domingo, 6 de agosto de 2023

joão ricardo lopes / las gingko bilobas de hiroshima










Para Tsutomu Yamaguchi, ingeniero naval, el más célebre de los hibakusha

Para Akira Hasegawa, profesor, cuyo cuerpo y casa desaparecieron en el aire, como polvo de mariposas
.

después del terror fue preciso limpiar la ciudad.
los funcionarios imperiales venían por turnos,
metían las palas en los restos polvorientos de la piedra,
barrían el barro de un lado para el otro,
oían el viento gañir en las cenizas – lo peor de todo era
ese silbido del silencio, ese chillar del hierro en las aréolas sin cristal,
en los escombros de los puentes que bailaban como bisagras,
en las cabezas que morían más despacio que los demás órganos

los funcionarios del imperio iban
y venían por turnos

a veces se quitaban y apretaban la gorra cargados de conmoción,
guardaban en pequeños sarcófagos de cedro
los esqueletos no enteramente consumidos por el gran fuego

fue necesario – fue necesario – reaprender
el mapa del pensamiento:
ahí estaba el zoológico, allí el colegio,
aquello – aquella sombra calcinada en el pavimento – una mujer
con el hijo en brazos

a veces se caía de rodillas en el lugar exacto
que había sido el escondite puramente intacto de un rito,
de un beso, de una despedida

nunca las palabras parecieron tan pocas en el escombro,
ni tan amargas,
ni tan dementes

meses sin cuenta se repitió el desmantelar, el olvidar,
el proseguir – lo peor de todo era
el hueso de la muerte,
el modo como ella abría de par en par la garganta
y permanecía

Ichiro Kawamoto, a quien Philip Levine dedicó
un poema portentoso, afirmaba que en la primavera del 46 sucedió
un milagro:
hacia mediados de marzo, algún verde soltó la lengua
en el paisaje infernal

– mirábamos y veíamos brotes salir de las ramas despedazadas
de las gingko bilobas,
renacían pequeñas puntas impregnadas de savia

y esto – pensaban los funcionarios del imperador –,
esto – pensamos nosotros – esto quería decir algo

***
João Ricardo Lopes (Azurém, 1977)
Versión de Raquel Madrigal Martínez

/

As gingko bilobas de Hiroshima

*

Para Tsutomu Yamaguchi, engenheiro naval, o mais célebre dos hibakusha

Para Akira Hasegawa, professor, cujos corpo e casa desapareceram pelo ar, como pó de borboletas

.

depois do terror foi preciso limpar a cidade.
os funcionários imperiais vinham em turnos,
metiam as pás nos restos polvorentos da pedra,
varriam a lama de um lado para o outro,
ouviam o vento ganir nas cinzas – o pior de tudo era
este assobio do silêncio, esse guinchar do ferro nas aérolas sem vidro,
nos escombros das pontes que dançavam como dobradiças,
nas cabeças que morriam mais devagar do que os outros órgãos

os funcionários do império iam
e vinham em turnos

às vezes retiravam e apertavam o barrete cheios de comoção,
guardavam em pequenos sarcófagos de cedro
os esqueletos não inteiramente consumidos pelo grande lume

foi preciso – foi preciso – reaprender
o mapa do pensamento:
ali era o zoológico, acolá a escola primária,
aquilo – aquela sombra calcinada no pavimento – uma mulher
com o filho ao colo

às vezes caía-se de joelhos no lugar exato
que havia sido o esconderijo puramente intacto de um rito,
de um beijo, de uma despedida

nunca as palavras se pareceram tão poucas no entulho,
nem tão amargas,
nem tão dementadas

meses a fio repetiu-se o desmantelar, o esquecer,
o prosseguir – o pior de tudo era
o caroço da morte,
o modo como escancarava ela a garganta
e permanecia

Ichiro Kawamoto, a quem Philip Levine dedicou
um poema portentoso, afirmava que na primavera de 46 aconteceu
um milagre:
aí por meados de março, algum verde soltou a língua
na paisagem infernal

– olhávamos e víamos brotos sair dos ramos espedaçados
das gingko bilobas,
renasciam pequenas pontas impregnadas de seiva

e isto – pensavam os funcionários do imperador –,
isto – pensamos nós – isto queria dizer alguma coisa

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