sábado, 17 de diciembre de 2022

gabriela mistral / de "desolación"









El pensador de Rodin

*

 Con el mentón caído sobre la mano ruda,
 el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,
 carne fatal, delante del destino desnuda,
 carne que odia la muerte, y tembló de belleza,

 Y tembló de amor, toda su primavera ardiente, 
 y ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.
 El «de morir tenemos» pasa sobre su frente,
 en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.

 Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores.
 Cada surco en la carne se llenara de terrores. 
 Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte

 que le llaman en los bronces... Y no hay árbol torcido
 de sol en la llanura, ni león de flanco herido,
 crispados como este hombre que medita en la muerte.

~

Futuro

*

 El invierno rodará blanco,
 sobre mi triste corazón.
 Irritará la luz del día;
 me llegaré en toda canción.

 Fatigará la frente el gajo 
 de cabellos, lacio y sutil.
 ¡Y del olor de las violetas
 de Junio, se podrá morir!

 Mi madre ya tendrá diez palmos
 de ceniza sobre la sien. 
 No espigará entre mis rodillas
 un niño rubio como mies.

 Por hurgar en las sepulturas,
 no veré ni el cielo ni el trigal.
 De removerlas, la locura 
 en mi pecho se ha de acostar.

 Y como se van confundiendo
 los rasgos del que he de buscar,
 cuando penetre en la Luz Ancha,
 no lo podré encontrar jamás. 

~

Mis libros

*

 Libros, callados libros de las estanterías,
 vivos en su silencio, ardientes en su calma;
 libros, los que consuelan, terciopelos del alma,
 y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!

 Mis manos en el día de afanes se rindieron; 
 pero al llegar la noche los buscaron, amantes
 en el hueco del muro donde como semblantes
 me miran confortándome aquellos que vivieron.

 ¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,
 en donde se quedaron mis ojos largamente, 
 tienes sobre los Salmos como lavas hirvientes
 y en su río de fuego mi corazón enciendo!

 Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino
 y los erguiste recios en medio de los hombres,
 y a mí me yergue de ímpetu sólo decir tu nombre; 
 porque yo de ti vengo he quebrado al Destino.

 Después de ti, tan sólo me traspasó las huesos
 con su ancho alarido, el sumo Florentino.
 A su voz todavía como un junco me inclino;
 por su rojez de infierno fantástica atravieso. 

 Y para refrescar en musgos con rocío
 la boca, requemada en las llamas dantescas,
 busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas
 ¡y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!

 Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas, 
 pasar por su campiña más leve que era aliento,
 besando el lirio abierto y el pecho purulento,
 por besar al Señor que duerme entre las cosas.

 ¡Poema de Mistral, olor a surco abierto
 que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada! 
 Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada
 del amor y correr por el atroz desierto.

 Te recuerdo también, deshecha de dulzuras,
 versos de Amado Nervo, con pecho de paloma,
 que me hiciste más suave la línea de la loma, 
 cuando yo te leía en mis mañanas puras.

 Nobles libros, de hojas amarillentas,
 sois labios no rendidos de endulzar a los tristes,
 sois la vieja amargura que nuevo manto viste:
 ¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente! 

 Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa,
 apretaron el verso contra su roja herida,
 y es lienzo de Verónica la estrofa dolorida;
 ¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!

 ¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos, 
 que deshechas en polvo me seguís consolando,
 y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,
 junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!

 De la página abierta aparto la mirada
 ¡oh muertos! y mi ensueño va tejiéndoos semblantes: 
 las pupilas febriles, los labios anhelantes
 que lentos se deshacen en la tierra apretada.

~

Gotas de hiel

*

 No cantes; siempre queda
 a tu lengua apegado
 un canto: el que debió ser entregado.

 No beses: siempre queda,
 por maldición extraña, 
 el beso al que no alcanzan las entrañas.

 Reza, reza que es dulce; pero sabe
 que no acierta a decir tu lengua avara
 el sólo Padre Nuestro que salvara.

 Y no llames la muerte por clemente, 
 pues en las carnes de blancura inmensa,
 un jirón vino quedará que siente
 la piedra que te ahoga,
 el gusano voraz que te destrenza. 

~

El Dios triste

*

 Mirando la alameda, de otoño lacerada,
 la alameda profunda de vejez amarilla,
 como cuando camino por la hierba segada
 busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.

 Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto 
 por la alameda de oro y de rojez yo siento
 un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
 ¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!

 Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte
 Señor, al que cantara de su fuerza embriagada, 
 no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte
 tiene la mano laxa, la mejilla cansada.

 Se oye en su corazón un rumor de alameda
 de otoño: el desgajarse de la suma tristeza;
 su mirada hacia mí como lágrima rueda 
 y esa mirada mustia me inclina la cabeza.

 Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
 plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
 «Padre, nada te pido, pues te miro a la frente
 y eres inmenso ¡inmenso!, pero te hallas herido». 

~

La maestra rural

*

 La maestra era pura. «Los suaves hortelanos»,
 decía, «de este predio, que es predio de Jesús,
 han de conservar puros los ojos y las manos,
 guardar claros sus óleos, fiara dar clara luz».

 La Maestra era pobre. Su reino no es humano. 
 (Así en el doloroso sembrador de Israel).
 Vestía sayas fardas, no enjoyaba su mano
 ¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!

 La Maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
 Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad. 
 Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
 tal sonrisa, da insigne flor de su santidad.

 ¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
 largamente abrevaba sus tigres el dolor!
 Los hierros que le abrieron el pecho generoso 
 ¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!

 ¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
 el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
 del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
 pasaste sin besar su corazón en flor! 

 Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
 su nombre a un comentario brutal o baladí?
 Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
 ¡y en el solar de tu hija, de ella hay más que de ti!

 Pasó por él su fina, su delicada esteva, 
 abriendo surcos donde alojar perfección.
 La albada de virtudes de que lento se nieva
 es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?

 Daba sombra por una selva su encina hendida
 el día en que la muerte la convidó a partir. 
 Pensando en que su madre la esperaba dormida,
 a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.

 Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna;
 almohada de sus sienes, una constelación;
 canta el Padre fiara ella sus canciones de cuna 
 ¡y la paz llueve largo sobre su corazón!

 Como un henchido vaso, traía el alma hecha
 para volcar aljófares sobre la humanidad;
 y era su vida humana la dilatada brecha
 que suele abrirse el Padre para echar claridad. 

 Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
 púrpura de rosales de violento llamear.
 ¡Y el cuidador de tumbas, cómo aroma, me cuenta,
 las plantas del que huella sus huesos, al pasar!

~

Piececitos...

*

 Piececitos de niño,
 azulosos de frío,
 ¡cómo os ven y no os cubren,
 ¡Dios mío!
 ¡Piececitos heridos 
 por los guijarros todos,
 ultrajados de nieves
 y lodos!

 El hombre ciego ignora
 que por donde pasáis, 
 una flor de luz viva
 dejáis;
 que allí donde ponéis
 la plantita sangrante,
 el nardo nace más 
 fragante.

 Sed, puesto que marcháis
 por los caminos rectos,
 heroicos como sois
 perfectos. 

 Piececitos de niño,
 dos joyitas sufrientes,
 ¡cómo pasan sin veros
 las gentes! 

~

Amo amor

*

 Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
 late vivo en el sol y se prende al pinar.
 No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
 ¡le tendrás que escuchar!

 Habla lengua de bronce y habla lengua de ave, 
 ruegos tímidos, imperativos de mar.
 No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
 ¡lo tendrás que hospedar!

 Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
 Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar. 
 No te vale el decirle que albergarlo rehusas:
 ¡lo tendrás que hospedar!

 Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
 argumentos de sabios, pero en voz de mujer.
 Ciencia humana te salva, menos ciencia divina: 
 ¡le tendrás que creer!

 Te echa venda de lino; tú la venda toleras.
 Te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
 Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
 ¡que eso para en morir! 

~

El amor que calla

*

 Si yo te odiara, mi odio te daría
 en las palabras, rotundo y seguro;
 pero te amo y mi amor no se confía
 a este hablar de los hombres, ¡tan oscuro!

 Tú lo quisieras vuelto un alarido, 
 y viene de tan hondo que ha deshecho
 su quemante raudal, desfallecido,
 antes de la garganta, antes del pecho.

 Estoy lo mismo que estanque colmado
 y te parezco un surtidor inerte. 
 ¡Todo por mi callar atribulado
 que es más atroz que el entrar en la muerte! 

***
Gabriela Mistral (Vicuña, 1889-Nueva York, 1957) Desolación. Nueva York: Instituto de Las Españas en Estados Unidos, 1922.

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