Coplas de Carmen Romero
*
Díselo, Carmen Romero,
dile que estamos aquí,
que él parece estar allí
y es aquí donde lo espero;
dile que ningún obrero
entiende que un presidente
mande guardias a su gente
en vez de mandar trabajo,
dile que va cuesta abajo
frente a la Cuesta de Enero,
díselo, Carmen Romero.
Dile que están encendidos
los faros de un pueblo oscuro,
dile que mire al futuro,
no a los Estados Unidos;
dile que estamos perdidos
en medio del capital,
que una rosa sin rosal
naufraga en las oficinas
dile que por las esquinas
anda el sueño prisionero,
díselo, Carmen Romero.
Dile tú, Primera Dama,
cuando hagas su equipaje,
que a veces también viajé
por los campos de Ketama
y dile, cuando la cama
anula la presidencia
y el amor dicta sentencia
contra todos los misiles,
que aún florecen a miles
banderas del sueño obrero,
díselo, Carmen Romero.
~
Paseo de los tristes
*
Entonces,
en aquella ciudad
o en la intuición primera, vaga, de su cuerpo,
el pensamiento aún flotaba en bucólicos careos,
en versos aprendidos sin historia
y no era posible amar
entre unas calles donde todo era sucio,
carne sin brillo,
cuando aún en el mar, la nube y las espigas
sin historia y sin tiempo, vanos,
estábamos durmiendo
o ignorando
esa gota de sangre que cuelga del amor
-su blanco cuello herido-,
ignorando la clase oscura en que nacimos,
sin consciencia de naves hundidas,
de rubios náufragos,
condenados a vivir una historia perdida
de explotación y soledad, de muerte enamorada,
sin saberlo.
Y sin embargo,
entre los autobuses, el gentío,
en la dulce ignorancia,
fue creciendo una luz
que nos hizo sentir un crujido brillante
después que allí, en la sórdida pensión
donde siempre se asilan viajeros sin destino,
gentes oscuras,
en un lugar sin esperanza,
dos cuerpos se sintieron indefensos
sudando en el asombro de la primera felicidad.
~
Lo que pueda contaros…
*
Lo que pueda contaros
es todo lo que sé desde el dolor
y eso nunca se inventa.
Porque llegar aquí fue una larga sentina,
un extraño viaje,
una curva de sangre sobre el río,
mientras todo era un grito
y ya se perfilaba resuelto en latigazos
el crepúsculo.
Las historias se cuentan con los ojos del frío
y algún sabor a sal y paso a paso
-lengua y camino-
porque la sangre se nos va despacio,
sin borbotón apenas,
desmadejadamente por los labios.
Las historias se cuentan una vez y se pierden.
Javier Egea (Granada, 1952-1999)
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