lunes, 1 de noviembre de 2021

eduardo espina / cuatro poemas













El nihilo
(La nada no sabe por qué )

*

La lírica del campo une los indicios,
una manera de querencia a querer el
apero del cuerpo pero recién su raza.
Queda, como corolario haría un año,
el principio perteneciente al paisaje.
No faltará al final dificultad infinita:
la belleza vendrá con dragones, verá
antes que venga la garúa a la unidad.
Hacia la excesiva inmortalidad de la
salamandra rueda natural, en cenizas
sale y asola la raya lacia del enigma.
Qué podría darse sino nombre antes
de melampos, de muestra de afectos
con ínfima mano siguiendo de largo.
Y duran lo que un lirio aún reunido,
lo que el aura oiría para que fuera él.
Lleva una vida su duración al jardín,
al ojal en las lilas sale seguidamente,
salva la voz por el bosque la quietud
de quienes mal se atreven a seguirla.
Será esa la inmensidad ¿de lo izado,
el intervalo de lábaros y la bandera
donde tal viento iba también antes?
Claro el clima a un costado al cabo
alababa la vaca con lado inefable y
tú, tema de mater conversa vestida
a los misterios que la muerte teme
hasta donde pudo vivir por delante.
Un ojo que podría haber sido hace
las paces, siente al iris con erizarlo,
rozando erraba al Sur nunca sabido.
Pero no todo fue tanto ni por estar
al atardecer mientras la trilla venía
enviando al país apilado, a la moza
que mal se asoma a la invisibilidad.
Va la ocarina al castor en esta causa,
alcanza el comienzo del cielo donde
falte acaso la boda al bosque debida
y de ida debía venir la vida dormida.
Hace rato que Occidente está quieto,
hace más de un sábado hizo un mes.
Trayendo edades diferentes, el reloj
regaña la blanca arenga por la cama,
junto al frijol, juntos, el general y la
gema: nadie intrigado para tratarlos.
Celajes, comisuras, unos con horas:
no decir nada, dejar la lengua vacía.
Por aquí el apero pende del empeño.
El silencio hace al azar a lo lejos, la
inexistencia de todas las otras cosas.

~

Sin taxis, sin Texas
(Canta del país el aprendiz) 

*

El efebo vence al chillido hechizado
por el aura oriunda; le dio por cantar 
villancicos patrios cuando nada cree 
que sea posible, se hinchó de paspar 
la apariencia que compartiría aparte 
del arte temido hasta por el alma tan 
por sentir con la lluvia al descubierto. 
Cuánta gota de la suya ganó desmayo 
en la llanura por venir delante, con el 
ojo amadejando a las lanas nupciales, 
y por serlo del murciélago dan miedo. 
Cuánto de todo ha sido insuficiente al 
salir a la calle para encontrarse ¡solo! 
Calla el rayo al caer, los murciélagos 
callan llamando la atención del viento. 
En el país vuelan ellos para las voces, 
tocan las cuitas al tambor del pericón. 
Anda que suenan, vihuelas y ukeleles, 
y en medio, la fibra lisa del muchacho. 
Canta que cantan, buen embutidor del 
mate amargo en caso de que lo ceben 
de Norte a Sur donde el sol se asoma. 
Canta tu dato para el dedo sin palacio. 
Canta muchacho para que mucho sea. 
Quién lo diría, la jauría deja vestigios, 
los hijos del pasajero eligen la lejanía. 
A menos leguas de un país hasta otro, 
la destreza del azar acerca al labriego, 
hace que esto sea como ha sido recién. 
El azur de la nación anuncia como un 
ánima nace en sábado de menos a más, 
y cada martes en manos de algo igual. 
Pocos por una payada lo hallarán oral 
de ser uruguayo porque su partida a la 
pleamar del mapa llegó con una niñez. 
De chico, recorría el país en persona y 
quienes le perdieron las pisadas no lo 
saben por existente en todas las razas 
sanas pues según asegura la partida de 
nacimiento y la sólida suerte del cielo, 
había nacido con la persona que ya era. 
Antes de ahora, cuando la nación suda 
y la Osa sale a morir en pollera callada. 
El país avisa de la belleza si aun es ella 
llamando a la puerta cuando nadie abre. 
¡Vaya chasqui vestido de viyelas, vaya 
a dormir la siesta jugando a la rayuela! 
Ah, esas cosas de los uruguayos dados 
cada día al misterio de los teros, dados 
a las achuras como yelmos cimarrones, 
canes de caza para pensar al carpincho, 
poniéndole a la cólera un bozal rabioso. 
Yo, me pregunto, ¿y si lo fueran, digo, 
también la tarde en que murió Artigas, 
pues sin él, no me imagino a las plazas, 
al mármol con su monumento a caballo? 
¿Podría haber un lugar donde ya es hoy, 
podría haber un país en el pensamiento? 
Y esas plantas, ¿en qué tanto pensaron? 
¿O piensan las palmeras morir primero? 
Contra las preguntas que les perdonan 
a las alamedas, me arrimo a las almas 
para ser del organismo, y un poco tan 
feliz de serlo: uruguayo, cuando ya no. 

~

Veo veo, ¿qué ves?
(Veo vulvas) 

*

Veo vulvas, de las que andan por ahí sin saber lo que dicen.
Vulvas de las que nadie ha visto, porque había una persona 
en medio, porque ese día estaba lloviendo, porque la madre 
estaba dormida mientras la duración tenia repercusiones, mi 
mano entre tanto, con su piraña en las uñas añadía algo débil 
como un goteo espeso con el cual alguno hizo dulce de leche. 
Veo vulvas afeitadas, de las que no tienen pelos en mi lengua, 
afeitadas para no sentirse solas hasta la saciedad del sinónimo 
por no saber bien qué significa estar atareadas como pie plano. 
Hay vulvas a las que nunca les dan una mano y son mancas en 
el placer, hacen lo que les da la gana, todo a regañadientes, las 
mismas que dejan caer en saco roto los pelos de algún orgullo. 
Veo vulvas de julias, de sarahs y susis, hasta de una tartamuda 
en otro idioma. Veo la vulva de Adriana. Una vez vi una gran 
vulva detrás de una ventana abierta: miraba como si lo supiera. 
No sé porqué, pero veo vulvas de silvias y son muchas silvias, 
una de ellas, con una vulva que volvió una noche, y yo estaba. 
Vulvas valientes y cobardes, vulvas incapaces de hacerle mal 
a nadie, ninguna nacida en Pennsylvania (una lástima), vulvas 
con óvulos y overol, algunas con olor violento, una con aroma 
a emanación mortal tal como la mamá la había traído a la vida. 
Otra vez vi la vulva de una madre que no era la mía, la vi y vi 
vulvas de susis y sallys, de alicias y soledades, de anicetas sin 
haber sabido quién les puso ese nombre, vulvas algo lóbregas, 
veo vulvas hasta cuando duermo, rezo y respiro, cuando como, 
cuando (también ahí veo) me pica la nariz o hablo por teléfono 
a un número equivocado, las veo cuando tengo ganas y cuando 
no porque no solo de vulvas vive el hombre, pero igual las veo 
cuando llueve, cuando recién paró, cuando una mujer parió un 
niño que no es mío, y si es una niña también veo la vulva suya, 
cuando alguien me pide una dirección para llegar a su casa y no 
sé dónde quedará esa calle, veo vulvas hasta cuando nos las veo. 
De cármenes, de maites, de luisas, de elisas (veo la de Elisa vida 
mía y me dan ganas de llorar de la nostalgia), de irenes y a la de 
sully la imagino ajena dando ahora vueltas por algún dormitorio. 
Vulvas, vulvas, vulvas, vulvas, vulvas, vulv… las veo ¡ahí van! 
y con ellas, aquella que una vez tuvo frío, vulvas que no saben 
hablar en voz baja y por eso nunca las invitan a ningún velorio. 
He visto vulvas en coma esperando el punto final de su clítoris, 
he visto otras que venían a ser parte de la tradición, pero ahora, 
veo vulvas pobres y ricas, nómadas y anónimas, largas y cortas, 
negras y blancas, y a tantas vulvas obesas cuyo tamaño varía lo 
mismo en invierno como en verano, aunque habrá que verlas en 
primavera, rodeadas de geranios y golondrinas, vulvas aladas y 
perfumadas, volarían así a una definición diferente apenas una 
fe las acompañe al año donde nacieron con una forma de alma 
imitada por la cual la belleza hubiera pagado hasta una fortuna. 
Vulvas con su traca traca, cargando un semen apuñalado por la 
espalda, castigo les deberían dar por andar cargando lo que no 
es suyo, un gajo de chiquetazos, cómo ha de ser posible, ni que 
fueran traileras transportando oro en su cóncavo semirremolque. 
Con vulvas así, no se puede, porque ponen en duda el camino a 
Sodoma amagando con amar al primer postor de su desparramo. 
Vulvas que al llegar a los veinte les cantaron las cuarenta, pues, 
pasado el tiempo, todas las vulvas terminan siendo la misma, ni 
una se salva, todas hacen camino al andar tan llenas de moscas, 
de no me acuerdo bien qué pasó en el pecado la noche anterior. 
Sudando en contra de la infelicidad salen al soleado universo a 
vivir con esa estética hasta que pueden y dicen colorín colorado 
esta historia ha terminado, arrepentidas de no saber lo que pasó. 
Vulvas de las que nadie nunca ha visto, invisibles hasta que las 
manos las hacen nacer al instinto en cada instante tan saludable. 
Vulvas con gusto a ceviche, alegres pero con un olor agrio (tal 
vez en su vida pasada pasaron días en algún yogurt), de las que 
fueron atrapadas in fraganti haciendo estragos en la entrada del 
tren fantasma, en su Parque Rodó uruguayo ¡tan lleno de ellas! 
mientras llegan como bueyes cargadas de ayes huidos del ayer. 
Hay quienes dicen que las vulvas son buenas, hay alguien que 
su vulva cambiaría por una nueva aunque viniera de muy lejos. 
En alguna parte habría que hacerle a la vulva una estatua, a esa 
usada en nombre de todas las otras, vivas y muertas aquí y allá. 
Sudor, ozono pino, pipas, altramuces, garbanzos salados, zotal, 
aura de la fotogenia y hasta estertores cumpliendo el papel del 
mal tilingo al quitarse de encima cuchiflates y guarrindonguis 
alaban la pelambre que la bordea para cumplir el papel de los 
días acuartelados vistos desde muy cerca, olfateando culta la 
circularidad de una verdad que si no fuera tan mal vista, bien 
podría servir como ablación en la corazonada de tenerla todo 
el tiempo cerca hasta que algo agobiada viniera a los minutos. 
La vulva esa escribe en su libreta de apuntes algo que todavía 
nadie sabe: “Las dificultades de mis tartamudeos tuvieron que 
ver con la tendencia que tenían los personajes antes de venir a 
mí”, pudiendo ser el personaje cualquiera que quisiera estar de 
acuerdo con la visita al tarambana cuando salió al raje, porque 
según una leyenda, el pabellón de baños del cuartel entraba en 
actividad al mismo tiempo que de aquí en más la blanda vulva 
se ponía facilonga, haciéndose la que no sabía nada pero sabía. 
La vulva que le había hecho un chantaje al Viejo Vizcacha, la
misma que por pura casualidad descubrimos donde no las hay 
hacía su aparición bajo las fibras del biguá y de la arboladura, 
había cumplido con un plan abotonado, nadaba en la leche del 
mar cuando valía la pena hacerlo por eso que todas las vulvas 
hacen, salir a las superficies para respirar, o para que las vean. 
Salgo al mundo y veo vulvas. Han venido a darme unas ideas. 

~

Equivocarse con la propia mano de uno 
(Un país apodado “guardapolvos”) 

*

Estamos en una playa en Yemen, donde las mujeres temen al semen.
Como en esta playa solo yacen yémenes, lo que más falta ¡es! semen. 
¿Cómo vivir sin, semen? Sería una charada, un badajo muerto debajo 
del pijamas, sería amar a la hija mayor del mayordomo aunque jamás 
mejore, pues en Yemen los meses vienen con menos semen a menos 
que en el mapamundi alguien diga, esto no es Yemen, es el medio de 
la nada como tú te la habías imaginado, seguramente antes que hoy o 
quién podrá decirlo al respecto, la nada, sin hijos, con playas de arena 
heroica hasta los pies, con una toalla enroscada a cada lado para llamar 
la atención del cielo porque el cielo del desierto se parece al del olvido, 
lo cual sería ideal, olvidarse de los sémenes hasta la semana que viene, 
igual, todavía es miércoles, mientras nacen los ceibos involuntarios al 
volver los bueyes del verano, ellos sí que semen tienen, incluso tienen 
para prestar a cambio cuando entran a la eternidad con el año anterior 
atravesando las huellas calladas desde ayer hasta hace mucho, aunque 
sea poco, tiempo que papá podría haber tenido si aun estuviera vivo, y 
mamá, que nunca quiso ir a Yemen pues allá, al semen todos le temen. 

***
Eduardo Espina (Montevideo, 1954)

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