En la crespa cabeza de Nicea
el rojizo gusano de la muerte de abre,
y ciego y mudo en su cuerpo diáfano
envuelve mozas, jóvenes y abajo
destila el alma lenta y hondamente
en su vientre sin fondo hez ligera.
Y erguido en las troneras esta noche,
en las barrosas, densas agua del Éufrates,
de la inmortalidad en favorable abrazo,
mira expirar al que-domina-al-mundo.
Lloran y gimen los veteranos en los patios.
A la brisa fragante del crepúsculo
las galeras reales en el puerto, las
rodamundas, macedonias águilas
y corceles, mujeres, centinelas
loran, miran arriba la ventana.
A los oscuros dioses de la tierra
ofrenda, se ha doblado su cabeza,
esa su rubia cabeza sagrada,
y la inmortalidad, viuda, acaríciala.
Y en el vértigo de la desesperación
Asia golpea su moreno pecho
tan grande, y doblado un cirio tiene.
Silente e inclinada en la lanza erguida,
despides a tu hijo para siempre, ¡oh hijo!
Y el joven, pálido en el lecho de oro,
heliotropo sin sol – rinde el espíritu.
Montes, castillos, tierras, ríos, hombres,
- vestigio de un sueño, rocío en el cabello –
la feroz caminata por los llanos.
Y en torno de sus sienes laureadas
sopló la brisa leve de Caronte
y todo al punto desapareció
del infinito en el oscuro embudo.
Una blanca paloma de-huesos-de-nube
con su mensaje de aire se esfumó;
hálitos de perfume y una cesta
de azules medicinas fue olvidada.
Ya ha anochecido y silbó el pastor
y al abismo rodaron las pasiones.
El gran cuerpo alivióse, y el espíritu de-garras-aquilinas,
cual tortuga a la tierra desde lo alto
desde las nubes del engaño suéltala
muellemente en medio del combate
del tiempo mal-preñado, y se acaba.
La vida en vano, adornada gorgona
en los piélagos glaucos, engañosos,
- turgentes pechos, sueltos los cabellos,
- cuelgas de falos, dioses en su pecho –
ríe y lo llama otra vez a su seno.
Sobre el hermoso cuerpo inanimado
el conductor sus alas aquilinas
despegó de la tumba de la carne,
las extendió para partir anocheciendo.
De la envoltura efímera despídese
- aún un débil hálito lo envuelve
y una ligera embriaguez seductora.
“Adiós, adiós!” Y de la vida en el relámpago
presuroso el espíritu se esfuerza
por libar, como miel preciosa y densa,
las más grandes, profundas alegrías
que el vivir le entregó: incursiones sangrientas,
vértigos bulliciosos; cual granadas
estallan y se funden fortalezas;
en sangre las helénicas Niceas
de crespo pelo chapotean
y sin cinto lo abraza la Fortuna.
Anillos de humo azul todas las cosas:
pasan, se borran, sólo en la memoria
un pequeño recuerdo, mi Dios, ancla.
¿Dónde marchaba en la quemante plata
del desierto, y qué oso perseguía,
o era un rey o era feroz fiera
la inmortal agua en esa arena estéril?
Se moría de sed, dicen, y oía
hormiguear la corteza de la tierra.
Ya lo envolvía la dulzura de Caronte,
cuando dos higos frescos y dulcísimos
ve en una vieja higuera, en un barranco.
Y al cogerlos volvió a sentir correr
cual agua fría en laderas heladas
pura su juventud entre sus venas.
Pues aun en los vértigos de muerte
con feroz dicha lo recuerda el cuerpo.
Y otra vez, en solitarios soles,
- ¿acaso fuera un sueño? -, en una barca
tal vez de oro, remos de marfil,
paseaba quedo por sombríos parques,
la interior fuente de la dicha abrióse,
su corazón se desbordó: sus ojos
cierra veloz – no vaya a enloquecerse.
Muchos corceles relinchaban en la orilla,
turbas ondeaban como espigas densas
y etéreos palacios tremolaban
cual en sueño. Quizás cuento engañoso
pudiera ser o acaso ensueño malo,
y de un instante a otro va a cantar
de la alborada el ave rojiza.
Mas de improviso, ¡gran dicha!, la proa
entre fragantes plantas se internó
y así que hubo soplado la olorosa brisa,
temblaron ávidas del joven las narices.
De todos los botines de la guerra
esta fragancia sólo le quedó
y ahora vino fiel del viento en alas.
Clama “¡Auxilio!” el mozo agonizante,
pues, ay, mayor botín lo que anhelaba
oculta y hondamente en su recuerdo.
Mas en la horrible flecha de la muerte
bravuras dispersáronse y quedaron
sólo aromas y frutos en su pecho.
“Me ahogo”, gime, “no soporto ya el dolor.
Por las callejas vagaría yo, ¡ay de mí!
cual poetastro – desfallezco de vergüenza,
¡y sin pudicia alguna ejercería
de bufón para chanzas, y los ricos
que me echen a lamer las escudillas!”
Trata de oír, doblado sobre el pecho:
“De mis entrañas siento en lo profundo
un grande ejército y un feroz ataque!”
Con rabia aprieta el poderoso puño
hallar tratando en la negra escarcha
su anhelo más grande y recordarlo.
Y su memoria ciega a buscar lánzase;
se agita sobre aguas, montes, pueblos
y arroja su red como una araña.
Suenan adargas, dichas, fuegos; lucha
angustiado en la sima del olvido,
y de pronto subió del negro abismo
solo por la sedienta bajamar
un recuerdo sonoro que llenaba
la soledad de-voz-amarga del espíritu.
Cual lento río en un fulgor rosado,
el lucero reíase danzante,
y débil, pálido, y con negro velo
lenta en su patio una pequeña madre,
doblando su espigado joven porte,
mecía al niño en vacía cuna.
Y en la verdura nueva se vertía
como llovizna cálida de abril,
con su tierno rumor, el miroloï:
“Allí do vas, mi pequeña señora,
la prima prima noche en las tinieblas
¡cómo la pasarás?
En la terrible soledad del miedo,
el son amargo cae a sus entrañas;
lejos se oyó del leñador el hacha
los cipreses cortar para la pira.
Relinchó la milicia, y en los campos
rompen en llanto los corceles cual humanos.
Y con su espíritu el señor
con rico cortejo de la tierra vase –
dos higos en la mano como miel
y fragancia lejana de una albahaca
y un canto amargo, muy amargo canto.
Cual si fuera un poeta, la tragedia
su flor más elevada le arrojó
azulada, vacía, ¡dicha a él!,
y desde la tierra el insecto rosado
dándole bienvenida apareció.
Nikos Kazantzakis (Heraclión, 1883-Friburgo de Brisgovia, 1957)
Versión de Miguel Castillo Didier
Byzantion Nea Hellás 26, 2007.
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