Mariposa nocturna
*
se ha metido en mi aliento Apretados los labios
cómo voy a nombrarla
pregunta en espiral el aire de la boca
— sonriendo en un recodo está inventando
cómplices para vestir mis grietas—
dónde están dentro de este vacío
me pregunta sin aire buscando azules verdes
Contener esta búsqueda
esparcirla (al oscuro) con unos trazos blancos
gruesos le pido desde el pecho
~
Jornada tercera
*
El tren entra en la zona de recorrido sinuoso.
Hay curvas. No es el camino recto que habíamos
seguido. No solo curvas, también montículos que las
líneas emprenden. Esto sube, no peligra el mareo, son
poco pronunciadas y las líneas de luces acompañan al
carro en sus ondulaciones. El carro está vacío. Nadie
entra, nadie sale del carro. Nadie obedece a la línea
amarilla.
Siguen sentados los cuatro silenciosos. Yo también estoy
cansada. Qué hago aquí, ellos han dejado correr sus
devaneos sin decirme, sin preguntarme. Han sentido
calor cuando yo siento frío.
Y qué hace ella aferrada a la reja, los ojos fijos
pendientes del oscuro, qué ha visto que los otros no
vieron. Rígidos los dedos, qué ha visto con los dedos,
qué mal le aqueja en las pupilas que se abren, se dilatan,
inmensas como dos pozos de agua, chapoteantes
pupilas.
A veces parpadea, cambia de rumbo el ojo, parece
que no aguantara la visión, mueve los globos blancos
y aparecen acurrucadas dos pupilas, dos semillas
diminutas de amapola.
Aferrada a la reja insiste en que algo se mueve dentro.
Algo se mueve, hay un bulto que tiembla en un rincón,
hace un esfuerzo, guiña y allá al fondo ve algo que
oscila. Otro guiño, y sí, allí cuelgan pies y manos
atadas, deformado su cuerpo con una cuerda angosta
que se incrusta en la carne.
No hay pechos, también el rostro es una bulba bajo esa
red de cuerdas. No hay boca no hay mejillas, abajo un
vestido negro y al lado unos cabellos ¿O restos de un
pelaje? Hay un ronquido sordo, un estertor. Hay unas
medias negras desgarradas.
Oscila el cuerpo (un roedor pequeño se desliza allá
abajo), los bulbos presentan hendiduras, no solo de
las cuerdas, hay cortes, pequeñas zanjas, casi no las
percibe la mirada y hay dos incrustaciones en las puntas
rosadas, dos rubíes (¿O es otra cosa?), pero allí están,
destellando, por eso se llena la garganta del estertor
más ronco (¿Fue con vidrios cortantes? ¿Fueron clavos?
¿O trozos diminutos de metal?).
~
¿Será ya mediodía?
*
Alguien dice a mi oído que el tiempo camina a grandes pasos hacia mí, que ha llegado a su fin el tiempo de mi nombre,
¿renaceré en un color de la cauda pavonis?
Albus, blanco, final de esta ascensión
disolución de mi nombre
Ellas llorarán cuando me vean caer en pelusilla blanca al lado del quillay, no saben que el blanco no es el fin, Albedo no es la meta, es la luna: el plateado es el que será elevado al estado solar.
Albedo es el crepúsculo,
Rubedo la salida del sol,
del uno surge el otro cuando el fuego está al máximo:
blanco y rojo celebrarán sus bodas.
Ella mueve los labios y yo muevo los míos, me humedece la boca.
No es agua lo que quiero, le digo con los ojos,
escucha: las corrientes del Nilo arrastran una piedra,
si bajo al río, la tomo y la penetro hasta el fondo,
sacaré su corazón de piedra
y así podré llegar al instante donde ya no hay opuestos,
cada cosa, animal, ángel o humano contiene su contrario,
así como el mercurio rojo es, a la vez,
el veneno y su cura.
Soledad Fariña (Antofagasta, 1943)
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