viernes, 19 de noviembre de 2021

luis chamizo / el nacimiento













I

    Bruñeron los recios nubarrones pardos
la luz del sol que se agachó en un cerro,
y las altas copas de los árboles
de un color de naranja se tiñeron.

A bocanadas el aire nos traía
    los ruidos de allá lejos
y el toque de oración de las campanas
    de la iglesia del pueblo.

Íbamos ambos juntos, en la burra,
    por el camino nuevo;
    mi mujer, muy malita,
    suspirando y gimiendo.

    Bandadas de gorriones montesinos
volaban, chirriando, por el cielo,
y volaban para el sol, que en los canchales
daba destellos de espejuelos.

    Los grillos y las ranas
    cantaban a lo lejos,
y cantaban también los petirrojos
    sobre las jaras y los brezos;
y, rodando, rodando, de las sierras
llegaba el dolondón de los cencerros.

    ¡Qué tarde más bonita!
    ¡Qué anochecer más bueno!
    ¡Qué tarde más alegre
    si fuéramos contentos!...
—No puede ser más —me dijo—, vete, vete
    con la burra al pueblo,
y vuélvete deprisa con la abuela,
    la comadre o el médico —.

    Y bajó de la burra poco a poco,
se arrellanó en el suelo,
juntó las manos y miró hacia arriba,
a los bruñidos nubarrones recios.

    ¡Dime, dejarla sola,
dejarla yo a ella sola como un perro,
    en medio de la dehesa,
    a una legua del pueblo...
    eso no! Desde la rama
    de arriba de un almendro,
    con sus ojos redondos
    me miraba un mochuelo;
un mochuelo con ojos vidriados
como los ojos de los muertos...
¡No tengo fuerzas para dejarla sola;
pero yo de qué sirvo si me quedo!

La burra, que roía los tomillos
    floridos del lindero,
careaba las moscas con el rabo;
    y dejaba el careo,
levantaba el hocico, me miraba
    y seguía royendo.

    ¡Qué pensará la burra
si es que tienen las burras pensamientos!

Me fui junto a mi Juana,
    me hinqué de rodillas en el suelo,
hice por recordar las oraciones
    que me enseñaron cuando pequeño.
    No tenía paciencia
    para hacer memoria de los rezos...
¡Quién podrá socorrerla si me voy!
¡Quién va a por la comadre si me quedo!

    Aturdido del todo volví los ojos
a los ojos redondos del mochuelo;
    y aquellos ojos verdes,
    tan grandes, tan abiertos,
que otras veces a mí me dieron risa,
    ahora me daban miedo.
    ¿¡Qué mirarán tan fijos
    los ojos del mochuelo!?

    No cantaban las ranas,
los grillos no cantaban a lo lejos,
las bocanadas del aire se aplacaron,
se asomaron la luna y el lucero,
no llegaba, rodando, de las sierras
    el dolondón de los cencerros...
¡Daba tanta quietud, mucha congoja!
¡Daba yo no sé qué tanto silencio!

    Me arrimé más a ella:
    le abrasaba el aliento,
    le temblaban las manos,
tiritaba su cuerpo...
y a la luz de la luna eran sus ojos
    más grandes y más negros.

Yo sentí que los míos chorreaban
    lagrimones de fuego.
    Uno cayó rodando,
    y, prendido en un pelo,
    en medio de su frente
    se quedó reluciendo.
    ¡Qué bonita y qué buena,
    quién pudiera ser médico!

    Señor: tú que lo sabes
    lo mucho que la quiero.
Tú que sabes que estamos bien casados,

    Señor, tú que eres bueno;
tú que haces que broten las simientes
    que echamos en el suelo;
tú que haces que granen las espigas,
    cuando llega su tiempo;
tú que haces que paran las ovejas,
    sin comadres ni médicos...
¿por qué, Señor, se va a morir mi Juana,
    con lo que yo la quiero,
    siendo yo tan honrado
    y siendo tú tan bueno?...

¡Ay! qué noche más larga
de tanto sufrimiento:
¡qué cosas pasarían
que decirlas no puedo!
Hizo Dios un milagro;
¡no podía por menos!

II

Todito lleno de tierra
    le levanté del suelo;
le miré muy despacio, muy despacio,
    con un poquito de respeto.
    Era un hijo, ¡mi hijo!,
hijo de ambos, hijo nuestro...
    Ella me lo pedía
con los brazos abiertos.
¡Qué bonita que estaba
llorando y sonriendo!

Venía clareando;
    se oían a lo lejos
    las risotadas de los pastores
    y el dolondón de los cencerros.
Besé a la madre y le quité a mi hijo;
    salí con él corriendo,
y en un regato de agua clara
    le lavé todo su cuerpo.
    Me sentí más honrado,
    más cristiano, más bueno,
bautizando a mi hijo como el cura
bautiza a los muchachos en el pueblo.

Tiene que ser campesino,
    tiene que ser de los nuestros,
que por algo nació bajo una encina
    del caminito nuevo.

    Dicen que el nacimiento es una cosa
que miran los señores en el pueblo:
    pues para mí que mi hijo
    lo tiene mejor que ellos,
que Dios hizo en persona con mi Juana
    de comadre y de médico.

    Así que nació besó la tierra,
que, agradecida, se pegó a su cuerpo;
y fue la misma luna
    quien le pagó aquel beso...
    ¡Qué saben de estas cosas
    los señores aquellos!
Dos salimos del chozo;
    tres volvimos al pueblo.
Hizo Dios un milagro en el camino:
    ¡no podía por menos!

***
Luis Chamizo (Guareña, 1894–Madrid, 1945) 
Versión de Raquel Madrigal Martínez

/

La nacencia

*

I

    Bruñó los recios nubarrones pardos
la lus del sol que s'agachó en un cerro,
y las artas cogollas de los árboles
d'un coló de naranja se tiñeron.

A bocanás el aire nos traía
    los ruíos d'allá lejos
y el toque d'oración de las campanas
    de l'iglesia del pueblo.

Íbamos dambos juntos, en la burra,
    por el camino nuevo;
    mi mujé, mu malita,
    suspirando y gimiendo.

    Bandás de gorrïatos montesinos
volaban, chirrïando, por el cielo,
y volaban pal sol, qu'en los canchales
daba relumbres d'espejuelos.

    Los grillos y las ranas
    cantaban a lo lejos,
    y cantaban tamién los colorines
    sobre las jaras y los brezos;
y, roändo, roändo, de las sierras
    llegaba el dolondón de los cencerros.

    ¡Qué tarde más bonita!
    ¡Qu'anochecer más güeno!
    ¡Qué tarde más alegre
    si juéramos contentos!...
—No pué ser más —me ijo—, vaite, vaite
    con la burra pal pueblo,
y güérvete de prisa con l'agüela,
    la comadre o el méico.

    Y bajó de la burra poco a poco,
s'arrellanó en el suelo,
juntó las manos y miró p'arriba,
pa los bruñíos nubarrones recios.

    ¡Dirme, dejagla sola,
dejagla yo a ella sola com'un perro,
    en metá de la jesa,
    una legua del pueblo...
    eso no! De la rama
    d'arriba d'un guapero,
con sus ojos reondos
    me miraba un mochuelo;
un mochuelo con ojos vedriaos
como los ojos de los muertos...
¡No tengo juerzas pa dejagla sola;
pero yo de qué sirvo si me queo!

La burra, que roía los tomillos
    floridos del lindero,
careaba las moscas con el rabo;
    y dejaba el careo,
levantaba el jocico, me miraba
    y seguía royendo.

    ¡Qué pensará la burra
si es que tienen las burras pensamientos!

Me jui junt'a mi Juana,
    me jinqué de röillas en el suelo,
jice po recordá las oraciones
    que m'enseñaron cuando nuevo.
    No tenía pacencia
    p'hacé memoria de los rezos...

¡Quién podrá socorregla si me voy!
¡Quién va po la comadre si me queo!
    Aturdío del tó gorví los ojos
pa los ojos reondos del mochuelo;
    y aquellos ojos verdes,
    tan grandes, tan abiertos,
qu'otras veces a mí me dieron risa,
    hora me daban mieo.
    ¿¡Qué mirarán tan fijos
    los ojos del mochuelo!?

    No cantaban las ranas,
los grillos no cantaban a lo lejos,
las bocanás del aire s'aplacaron,
s'asomaron la luna y el lucero,
no llegaba, roando, de las sierras
    el dolondón de los cencerros...
¡Daba tanta quietú, mucha congoja!
¡Daba yo no sé qué tanto silencio...!

    M'arrimé más pa ella:
    l'abrasaba el aliento,
    le temblaban las manos,
tiritaba su cuerpo...
y a la lus de la luna eran sus ojos
    más grandes y más negros.

Yo sentí que los míos chorreaban
    lagrimones de fuego.
    Uno cayó roando,
    y, prendió d'un pelo,
    en metá de su frente
    se queó reluciendo.
    ¡Qué bonita y qué güeña,
    quién pudiera ser méico!

Señó: tú que lo sabes
    lo mucho que la quiero.
Tú que sabes qu'estamos bien casaos,
    Señó, tú qu'eres güeno;
tú que jaces que broten las simientes
    qu'echamos en el suelo;
tú que jaces que granen las espigas,
    cuando llega su tiempo;
tú que jaces que paran las ovejas,
    sin comadres ni méicos...
¿por qué, Señó, se va morí mi Juana,
    con lo que yo la quiero,
    siendo yo tan honrao
    y siendo tú tan güeno?...

    ¡Ay! qué noche más larga
de tanto sufrimiento:
¡qué cosas pasarían
que decilas no pueo!
Jizo Dios un milagro;
¡no podía por menos!

II

Toíto lleno de tierra
    le levanté del suelo;
le miré mu despacio, mu despacio,
    con una miaja de respeto.
    Era un hijo, ¡mi hijo!,
hijo de dambos, hijo nuestro...
    Ella me le pedía
con los brazos abiertos.
¡Qué bonita qu'estaba
llorando y sonriendo!

Venía clareando;
    s'oían a lo lejos
    las risotás de los pastores
    y el dolondón de los cencerros.

Besé a la madre y le quité mi hijo;
    salí con él corriendo,
y en un regacho d'agua clara
    le lavé tó su cuerpo.
    Me sentí más honrao,
    más cristiano, más güeno,
bautizando a mi hijo como el cura
bautiza los muchachos en el pueblo.

Tié que ser campusino,
    tié que ser de los nuestros,
que por algo nació baj'una encina
    del caminito nuevo.

    Icen que la nacencia es una cosa
que miran los señores en el pueblo:
    pos pa mí que mi hijo
    la tié mejor que ellos,
que Dios jizo en presona con mi Juana
    de comadre y de méico.

    Asina que nació besó la tierra,
que, agraecía, se pegó a su cuerpo;
    y jue la mesma luna
    quien le pagó aquel beso...
    ¡Qué saben d'estas cosas
los señores aquellos!
Dos salimos del chozo;
    tres golvimos al pueblo.
Jizo Dios un milagro en el camino:
    ¡no podía por menos!

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