jueves, 15 de junio de 2023

silvia ardévol / de "eros y otros trazos"













Parecerían malos tiempos para el amor. Incluso el desamor, que tantas obras literarias de envergadura nos había regalado a lo largo de los siglos, parece haberse convertido en algo mucho más banal. Como si Eros se hubiera cansado un poco, después de tantos siglos de dar guerra, de disparar sus flechas sin ton ni son, y ni se parara a recogerlas y dar a las pequeñas tragedias la solemnidad que merecerían. Si la humanidad participara en realidad de algo llamado progreso, tal vez el aspecto más importante en el que demostrar su avance sería en el de entender más y mejor que ese disparo no es tanto fruto de un azar intempestivo sino de un arte lento y cultivable con el que irnos engarzando al mundo. Sin esa visión del amor como algo de una envergadura que exija mimo y dedicación, por defecto va permeando esta otra difundida por famosos que hasta cantan canciones sacudiendo sus trapos sucios y tienen a millones de personas pendientes de culebrones baratos que no deberían importar más que a sus protagonistas.

Eros era de otra calaña más profunda, aunque también sea un dios tan contradictorio. Volver a sus orígenes puede servir para arrojar un poco más de luz hacia las aparentes paradojas de este dios que tantas alegrías y tantos quebraderos de cabeza sigue propiciando.

¿De dónde surge, según el relato griego? Cuenta Sócrates en El Banquete de Platón que Eros fue concebido en la fiesta que se celebró por el nacimiento de Afrodita cuando Penia, diosa de la pobreza y de la carencia que había venido a mendigar a ver si le caía algo, se encontró con Poros, dios de la abundancia, totalmente borracho y se acostó con él. Relato poco idílico de los orígenes del amor. Y menuda combinación, pues por parte de madre, el hijo hereda esta permanente sensación de carencia, como si al amor le faltara siempre algo. Pero la recursividad, la riqueza heredados del padre vienen contínuamente a resarcir esa falta, con desbordamiento y plenitud. De ahí la naturaleza movediza de este sentimiento tan cotizado, de ahí esa escasez y esa anegación alternados que no dejan paladear con serenidad continuada la presencia de ese dios concebido el día que se festejaba el nacimiento de la belleza. Tal vez porque también hay hermosura en esta paradoja de que el amor nos deje permanentemente con ganas de más, y que, cuando el más llega, vengan las inundaciones y no sepamos ni qué hacer con ello.

Ser conocedores de los orígenes de esta naturaleza variable del dios por excelencia tendría que hacer que no fuera tan complicado resolverse a compensar con una mayor entrega las escaseces posibles de este sentimiento tan preciado de experimentar y de recibir. Además, Eros es un dios que no necesita devotos en el sentido estricto de la palabra, ni tiene del judeocristianismo esta obsesión por la exclusividad. Pero sí le gusta que uno se familiarice con sus caminos, que los camine mucho, y haga de su vivir un trazado permanente por sus distintas moradas. Erich Fromm tituló uno de sus libros El arte de amar, elevándolo a la categoría de lo creativo, y es bien sabido que para el ejercicio de cualquier arte, para aspirar a la excelencia en su ejecución, hace falta un dominio de la teoría pero también un dominio de la práctica. En este caso amar mucho. Amar más. Y, aunque ser el receptor de los afectos de otros sea un auténtico gustazo, el gran acto de creatividad consistiría en ser uno mismo el dador de los mismos. La grandeza del amor tendría más que ver entonces en sentirlo, en sentirlo mucho y entregarlo más. “If equal affection cannot be/ Let the more loving be me.” Así lo dijo poéticamente W.H. Auden, sabiendo que, en amar más, en amar mejor, uno siempre sale ganando.

A amar se aprende amando, amando mucho y amando bien. Acción permanente en la fiesta de los gerundios. Como sucede con el garbo, que se demuestra andando, el amor superlativo se demuestra y se hace grande nada más y nada menos que amando. Eso sí, que las dichos no nos quiten la cantidad por la calidad que queremos las dos cosas. Quiéreme tanto y quiéreme mejor. Y que no nos enreden los relatos de saldo de historias de amor de pacotilla que inundan los medios. El amor era otra cosa, labrable, resonante, con sus sufrimientos terribles pero también con sus dichas incomparables.

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Silvia Ardévol (Barcelona, 1978) Eros y otros trazos. Sevilla: La Isla del Siltolá, 2022.

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