miércoles, 15 de febrero de 2023

juan gil-albert / dos poemas









Himno a la vida

*

Cuando eras una joven indefensa
con aquel cuello frágil levantando
la lozana cabeza en que esplendía
el amplio sol su dulce arrobamiento,
y cual pájaro o flor que nada teme
abre al espacio el curso de sus alas
o sus pétalos tiñe ardientemente
con el claro rubor de su existencia,
entonces te canté como si hermana
fueras de mi ilusión, y en tu regazo
fraternal vuelo alzaba contemplando
esa faz adorable. Era aquel tiempo
en que tus ojos garzos me miraban,
del color de los bosques, y surgías
toda tú cual un árbol silencioso
llevándome contigo lentamente
hacia la esbelta copa en que soñaban
las misteriosas aves matutinas.
Allí la transparencia deseada
de miles de deseos tentadores
brillaba como engaño delicioso,
y una invisible mano removía
mis cabellos cual eco prematuro
de los desordenados sentimientos
que el amor transportaba entre sus brazos.
¡Ah, lenta violencia de mi vida,
trastornadora gracia del abismo,
ese negro principio originario
que trepa con tu verde savia alada
el confín sin medidas! ¡Dónde fueron
los que como racimos se mecían
en nacarado aire, tallas ubres
de una vitalidad encantadora,
entre las hojas mágicas de fuego
de aquel festín? ¿En dónde han escondido
sus verdes oleadas de cenizas
esas fragantes rosas tentadoras,
como senos de virgen que se han ido,
dejando sobre el tallo que las tuvo
sólo una sombra gris y porfiada?
Tu color se ha mudado, criatura,
el encendido rostro del que vive
esa ascensión incólume y hermosa
pasa de aquel fulgor del oro vivo
a este gris terrenal que esparce ahora
sobre tu sien la angustia de unas alas.
Postreras alas, cumbres que nos llevan
hacia dentro en un vuelo inesperado,
por extrañas regiones invisibles,
más allá de los lindes de la tierra,
aquí en el fondo mismo del abismo
donde mi vida vive su existencia.
Vuelve hacia mí tus lágrimas sombrías,
fraternal resonancia de ancho seno,
antigua jovencilla ilusionada
cuyos largos cabellos aún evocan
aquella brisa errante. Ahora el hermano
tiende a tus pies las viñas de amargura
y en derredor los campos que florecen
leves lirios oscuros se preparan
a vernos enlazados como amantes
cruzar las blancas crestas de la tierra
por donde están las uvas que no apagan
el eterno sabor incandescente
de su fértil amargo. Allí te esperan
más que tus rosas, ¡oh hija de la carne!,
calladas violetas vespertinas
sobre las cuales vamos densamente
uno hacia el otro, amándonos confusos,
en el cálido soplo que nos lleva.

~

La melancolía

*

En los postreros días del invierno
las claras lluvias alzan del abismo
un velo luminoso. Despejados espacios
flotan sobre las aguas invernales,
y un recóndito prado verdeante
surge ligero. Entonces una sombra
graciosamente andando reaparece
hacia el claro horizonte derramada,
y tras su espalda se abren los rumores
de una ofrenda gentil. En sus tobillos
sopla la brisa el surco de su velo,
y cual aparición queda en las almas
de arrobamiento. Apenas alejada,
sombra o verdad que cruza melodiosa,
sentimos nuestros pies paralizados
por su espectro ligero, y en las plantas
de nuestra mansedumbre ya verdea
el pálido confín, y los arroyos
se vierten como música en la tierra.
Sagrada luz resbala en nuestros hombros
cual un tibio vestido y contemplamos,
como hijos del sol, la nube henchida
vagar y en la ceñosa peña abrirse
la llama de la rosa. Es, nos han dicho,
la dulce Primavera; id a los bosques
donde al pasar la oscura tentadora
ha quedado un temblor insatisfecho
entre las misteriosas aves frías
que pueblan esas bóvedas silvestres.
Joven es el amigo que acompaña
nuestro pasmado anhelo con su casto
corazón encendido; ya no sabe
si es amor o amistad la que enamoran
sus delicados ojos, y se turba
ante la hermosa vida revelada.
¡Cuán breve es la embriaguez para los hombres!
Hoy, cuando he visto a aquella que ensimisma
los terrenales campos y los llena
de un fulgor amoroso, fui delante
de la visión que antaño sedujera
mi mortal alegría y la vi extraña,
Con sus negros cabellos recogidos
por triste diadema, cual la sombra
de los que como el oro recordaba
brillar entre sus velos. Sus ropajes
cuelgan ensombrecidos con un gesto
de cansada arrogancia. No muy lejos
se oyó cantar la tórtola dolida
en íntimos coloquios, y la dama
miraba con intensa servidumbre
las frescas violetas germinando
entre las verdes hojas de la noche.
Al acercarme vi su frente blanca
de extenuación y dije: ¿Tú quién eres?
Soy la Melancolía.

***
Juan Gil-Albert (Alicante, 1904-Valencia, 1994)

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