miércoles, 8 de diciembre de 2021

jacqueline goldberg / de "el cuarto de los temblores"










    El temblor me antecede. Proviene de una catástrofe trazada sin margen, sin nombre, sin fe.

    Hace mucho anhelo escribir sobre el temblor. No sobre lo que se observa en el trepidar de mis manos. No acerca de derrames, sustos nacidos de sus desacatos. Escribir sobre la precaria materialidad del temblor. Su duración. Su vacuidad. Eso que por impronunciable sostiene. Porque cuando aparece ha comenzado a desaparecer y a aparecer de nuevo.

    Temblar ha sido la más voluntaria de mis involuntades. 

    Alguien dijo que el día que escribiese sobre el temblor, dejaría de temblar. Que cuando tallara en vocablos todo lo que vibra desde mi infancia, nada volvería a estremecerme.

    Pero nunca escribí. Un poco por incrédula, otro tanto porque temo no temblar. La desaparición del mal me dejaría a la intemperie, sería una desconocida de mí. Comienzo esta tarea de escribirme por quienes algún día preguntarán. Acaso nietos, sobrinos. Quiero que conste aquello que el temblor ha impedido: lo endilgado, lo presentido, su cautela.

[...]

    En principio, el temblor aguarda señales y vértigos.

    Todo en mí está por venir.
    Así un después, latente como la locura, el miedo, la muerte.

[...]

Relámpago que no acribilla.
Sordina inquieta, incomprendida.

Por soledad suprema, me escondo.

No hay ruinas que reparar.

[...]

    Mi caligrafía es una trama de garabatos que se aferran a la infancia. Jamás cambiarán. Es fea, zigzagueante, ajena a márgenes. Indescifrable.
    En la escuela primaria me torturan con docenas de planas. Creen que puedo llegar a tener la caligrafía que impone el Método Palmer, angostada entre las mínimas rayas del cuaderno.
    Demoro inmensas horas en una retahíla que otros consiguen en minutos. Por ello me impiden salir a recreos. 
    Raras veces consigo terminar los exámenes. Ruego minutos. Quiero tener otra mano, una extensión que consiga dar tinta a todo lo que aprendo y pienso. 
    Escribir a mano es tortura. Duele. 

    Escribir me rompe. A veces sangro. Cuando la piel logra cicatrizar, vuelve a abrirse. Vivo en la herida.
    Un día nacen callos. Me socorren con su exceso engrosado, endurecido y deforme. Tengo un callo en el dedo medio, otro en el meñique. El primero a causa del roce del bolígrafo o el lápiz. El otro por la excesiva fricción contra el cuaderno. Son feos, terminan manchados, agrietados. Durezas mías.
    Antes de los diez años escribo perfectamente en una máquina eléctrica. Primero en una Olivetti de la óptica de mis padres. Luego en otra que es mía y ocupa el centro del escritorio en la habitación propia.     Así me hago escritora. Tipeo trabajos para la escuela y poemas. Resúmenes de Historia e historias sobre el amor que no llega. Así me hago llanto. La máquina de escribir es la prótesis anhelada. Los maestros no lo comprenden. Preguntan a mis padres quién escribe por mí. Las explicaciones no bastan. Insisten en una escritura manual. 

    Un día se permiten trabajos escolares tecleados. Los compañeros que por años me acosaron quieren ser amigos. Se disputan conformar grupos de estudio conmigo. Soy la única que teclea. La única que posee una máquina mágica. Termino escribiendo en soledad, haciendo tareas de otros, ofrendando mi pequeño don.

***
Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966) El cuarto de los temblores. Caracas: Oscar Todtmann Editor, 2018.
Fotografía de Umar Timol

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