La luz hierve debajo de mis párpados.
De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales,
surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas,
advierto látigos vivientes
y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos
en las bujías del amanecer. Así
arden en mí los significados.
He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario
cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja
en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar
la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.
Palomas. Atraviesan la inexistencia.
Hay huellas de pastor frente al abismo. Cóncavas.
Todo se explica en la imposibilidad.
Hay úlceras en la pureza, vamos
de lo visible a lo invisible.
En este error descansa nuestro corazón.
He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó sin esperanza.
Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.
Aún nieva. Creo en la desaparición.
Creo en la ira.
Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario