Certero, como el que apunta al corazón dorado de la uva
te aposentas en mí.
Preciso como el aire de junio,
la infatigable luz que se adormece en la tarde
o el grito del flamenco desplazando inútiles ocasos.
Por ti salgo a encender la pira de los sueños
y a cosechar gardenias imposibles.
Las prendo a un pedazo de tronco fugitivo:
testimonio de ofrenda para el viento
—guerrero hecho de vidrio por el que se despeina
lánguidamente el árbol de un crepúsculo enfermo.
Porque llegas aquí,
porque estás en el bosque del prodigio al comienzo
de una ternura más redonda que un disco de diamante
y más pura que el canto de un canario que tiembla
y se deshace al pie de una ventana de alcanfores.
Por eso, amigo mío, voy a pulir mis manos en tu rostro.
Porque estás aquí en ti yo creo.
Creo en la llamarada de la tierra
y en el fulgor de un lago que te escucha
que se hace cada vez más transparente.
Quiero saberlo todo: lo que se esconde detrás
de la violencia de tus ojos,
lo que hay bajo la cuerda tensa de tu piel.
Para decir el nombre de las cosas, la palabra precisa,
la que en ti permanezca, la que te diga buenos días
y te descubra el vuelo de la dicha, la orilla de los besos
circundados apenas por una lágrima cuidadosamente amaestrada:
voy a iniciar la huida del silencio.
Antes que acabe el alba de seducirme con sus hojas de oro,
antes que el viejo árbol empiece a corretear a los conejos,
detendré la mirada en la resurrección de una esperanza
que se tienda a tu lado como un largo animal adormecido.
Thelma Nava (Ciudad de México, 1932-Castlegar, 2019)
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