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¡Cuántos libros, Dios y que poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca dando antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien aros, en diez, en veinte ¡qué quedará de todo esto! Quizás solo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy e idos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.
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9
Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye aquello que no puede destruirnos.
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12
La historia es un juego cuyas reglas se han extraviado. Filósofos, antropólogos, sociólogos y políticos las buscan, cada cual por su lado, de acuerdo a sus intereses o a su temperamento. Pero solo encuentran retazos de ellas. La tentativa más coherente para rescatar los principios de este juego es probablemente el marxismo. Pero no la única ni la definitiva. Será completada, rectificada, incluso rebatida, pero habrá cumplido una función de esclarecimiento. Mientras no surja otra explicación habrá que aceptarla, pragmáticamente. Lo terrible sería que después de tantas búsquedas se llegue a la conclusión de que la historia es un juego sin reglas o, lo que sería peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final son impuestas por el vencedor.
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20
Habituados a la ciudad, ignoramos, hombres de esta época, todas las formas de la naturaleza. Somos incapaces de reconocer un árbol, una planta, una flor. Nuestros abuelos, por pobres que fuesen, tuvieron siempre un jardín o una huerta y aprendieron sin esfuerzo los nombres de la vegetación. Ahora, en departamentos u hoteles, no vemos sino flores pintadas, naturalezas muertas o esas raquíticas plantas de macetas que parecen sembradas por peluqueros.
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El mundo no está hecho para los niños. Por ello su contacto con él es siempre doloroso, muchas veces catastrófico. Si coge un cuchillo se corta, si sube a una silla se cae, si sale a la calle lo arrolla un automóvil. Es curioso que en tantos miles de años de civilización no se haya hecho prácticamente nada para aliviar o solucionar este conflicto. Se han inventado los juguetes, es cierto, que es un mundo miniaturizado, al uso y medida de los niños. Pero éstos se aburren de sus juguetes y, por imitación, quieren constantemente disponer de las cosas de los adultos. Con qué decisión y espontaneidad se precipitan hacia su adultez, qué obstinación la suya en mimar a sus mayores. Y a costa del dolor, aprenden. Su condición para progresar es justamente estar en contacto permanente con el mundo adulto, con lo grande, lo pesado, lo desconocido, lo hiriente. Sería lo ideal, claro, que vivieran en un mundo aparte, acolchado, sin cuchillos que cortan ni puertas que chancan los dedos, entre niños. Pero entonces no evolucionarían. Los niños no aprenden nada de los niños.
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Viajar en un tren en el sentido de la marcha o de espaldas a ella: la cantidad física de paisaje que se ve es la misma, pero la impresión que se tiene de él es tan distinta. Quien viaja en el buen sentido siente que el paisaje se proyecta hacia él o más bien se siente proyectado hacia el paisaje; quien viaja de espaldas siente que el paisaje le huye, se le escapa de los ojos. En el primer caso el viajero sabe que se está acercando a un sitio, cuya proximidad presiente por cada nueva fracción de espacio que se le presenta; en el segundo, solo que se aleja de algo. Así, en la vida, algunas personas parecen viajar de espaldas: no saben dónde van, ignoran lo que las aguarda, todo los esquiva, el mundo que los demás asimilan por un acto frontal de percepción es para ellos solo fuga, residuo, pérdida, defecación.
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Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad, capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.
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Lo extraño, en nuestro cuerpo, es la sumisión a las reglas de la simetría. Tenemos dos ojos, dos orejas, dos orificios nasales, dos series de dientes numéricamente exactos, dos amígdalas, dos clavículas, dos bronquios, dos pulmones, dos omóplatos, dos tetillas, dos brazos, dos riñones, dos caderas, dos nalgas, dos piernas, dos testículos, dos manos, dos pies, dos juegos de costillas. ¿Quién habrá implantado este orden binario que parece calcado sobre un pensamiento previsor? ¿Qué relación hay además entre estos órganos o miembros repetidos y los únicos como la lengua, el esófago, el estómago, el corazón, el hígado, el falo, el ano? Somos una combinación de lo solitario y de lo doble, lo que parece indicar que quien nos inventó dudó y al final, sin saber qué partido tomar, optó un poco al azar por el eclecticismo.
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Imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma fiará los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué?
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Me despierto a veces minado por la duda y me digo que todo lo que he escrito es falso. La vida es hermosa, el amor un manantial de gozo, las palabras tan ciertas como las cosas, nuestro pensamiento diáfano, el mundo inteligible, lo que hagamos útil, la gran aventura el ser. Nada en consecuencia será desperdicio: el fusilado no murió en vano, valía la pena que el tenor cantara ese bolero, el crepúsculo fugaz enriqueció a un contemplativo, no perdió su tiempo el adolescente que escribió un soneto, no importa que el pintor no vendiera su cuadro, loado sea el curso que dictó el profesor de provincia, los manifestantes a quienes dispersó la policía trasformaron el mundo, el guiso que me comí en el restaurant del pueblo es tan memorable como el teorema de Pitágoras, la catedral de Chartres no podrá ser destruida ni por su destrucción. Cada persona, cada hecho es el nudo necesario al esplendor de la tapicería. Todo se inscribe en el haber del libro de cuentas de la vida.
Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) Prosas apátridas. Lima: Seix Barral, 2019.
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