Que no hubo Sena, Támesis, Moldava.
Que faltó un chapuzón en el río Prut
al cual atribuir una fiebre reumática
y el debilitamiento progresivo del miocardio.
Que ningún caudal hizo a la tierra edificable,
ni dejó pasar la historia, los pensamientos;
ni reveló la transparencia sonora de la realidad.
Que lo que hubo fue lenguaje cenagoso, ríos sin nombre
en los que se pegaban los corronchos de las piernas
o amenazaban con eso y daba espanto.
Que transcurrieron horas anudándolas
en la piscina la Culebrita
porque de perderse la cola de sirena
cada vez que pongas los pies en el suelo
sentirás un terrible dolor.
Que aguardaba por mí la poción químicamente pura
a cambio de besos sostenidos, apretados contra las piedras,
rodeados de culebras de agua dulce reclamando la voz.
Que pudo haber sido más leve la creciente,
el ruido de los rayos cayendo tan cerca de la curiara,
el agua picada, tan repleta de pirañas.
Y si la curiara se vuelca tan solo trata de alcanzar la orilla.
¿Cuál orilla? Si las pirañas buscándome las piernas
con hambre vieja, aguas abajo.
Pero deja el desaliento, corazón,
todavía nos queda el pericardio.
Océano y Tetis riñeron para toda la vida
con el único fin de darle estabilidad al mundo.
¿Qué vas a pedir tú?
Ofrece tu pesar al Aqueloo
y recuerda la belleza con que Sófocles
cantó a sus sombras oscuras.
Recuerda el río de Heráclito, las metamorfosis de Ovidio,
los ríos en que entramos y no entramos.
Y cómo somos y no somos los mismos.
Gabriela Kizer (Caracas, 1964)
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