martes, 5 de mayo de 2020

agustín fernández mallo / tres poemas













Detectan su fin, van haciéndose transparentes los cuerpos, ves cómo
se funden con el paisaje —ves a través de ellos el paisaje—.

Es paradójico porque más que nunca la carne reivindica en esos
momentos su porqué

—una flecha se clava en el aire y se hace aire y luego telón y cae y
levanta un polvo sin propietario—.

Ya nadie se llamará como yo,
me dijo.

~

4.30 de la madrugada, no podía dormir,
como si hubiera perdido la fe en el sueño.
Nunca fui el hombre que él creyó ser, pero sí
en el que hasta el final confió heces y sueños.
Caminé doce kilómetros hasta el inicio del valle
            —pasa un animal, dentro un humano que me mira y
                                                                        [desaparece—,
no sé qué significa que a un grupo de casas no llegara la Guerra
pero sí Internet. Mi hermana mayor me pregunta
por qué no como fruta, le digo que no me gusta
usar el cuchillo antes del crepúsculo. Acumulo cosas
que no me necesitan, tampoco la lluvia cae sola,
la conduce su peso. Valle (definición, Geol.): depresión más larga
que ancha. Los árboles derrochan clorofila,
la puntas de las hojas anotan frases
abstractas como tu caligrafía, un cuerpo empieza
en cualquier parte y termina también en cualquier parte.
Donde la luz crece ordinaria los niños van haciendo
ablaciones a las flores, era verano. La fruta, muda,
nos parece ahora un búnker.
No era aquello la lógica de los malos poemas:
saquear tu intimidad sin ofrecer nada a cambio.
Y de pronto la urna, cilíndrica, azul mate, del mismo color
que las cenizas que iban dentro.
Abrimos la losa de mármol,
apenas unos centímetros,
eché una mirada dentro
       —la linterna del acomodador barre el patio de butacas
     y lo ensucia para siempre—.
Como aquel gato que dentro de una caja estaba vivo
y muerto al mismo tiempo.
El radio de esta noche no es
la mitad de su diámetro.

~

La carretera parecía un rostro rotulado por un cirujano,
las casas techadas con centeno sobreviven
2 veces más que las techadas con trigo: resucitan.
La Edad de Bronce, la Edad de Silicio,
la Edad de Estiércol. El escarabajo refuta la idea
de que el avión pequeño reposta en el más grande, la ventisca
—no obstante agosto—
echa por tierra la idea de que llevas un sistema solar
en el centro del corazón. Una señal informa:
pendiente del 10 % y le añado un 0 y me hundo
verticalmente en este asfalto antiguo y excéntrico.

«Esta tarde, estábamos en los postres, hundí la cuchara en la tarta
al whiskey, pensé en una pareja pescando en el lago Tahoe, y casi
me hace estallar en lágrimas», me ha escrito hoy un amigo.

La memoria evoluciona hacia una apariencia
de molusco pero no termina de abrir su concha
ni brindar su vulva. Cosas
que sólo pueden ser vistas en la oscuridad.

Años atrás, en el centro de otras calles
ordinarias como novelas, sentada en un portal
una pareja comía patatas fritas de una misma bolsa.

***
Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967)

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