A veces amanezco con esa nostalgia. Sin calles que lleven mi nombre. A veces amanezco porque hay que amanecer sin sol que me pertenezca. A veces amanezco con los ojos abiertos. Con camino sin pisadas. Como un guijarro sin polvo del andar. Amanezco con ese vestido de colores de un acuático mercado disfrazada de normalidad: el correo, el dentista, las manos, los pies, los zapatos, el vestido, las sandalias, las hierbas naturales, el cansancio, los ojos cerrados, el dolor de cabeza, ese pecho que no sube y baja.
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Uno piensa en el café y en las galletas. En las mantas rojas de las casas prestadas. En las cocinas ajenas con el sonido de risas que no reconocemos. Uno piensa en el cuerpo que es uno y que uno es sólo un cuerpo. Uno ya no piensa. La vida es el sol que sale. El sol que se esconde. Sólo somos, somos sólo. No somos. Sólo hay un estar.
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Por hoy las guerras intestinas, los calabozos, los exilios forzados sangran adentro y no afuera. Doblada ante mí misma pierdo la capacidad de sufrir. Resuenan los tambores del paredón. Fusiles arriba. Fuego. Caen los muertos.
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No sé por qué a mí me toca dormir entre sábanas y almohadas y a otros soñar entre alaridos y llantos. Tengo esas heridas abiertas por donde entra el mundo y sus horrores.
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Un hombre muerto busca a otro hombre muerto que se esconde entre los eucaliptos. Olor a pino y a perros ladrando. El estiércol de las bestias. Quién cuida los zapatos mientras el agua fría quema los pies.
Clara Freire López (Caracas, 1965)
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