martes, 9 de noviembre de 2021

hans magnus enzensberger / de "el hundimiento del titanic"










Canto primero

Hay alguien que escucha muy cerca de aquí,
espera, retiene el aliento.
Dice: Es mi voz la que habla.

Nunca más, dice él,
va a estar todo tan tranquilo,
tan seco y cálido como ahora.

Se escucha a sí mismo
en su cabeza burbujeante.
Dice: No hay nadie más

aquí. Esta tiene que ser mi voz.
Espero, retengo el aliento,
escucho. El rumor distante

en mis oídos, antena
de carnes suaves, no significa nada.
Es tan sólo el latido

de la sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo
con el aliento retenido.

Rumor blanco en los auriculares
de mi máquina del tiempo.
Sordo zumbido cósmico.

Ni un sonido, ninguna llamada de auxilio.
La radio permanece muda.
O éste es el fin,

me digo, o es que
ni siquiera hemos comenzado.
¡Aquí, sí! ¡Ahora!

Se oye un rasguido, un crujir, algo
que se desgarra. Aquí está. Una uña helada
que araña la puerta y se queda quieta.

Algo cruje.
Un lienzo largo e interminable,
una inmaculada tela blanca

que se desgarra, lentamente al principio
y luego más y más de prisa,
se rasga en dos pedazos con un silbido.

Esto es el principio.
¡Escuchad! ¿No lo oís?
¡Agarraos bien!

Y regresa el silencio.
Sólo se oye un sutil tintineo
en los aparadores,

el temblor del cristal,
más y más tenue
hasta desaparecer.

¿Quieres decir que
eso fue todo?
Sí. Todo pasó.

Eso fue sólo el principio.
El principio del fin
es siempre discreto.

A bordo son ahora
las once cuarenta. Hay una grieta
de doscientos metros

en el casco de acero,
bajo la línea de flotación,
abierta por un cuchillo gigantesco.

El agua corre
hacia las escotillas.
Emergiendo treinta metros,

el iceberg pasa silencioso,
se desliza junto al barco resplandeciente,
y se pierde en la oscuridad.

~

Canto duodécimo

De ahora en adelante todo marchará según lo planeado.
El casco de hierro ya no palpita, las máquinas
permanecen quietas, el fuego se ha apagado hace tiempo.
¿Qué ocurre? ¿Por qué no avanzamos? ¡Escucha!
Alguien murmura en cubierta, rezando sus rosarios.
El mar es un cristal, negro, liso. Noche sin luna.
Por favor, no os preocupéis. Nada se ha roto a bordo,
ni un vaso, ni una copa de champán. Todos esperan
en pequeños grupos, sin hablar, inquietos, obedientes,
con abrigos de piel, batas y monos.
Los cables se enrollan, se les quitan los toldos
a los botes, se bajan los pescantes. Los pasajeros
parecen ligeramente drogados. Este músico, por ejemplo,
arrastra un violoncello por la interminable cubierta,
arañando y desgarrando los tablones,
y uno comienza a pensar: Deben de ser alucinaciones.
¡Mira, han disparado un cohete de señales!
Pero no es más que un débil silbido, una llama azulada
que surca el cielo y se refleja en rostros vacíos.
Silenciosos, ascensoristas, masajistas y panaderos se alinean en cubierta.
A bordo del California, un barcucho decrépito,
a doce millas de distancia, el telegrafista se vuelve
en su litera y se queda dormido.
¡Atención! ¡Las mujeres y los niños primero! ¿Por qué será?
Respuesta: We are prepared to go down like gentlemen.
Ya veo. Detrás quedan mil seiscientos. Una calma increíble
reina a bordo. Les habla el capitán. Son ahora las dos en punto,
y ordeno: Sálvese quien pueda. ¡Música, maestro!
El director de la orquesta levanta su batuta
para interpretar la última pieza.

***
Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, 1929) El hundimiento del Titanic. Barcelona: Anagrama, 1986.
Versiones de Heberto Padilla con la colaboración de Hans Magnus Enzensberger y Michael Faber–Kaiser

/

Erster Gesang

Einer horcht. Er wartet. Er hält
den Atem an, ganz in der Nähe,
hier. Ersagt: Der da spricht, das bin ich.

Nie wieder, sagt er,
wird es so ruhig sein,
so trocken und warm wie jetzt.

Er hört sich
in seinem rauschenden Kopf.
Es ist niemand da außer dem,

der da sagt: Das muß ich sein.
Ich warte, halte den Atem an,
lausche. Das ferne Geräusch

in den Ohren, diesen Antennen
aus weichem Fleisch, bedeutet nichts.
Es ist nur das Blut,

das in der Ader schlägt.
Ich habe lang gewartet,
mit angehaltenem Atem.

Weißes Rauschen im Kopfhörer
meiner Zeitmaschine.
Stummer kosmischer Lärm.

Kein Klopfzeichen. Kein Hilfeschrei.
Funkstille.
Entweder ist es aus,

sage ich mir, oder es hat
noch nicht angefangen.
Jetzt aber! Jetzt:

Ein Knirschen. Ein Scharren. Ein Riß.
Das ist es. Ein eisiger Fingernagel,
der an der Tür kratzt und stockt.

Etwas reißt.
Eine endlose Segeltuchbahn,
ein schneeweißer Leinwandstreifen,

der erst langsam,
dann rascher und immer rascher
und fauchend entzweireißt.

Das ist der Anfang.
Hört ihr? Hört ihr es nicht?
Haltet euch fest!

Dann wird es wieder still.
Nur in  der Wand klirrt
etwas Dünngeschliffenes nach,

ein kristallenes Zittern,
das schwächer wird
und vergeht.

Das war es.
War es das? Ja,
das muß es gewesen sein.

Das war der Anfang.
Der Anfang vom Ende
ist immer diskret.

Es ist elf Uhr vierzig
an Bord. Die stählerne Haut
unter der Wasserlinie klafft,

zweihundert Meter lang,
aufgeschlitzt
von einem unvorstellbaren Messer.

Das Wasser schießt in die Schotten.
An dem leuchtenden Rumpf
gleitet, dreißig Meter hoch

über dem Meeresspiegel, schwarz
und lautlos der Eisberg vorbei
und bleibt zurück in der Dunkelheit.

~

Zwölfter Gesang

Von diesem Augenblick an verläuft alles planmäßig.
Der stählerne Rumpf vibriert nicht mehr, still
liegen die Maschinen, längst sind die Feuer gelöscht.
Was ist los? Warum machen wir keine Fahrt? Man lauscht.
Draußen im Korridor werden Rosenkränze gemurmelt.
Die See ist glatt, schwarz, glasig. Mondlos die Nacht.
Oh, es ist nichts! Es ist nichts zerbrochen an Bord,
keine Vase und kein Champagnerglas. Man wartet
in kleinen Gruppen, wortlos, geht auf und ab,
im Pelz, im Schlafrock, im Overall, man gehorcht.
Jetzt werden Taue aufgerollt, Planen fortgezogen
von den Booten, Davits ausgeschwenkt. Es ist,
als hätten die Passagiere Tabletten geschluckt. Dieser Mann z. B.,
der sein Cello hinter sich herzieht über das endlose Deck,
man hört, wie der Sporn an den Planken kratzt,
immerzu kratzt, kratzt und man fragt sich: Wie
ist das nur möglich? – Ah! schau! eine Notrakete! –
Aber es ist nur ein schwaches Zischen, schon verpufft
am Himmel, im Widerschein die Gesichter bläulich und leer.
Still stehen Liftboys, Masseusen und Bäcker Spalier.
Auf der California, einem alten Kahn, zwölf Meilen weiter,
dreht sich in seinem Bett der Funker um und schläft ein.
Achtung Achtung! Frauen und Kinder zuerst! – Wieso eigentlich?
Antwort: We are prepared to go down like gentlemen. –
Auch gut. – Sechzehnhundert bleiben zurück. Die Ruhe an Bord
ist unvorstellbar. – Hier spricht der Kapitän. Es ist genau
zwei Uhr, und ich befehle: Rette sich wer kann! – Musik!
Zur letzten Nummer erhebt der Kapellmeister seinen Stock.

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