jueves, 30 de diciembre de 2021

jorge frisancho / dos poemas













Lo que el cuerpo no dice todavía

*
 
Habrá que ver quizá en el espectáculo de nuestros daguerrotipos
la simiente de un saber inexpresable, conseguido con tenacidad
en el trámite de estar, una presencia
que persista aún en el vacío de sus significandos
y declare, con palabras que no pueden ser nuestras, haber sido
ella misma lo que se recuerda: humo
donde hay cenizas, y cenizas
donde hay metáforas, y detrás de ellas nada
salvo el rastro del incendio tan frío en que se acaba
la experiencia de decirlas sabiéndolas desiertas, como una letanía
de ecos sin origen y sin probabilidad
                                                                           y sin embargo
hubo huesos, hubo glándulas, hubo irises y globos oculares
y las yemas de los dedos todavía se desangran, y los órganos palpitan
y hubo una irresuelta secuencia de disoluciones
de tantísima materia en el fluir de sus compuestos seminales,
el ácido pluvial de la memoria en que se desdibujan
los objetos y los cuerpos, y se hacen
una música fugaz en el oído, un brillo momentáneo
ante los ojos ciegos
                                            hubo húmeros
y ocasos, cuencas, bocanadas calcinantes
de la suave sensación de un tacto sobre las papilas, y deseos
que se alzaban de la ruina de la piel al conjugarse
en el verbo impreciso que los disimula, sin negarlos
                                                                                                    y hubo sombras
agolpándose en abismo, isómeros sin reconciliación, coloraturas
y voces inhumanas que no llegan jamás (y nos ahogamos):
hubo inciertos silencios especulativos, lágrimas y líquidos biliares
en las heridas de un idioma irrenunciable, en las renuncias
de un idioma herido por su potencial, en las extremidades
del objeto que el idioma desdice al recordarlo
                                                                                        y lo que se recuerda
es esa instancia de su tránsito y su símil, el poema
que desprende sus feroces argumentos
de la desinencia de lo natural, y se radicaliza
en el paso sin causa de sus nominativos
hacia la desposesión, y se deshace
                                                             pero hubo espejos
y en ellos hubo rastros indiferenciados
de una emoción irreparable en su desasimiento,
y nos supimos vivos en el pulso en que declinan
los inhábiles tropos de una geometría
estrictamente interior, multiplicados
en inestables infinitos adverbiales, cercos de su ser al pronunciarse
en el terreno tangible de la repetición, como si se sintieran
respirar en la palabra con que tientan sus ausencias
                                            y lo que se presiente
en esa misma memoria son fragmentos
de un silencio puramente posposicional, el nudo en que se determinan
las flexiones del cuerpo en su latencia, las raíces
de lo que el cuerpo sabe y no dice jamás, o todavía.

~

Elegía a su madre, muchos años después

*

i.m. Rosa Hidalgo Guarné, Barcelona 1932 – Lima 1984

Esta memoria adviene, de su estasis, mediodía
con estridencias desacomedidas, y deshace su estar en una cantaleta
de mesurables perspectivas oceánicas, herederas de la proliferación
en el espejo hijo de su tacto, ahora recordado
como el tacto pertinaz de sus palabras en mis huesecillos, los fragores de su voz
que crepitaba en el palpar de la distancia, inmune a los caudales
del tiempo que la corrompía
para hablarme con la intensa semántica de sus orígenes recuperados
en un álbum inmóvil, como si aún viajara
al encuentro de lo que abandonó, aquello que la abandonaba en el viaje
de todos estos símiles ajenos, de todas esas sílabas ausentes en su pronunciación.
Pero era mi madre en el mejor momento: su pánico me pertenece
en recuerdos que no reconocería, y lo propongo ahora
como una versión de su vocabulario, ceceante en el envés
de la experiencia de hallarse en el exceso de la lejanía
atravesada de inecuánimes ternuras en el laberinto que la bifurcaba
con esa certidumbre de estar en el error, y no haber vuelto nunca.
Pero era mi madre en sus mejores momentos: en el eco de su polivalencia
lo que las venas vacías poseían
era la percepción de una catástrofe, una lenta caída en la necesidad
de estar volviendo siempre a los puntos cardinales de su nacimiento
como si en el alto sucedáneo de las horas hirientes, indiferenciadas,
estos ácidos paisajes fueran propios por su repetición, y este suelo en el que se desangraba
hubiera sido suyo en sus incalculables consecuencias.
Hacia el final, hecha retazos
lo que legaba en la maraña de sus negativas
era una suma de cegueras en el hábito de no hallarse,
traicionada por el ardor, en ese ceremonial
de presencias y latidos.
La música incesante de su límite
me hieren todavía en cada una de las pieles que la sobrevivirán
y quiero recordar sus transiciones, las ráfagas de su mirada antes de la apoplejía,
pero lo que poseo es el lenguaje, una tibia derrota del intento de nombrarla,
suma inerte de vocablos desprendidos de la materia de sus exhalaciones
para decir de sí lo que dijimos nunca, y la imagino en cambio deshaciendo a su paso
la secuencia impracticable de un deseo sin resolución,
inconclusa todavía de vahídos y fugas, aún si es que se supo terminal
en el infértil aire del postoperatorio, lamentando sus cadencias en el tacto
cuando ácimas iras contenían la probabilidad de su respiración
y en vano le asestaban llamaradas a su contrarretrato: esos ácidos impunes
corroen los designios de una permanencia sin materialidad
bajo la clara órbita de sus manos posesivas
en la memoria que convoca y que lleva de sí sólo el asentamiento
de todas las traiciones circunscritas al terreno de la equivocación, o de la fuga
de haber posado todo en los momentos más puros
de un destino estrictamente formal, ajeno en sus principios y sus disolvencias, fiel espejo
de aquella larga sombra ya sin asideros, el ámbito de tanto irreversible desasir
de su resuello en el momento de la sutura:
las heridas insondables de la piel, los órganos al borde de la transparencia,
el inexacto mañana en que permanecemos
sin respuesta, por esa misma memoria de silencios
que la niegan al abandonarse, estas voces que la nombran todavía
sorprendidas de su claudicar, y continúan
como hogueras contra el vendaval, hablándome de su ausencia.

***
Jorge Frisancho (Barcelona, 1967)

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