Belzebuth
*
Mi alma, celeste columna de humo, se eleva hacia
la bóveda azul.
Levantados en imploración mis brazos, forman la puerta
de alabastro de un templo.
Mis ojos extáticos, fijos en el misterio, son dos lámparas
de zafiro en cuyo fondo arde el amor divino.
Una sombra pasa eclipsando mi oración, es una sombra
de oro empenachado de llamas alocadas.
Sombra hermosa que sonríe oblicua, acariciando los sedosos
bucles de larga cabellera luminosa.
Es una sombra que mira con un mirar de abismo,
en cuyo borde se abren flores rojas de pecado.
Se llama Belzebuth, me lo ha susurrado en la cavidad
de la oreja, produciéndome calor y frío.
Se han helado mis labios.
Mi corazón se ha vuelto rojo de rubí y un ardor de fragua
me quema el pecho.
Belzebuth. Ha pasado Belzebuth, desviando mi oración
azul hacia la negrura aterciopelada de su alma rebelde.
Los pilares de mis brazos se han vuelto humanos, pierden
su forma vertical, extendiéndose con temblores de pasión.
Las lámparas de mis ojos destellan fulgores verdes encendidos
de amor, culpables y queriendo ofrecerse a Dios; siguen
ansiosos la sombra de oro envuelta en el torbellino refulgente
de fuego eterno.
Belzebuth, arcángel del mal, por qué turbar el alma
que se torna a Dios, el alma que había olvidado las fantásticas
bellezas del pecado original.
Belzebuth, mi novio, mi perdición...
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Autodefinición
*
Soy Teresa Wilms Montt
y aunque nací cien años antes que tú,
mi vida no fue tan distinta a la tuya.
Yo también tuve el privilegio de ser mujer.
Es difícil ser mujer en este mundo.
Tú lo sabes mejor que nadie.
Viví intensamente cada respiro y cada instante de mi vida.
Destilé mujer.
Trataron de reprimirme, pero no pudieron conmigo.
Cuando me dieron la espalda, yo di la cara.
Cuando me dejaron sola, di compañía.
Cuando quisieron matarme, di vida.
Cuando quisieron encerrarme, busqué libertad.
Cuando me amaban sin amor, yo di más amor.
Cuando trataron de callarme, grité.
Cuando me golpearon, contesté.
Fui crucificada, muerta y sepultada,
por mi familia y la sociedad.
Nací cien años antes que tú
sin embargo te veo igual a mí.
Soy Teresa Wilms Montt,
y no soy apta para señoritas.
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Alta mar
De tanta angustia que me roe, guardo un silencio que se unifica a la entraña del océano.
En la noche cuando los hombres duermen, mis ojos haciendo tríptico con el farol del palo mayor, velan con el fervor de un lampadario ante la inmensidad del universo.
El austro sopla trayendo a los muertos cuyas sombras húmedas de sal acarician mi cabellera desordenada.
Agonizando vivo y el mar está a mis pies y el firmamento coronando mis sienes.
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Inquietudes sentimentales
I
La luz de la lámpara, atenuada por la pantalla violeta, se desmaya sobre la mesa.
Los objetos toman un tinte sonambulesco de ensueño enfermizo; diriase que una mano tísica hubiera acariciado el ambiente, dejando en él su languidez aristocrática.
Una campana impiadosa repite la hora y me hace comprender que vivo, y me recuerda, también, que sufro.
Sufro un extraño mal que hiere narcotizando; mal de amores, de incomprendidas grandezas, de infinitos ideales.
Mal que me incita a vivir en otro corazón, para descansar de la ruda tarea de sentirme vivir dentro de mí misma.
Como los sedientos quieren el agua, así yo ansío que mi oído escuche una voz prometiéndome dulzuras arrobadoras; ansío que una manita infantil se pose sobre mis párpados cansados de velar y serene mi espíritu rebelde, aventurero.
Así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas.
XIX
En la esquina de mi calle hay un buzón que nunca tiene asueto. Cada vez que me asomo a la ventana,
mis ojos tropiezan con él y le envían una mirada amistosa y compasiva.
¡Pobre buzón! ¡Qué ridículo parece con su cabeza eternamente al aire, recibiendo los azotes y crudezas de las cuatro estaciones! Su boca desdentada, invariablemente abierta, espera que introduzcan por ella esos papeles que llaman cartas, y que llevan todas las pasiones y tempestades humanas.
¡Cuántas amarguras habrán en el corazón de un buzón; cuántas amarguras y cuánta experiencia!
Pero el pobre, rígido buzón, no puede decir nada. Quien lo creó tuvo buen cuidado de dejarlo mudo.
Y allí está clavado en la esquina, impertérrito, conservando su apariencia servil, siempre rojo bajo el sol y bajo la lluvia.
Buzón: Yo comprendo tu alma sabia y resignada, tu pobre alma aprisionada en un feo tarugo de metal.
Cuando te apenes, y sientas que esos ojos, que no tienes, se humedezcan, piensa en tus hermanos los balcones y los faroles, y en tus hermanas las chimeneas y las veletas, que como tú, están esclavizadas sin recibir jamás otra caricia que la del viento, ruda a veces, pero caricia al fin.
Buzón, tú tienes mi piedad y la de todo ser que, como yo, te ha encontrado un alma.
Todas las tardes, después de morir el sol, llegaré a ti, y te deslizaré una carta diciéndote muchas cosas tiernas que aliviarán la carga de tu vida.
Cuida que el cartero no robe tu secreto. Mira, buzón, que los hombres son muy malos y hacen risa del amor más puro.
Teresa Wilms Montt (Viña del Mar, 1893-París, 1921)
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