sobs round Lesbian promontories,
      The barren kiss of piteous wave to wave
      That knows not where is that Leucadian grave
Which hides too deep the supreme head of song.
      Ah, salt and sterile as her kisses were,
      The wild sea winds her and the green gulfs bear
Hither and thither, and vex and work her wrong,
      Blind gods that cannot spare.

                            III
Thou sawest, in thine old singing season, brother,
      Secrets and sorrows unbeheld of us:
      Fierce loves, and lovely leaf-buds poisonous,
Bare to thy subtler eye, but for none other
      Blowing by night in some unbreathed-in clime;
      The hidden harvest of luxurious time,
Sin without shape, and pleasure without speech;
      And where strange dreams in a tumultuous sleep
      Make the shut eyes of stricken spirits weep;
And with each face thou sawest the shadow on each,
      Seeing as men sow men reap.

                            IV
O sleepless heart and sombre soul unsleeping,
      That were athirst for sleep and no more life
      And no more love, for peace and no more strife!
Now the dim gods of death have in their keeping
      Spirit and body and all the springs of song,
      Is it well now where love can do no wrong,
Where stingless pleasure has no foam or fang
      Behind the unopening closure of her lips?
      Is it not well where soul from body slips
And flesh from bone divides without a pang
      As dew from flower-bell drips?

                              V
It is enough; the end and the beginning
      Are one thing to thee, who art past the end.
      O hand unclasped of unbeholden friend,
For thee no fruits to pluck, no palms for winning,
      No triumph and no labour and no lust,
      Only dead yew-leaves and a little dust.
O quiet eyes wherein the light saith nought,
      Whereto the day is dumb, nor any night
      With obscure finger silences your sight,
Nor in your speech the sudden soul speaks thought,
      Sleep, and have sleep for light.

                            VI
Now all strange hours and all strange loves are over,
      Dreams and desires and sombre songs and sweet,
      Hast thou found place at the great knees and feet
Of some pale Titan-woman like a lover,
      Such as thy vision here solicited,
      Under the shadow of her fair vast head,
The deep division of prodigious breasts,
      The solemn slope of mighty limbs asleep,
      The weight of awful tresses that still keep
The savour and shade of old-world pine-forests
      Where the wet hill-winds weep?

                            VII
Hast thou found any likeness for thy vision?
      O gardener of strange flowers, what bud, what bloom,
      Hast thou found sown, what gathered in the gloom?
What of despair, of rapture, of derision,
      What of life is there, what of ill or good?
      Are the fruits grey like dust or bright like blood?
Does the dim ground grow any seed of ours,
      The faint fields quicken any terrene root,
      In low lands where the sun and moon are mute
And all the stars keep silence? Are there flowers
      At all, or any fruit?

                           VIII
Alas, but though my flying song flies after,
      O sweet strange elder singer, thy more fleet
      Singing, and footprints of thy fleeter feet,
Some dim derision of mysterious laughter
      From the blind tongueless warders of the dead,
      Some gainless glimpse of Proserpine's veiled head,
Some little sound of unregarded tears
      Wept by effaced unprofitable eyes,
      And from pale mouths some cadence of dead sighs —
These only, these the hearkening spirit hears,
      Sees only such things rise.

                            IX
Thou art far too far for wings of words to follow,
      Far too far off for thought or any prayer.
      What ails us with thee, who art wind and air?
What ails us gazing where all seen is hollow?
      Yet with some fancy, yet with some desire,
      Dreams pursue death as winds a flying fire,
Our dreams pursue our dead and do not find.
      Still, and more swift than they, the thin flame flies,
      The low light fails us in elusive skies,
Still the foiled earnest ear is deaf, and blind
      Are still the eluded eyes.

                              X
Not thee, O never thee, in all time's changes,
      Not thee, but this the sound of thy sad soul,
      The shadow of thy swift spirit, this shut scroll
I lay my hand on, and not death estranges
      My spirit from communion of thy song —
      These memories and these melodies that throng
Veiled porches of a Muse funereal —
      These I salute, these touch, these clasp and fold
      As though a hand were in my hand to hold,
Or through mine ears a mourning musical
      Of many mourners rolled.

                            XI
I among these, I also, in such station
      As when the pyre was charred, and piled the sods,
      And offering to the dead made, and their gods,
The old mourners had, standing to make libation,
      I stand, and to the gods and to the dead
      Do reverence without prayer or praise, and shed
Offering to these unknown, the gods of gloom,
      And what of honey and spice my seedlands bear,
      And what I may of fruits in this chilled air,
And lay, Orestes-like, across the tomb
      A curl of severed hair.

                            XII
But by no hand nor any treason stricken,
      Not like the low-lying head of Him, the King,
      The flame that made of Troy a ruinous thing,
Thou liest, and on this dust no tears could quicken
      There fall no tears like theirs that all men hear
      Fall tear by sweet imperishable tear
Down the opening leaves of holy poets' pages.
      Thee not Orestes, not Electra mourns;
      But bending us-ward with memorial urns
The most high Muses that fulfil all ages
      Weep, and our God's heart yearns.

                           XIII
For, sparing of his sacred strength, not often
      Among us darkling here the lord of light
      Makes manifest his music and his might
In hearts that open and in lips that soften
      With the soft flame and heat of songs that shine.
      Thy lips indeed he touched with bitter wine,
And nourished them indeed with bitter bread;
      Yet surely from his hand thy soul's food came,
      The fire that scarred thy spirit at his flame
Was lighted, and thine hungering heart he fed
      Who feeds our hearts with fame.

                            XIV
Therefore he too now at thy soul's sunsetting,
      God of all suns and songs, he too bends down
      To mix his laurel with thy cypress crown,
And save thy dust from blame and from forgetting.
      Therefore he too, seeing all thou wert and art,
      Compassionate, with sad and sacred heart,
Mourns thee of many his children the last dead,
      And hallows with strange tears and alien sighs
      Thine unmelodious mouth and sunless eyes,
And over thine irrevocable head
      Sheds light from the under skies.

                            XV
And one weeps with him in the ways Lethean,
      And stains with tears her changing bosom chill:
      That obscure Venus of the hollow hill,
That thing transformed which was the Cytherean,
      With lips that lost their Grecian laugh divine
      Long since, and face no more called Erycine;
A ghost, a bitter and luxurious god.
      Thee also with fair flesh and singing spell
      Did she, a sad and second prey, compel
Into the footless places once more trod,
      And shadows hot from hell.

                            XVI
And now no sacred staff shall break in blossom,
      No choral salutation lure to light
      A spirit sick with perfume and sweet night
And love's tired eyes and hands and barren bosom.
      There is no help for these things; none to mend
      And none to mar; not all our songs, O friend,
Will make death clear or make life durable.
      Howbeit with rose and ivy and wild vine
      And with wild notes about this dust of thine
At least I fill the place where white dreams dwell
      And wreathe an unseen shrine.

                           XVII
Sleep; and if life was bitter to thee, pardon,
      If sweet, give thanks; thou hast no more to live;
      And to give thanks is good, and to forgive.
Out of the mystic and the mournful garden
      Where all day through thine hands in barren braid
      Wove the sick flowers of secrecy and shade,
Green buds of sorrow and sin, and remnants grey,
      Sweet-smelling, pale with poison, sanguine-hearted,
      Passions that sprang from sleep and thoughts that started,
Shall death not bring us all as thee one day
      Among the days departed?

                           XVIII
For thee, O now a silent soul, my brother,
      Take at my hands this garland, and farewell.
      Thin is the leaf, and chill the wintry smell,
And chill the solemn earth, a fatal mother,
      With sadder than the Niobean womb,
      And in the hollow of her breasts a tomb.
Content thee, howsoe'er, whose days are done;
      There lies not any troublous thing before,
      Nor sight nor sound to war against thee more,
For whom all winds are quiet as the sun,
      All waters as the shore.

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