jueves, 18 de agosto de 2022

julia wong / elogio a la mujer ropero












Ella es una puerta abierta a una ciudad donde habitan
    animales hechos de sombra. Mientras ellos escarban,
    dejan que los paseantes o turistas encuentren los
    entierros secretos que hiciera la mujer ropero con aires
    de gaucha mexicana (una hibridez inusual). La mujer
    globo no existe.
Toda ella es un conjunto de gavetas, cajoncitos, escondrijos.
    En el tuétano sagrado de sus interiores se vinculan,
    entre mareas subterráneas y paredes de madera, sus
    brazos de helio y sus ramificaciones. Ellos parecen
    atrapar todo movimiento que ose cruzarse delante de
    ella. ¿De qué está hecha?... De alguna madera traída de
    cerca de Purmamarca. En su estómago rugoso guarda la
    furia de su fundación. La mujer de arena es un dibujo
    mal hecho.
Es tan grande y ancha como los cerros hambrientos de
    señales de paz y concordia. La mujer pacífica es una
    creación geométrica en la mente de un hombre gordo.
    Pensábamos que era de Bolivia, pero luego supimos
    que tenía más que ver con el norte de México y que se
    había perdido en Junín de los Andes por algunos años
Ella ha intentado reconstruirse varias veces en una
    clínica estética, y lo ha intentado con roble traído de
    una meseta, de una altura hirviente que no se podría
    conjugar con ánimos urbanos. La mujer sin tierra es
    una leyenda para asustar niños malcriados.
Y en el colmo, su madera se transforma aparatosamente
    en las noches, su inmensa cara y sus cicatrices
    naturales, parte de las nervaduras que vienen con
    ella de nacimiento, la hacen semejarse más a un ser
    gigantesco y vertiginoso que emula la sequedad de
    todos los misterios del norte de Pátzcuaro y de los andes
    bolivianos. La mujer globo no existe.
Su color bronce, marrón. Su intensa balada de ballena
    kilométrica que quisiera comerse el corazón de los
    humanos pequeños y pedestres, quienes van a la playa
    a gozar con sus cuerpos de carne y vísceras de hambre
    común.
La mujer ropero es la mujer gendarme, la mujer de los gastos
    exagerados en jabón y flores contra las supersticiones.
    Dicen que se baña en té y gaseosa verde. La mujer de
    arena ha sido soplada por el odio del viento.
De ella aprendo a amasar pan de papa y a hacer tamales de
    chocolate blanco.
La mujer ropero fue sacada de la misma montaña
    inamovible de la que nacen los milagros y los presagios
    más desaventurados, pero también algunas bendiciones.
Es un cuerpo que rebalsa el lago más alto de México o 
    del mundo y que dicta con sus huesos gigantes: soy la
    puerta al infinito.
De cada imagen fotografiada de la mujer ropero, sale una
    nueva intención de la vida y las arañas que colmarán los
    vericuetos andinos.
La mujer ropero guarda los cerros desde los bosques de
    Bohemia hasta los mares helados del sur. En ella, la
    puna, el icho y Reikiavik están bajo la misma llave.
A ella llegué cuando quedé tan enferma, de esa enfermedad
    de la sangre que la volvía blanca, que ningún hada
    madrina, hermana de las Valquirias, o princesas de
    Iquitos, ni los elefantes a dieta del sur de India, ni los
    lectores de novelas de amor hubieran podido curar. De
    uno de sus cajones, la mujer ropero sacó color en forma
    de niña y lo metió por la noche en mi vientre. La mujer
    sin tierra posee los pies grandes y ecuestres del tamaño
    del odio.
En quince meses, creó una niña que conocía todos los
    misterios de las estrellas y los empleados bancarios.
    La sola presencia de la niña curó la enfermedad de mi
    sangre.
Ahora, mi única obligación con la mujer ropero es limpiar
    sus gavetas una vez por año, aceitar sus bisagras,
    preguntarle, casi susurrando, si aceptaría que le compre
    líquido contra polillas o arrugas. Me ha pedido un
    espejo grande para poder ver su propia estatura y su
    color madera. Me ha pedido que en unos años, cuando 
    la niña que sacó de sus raíces haya crecido lo suficiente,
    hagamos de sus cajones un atado de leña y vayamos a
    Pátzcuaro a prender un fuego tan grande que todas las
    mujeres ropero de su tierra puedan ver la infinita alegría
    porque ha culminado el día y ella no se ha incendiado
    en su tamaño. La mujer buena y santa del tamaño de
    un globo no sabe bañarse en el mar.

***
Julia Wong (Chepén, 1965) La desmineralización de los árboles. Lima: Paracaídas Editores, 2014.

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