martes, 25 de mayo de 2021

miguel serrano / de "la flor inexistente"













La primera flor

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Junto a la casa había un jardín. Mis primeros compañeros de juego fueron las raíces, las hojas, y esos espíritus de la naturaleza que hablan a los niños.

Un día, del interior de una flor asomó una mano y me hizo señas para que me aproximase. Un niño no se asusta de eso; no me extrañó, pues, ver la mano. En cambio, me preocupó que la invitación fuese para entrar en la flor. Poco después, la flor se deshojó. Quise recoger sus pétalos y reconstruirla; pero me fue imposible. Pensé entonces en armar una flor de papel pintándola de colores vivos. Muchos días pasé en mi trabajo, hasta que la flor estuvo terminada. La llevé al jardín y la puse en el lugar donde apareciera la mano. Si la flor hubiese estado bien hecha, la mano volvería a asomar. Pero la mano no vino, no retornó más. Mi flor no podía compararse con las del jardín, pintadas por el buen Dios.

En aquel momento dejé de ser niño y no pude seguir conversando con las plantas, las raíces, los espíritus, ni con las manos que aparecen y desaparecen en los jardines. Había entrado en competencia con la naturaleza y con el buen Dios; había contraído, sin saberlo, el compromiso mortal de crear una flor.

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Los gigantes de la luna

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Para comenzar, se nos explicó la historia de todas las cosas. El Mundo estuvo una vez habitado por gigantes. Fueron ellos los que crearon las civilizaciones de la Tierra, en conexión directa con los astros. Entonces, en el cielo no había sol, porque la Luna estaba cerca e interfería en su brillar. Los gigantes eran, así, Gigantes de la Luna. Eran hombre y mujer. Se hallaban en paz. La mujer reposaba en el costado de su compañero, apoyando la cabeza sobre su corazón. Los gigantes sólo tenían un ojo, pudiendo contemplar los lejanos seres de otros mundos. Con el poder de su mente y voluntad, fijaban el curso de los astros. Sobre lo que hoy es el inmenso Océano Pacífico, se extendía un Continente en el que las olas golpeaban desde el otro lado de las estribaciones andinas. El centro de aquel mundo era la hoy solitaria isla de Rapa-Nui. Tihuanacu, puerto de mar, habría sido construido por los colonizadores gigantes. Mas, un día, el ojo de los Gigantes de la Luna se nubló. Su poder no sostuvo más a los astros en el firmamento y la Luna cayó sobre el continente indooceánico, sumergiendo sus templos y sus glorias. Rapa-Nui, Tihuanacu, el Tíbet, son los restos sobrevivientes que avizoran el pasado. Surgieron la nueva luna y el nuevo sol.

Los gigantes se ocultaron dentro de las montañas: en los Andes, en los Himalayas. Y allí viven, en cavernas, a la espera de otra luna y otro sol. Ellos guardan la sabiduría suprema, la única que podrá transfigurar la Tierra, hoy habitada por una raza disminuida. 

El Maestro nos explicaba que la catástrofe también pudo ser a causa de una guerra que sumergiera a los mundos, alcanzando hasta los astros. Porque se han encontrado, nos decía, aborígenes monstruosos en nuestra América, hombres con pies de avestruz, con huesos blandos, con cuernos, con cola, sin rodillas, con los talones hacia adelante, con dos brazos derechos y con dos cabezas, productos, según él, de una radiación maligna. Incluso la raza empobrecida de los hombres actuales sería un efecto de la catástrofe. Algunos gigantes sobrevivientes, que no alcanzaron a refugiarse en las cavernas secretas, construidas en previsión de la tragedia, deambularon por un tiempo sobre la tierra. Se les vio por última vez en la Patagonia y en Grecia. La caída de la luna les había partido en dos, sacándoles la mujer del costado y dejándoles ahí una herida como de lanza. Comenzaron entonces a buscar a la mujer por el mundo, a la vez que disminuían de estatura y, donde no la hallaron, se hicieron sodomitas, como los gigantes del Ecuador, de quienes nos cuenta la leyenda que fueron destruidos por el fuego del cielo.

Toda la historia conocida -decía el Maestro- es una pobre historia. Los incas se apoderaron de imágenes ajenas. Son muy recientes. Tal vez procedan de India o de China, y se instalan en los restos de las ciudades ciclópeas de la Atlántida, construidas por los Gigantes de la Luna, El hombre Inca, o Inga, lo toman de la tierra a que arriban. Los caminos llamados del Inca son anteriores a ellos. Sin embargo, el Inca también recuerda, pues trae de su lejano mundo otra memoria viva del pasado. El Inca de sangre real poseía un lenguaje secreto, transmitido de padre noble a hijo noble. El bastardo Atahualpa, noble sólo a medias, hace matar a todos aquellos que, siendo de pura sangre real, poseían el lenguaje secreto; tragedia semejante a la que se cumple en la isla de Rapa-Nui cuando se sacan de ella a todos los nobles y sabios, que quizás conocieran la escritura de las ""tablillas parlantes", para llevarlos como esclavos a las minas de oro del Perú. Es posible que el lenguaje secreto fuese el sánscrito arcaico o alguna forma antiquísima del chino. En Eten, en Perú, y en Aten, en Bolivia, hay pueblos aborígenes que hablan un idioma comprendido por los chinos.

La escritura llegó a ser prohibida como cosa del demonio. Lo es también la literatura, nos aseguraba el Maestro. Quien escribe, se condena, pierde la vida y su tiempo al destruir el verbo palpitante y creador, el logos espermatikos. Los gigantes no escribieron; sólo proferían voces mágicas y trazaban signos vibratorios que actuaban en las regiones intraatómicas del Universo, pudiendo cambiar hasta el curso de los astros. Estos signos se conservan aún en las cavernas de la época glacial como diseños rupestres, y fueron dejados allí por la raza misionera del Magdaleniense, que desapareció con el hundimiento de la Atlántida. El maestro nos revelaba que algunos de esos signos estaban en su poder y que nos los entregaría a medida que demostrásemos ser personas dignas de confianza. 

El lenguaje incaico de colores y lanas era como el juego simbólico de los Porotos Pallares, algo que no ofende a los dioses, por ser rito puro y juego destinado en verdad al viento.

Los Incas transportaron el sistema de castas a América. Es más, crearon una raza artificial, la de los "orejones", parecida a las pinturas de los Budas de Oriente. Trajeron también a estas zonas el culto del oro, que no simboliza a la luna, sino al sol. En la escondida ciudad de Machu Picchu, languidecieron por siglos las Vírgenes del Sol. 

Pero en Tihuanacu hubo un poder supremo que los Incas ignoraron. Fue el poder del vuelo. Los Gigantes de la Luna podían volar. En los inmensos bloques de piedra de Tihuanacu se les representa con alas y cetros. Tal vez ellos vinieron de otros mundos del firmamento y allá retornaron. Sus rostros son de hombres o de grifos.

En la India, hubo una vez un gigante de muchos brazos, a quien se recuerda con el nombre de Siva. Estaba ahí con anterioridad a la llegada de los arios. En América, el gigante se llamó, a veces, Con Ticci Viracocha, y era de color blanco. Quizás fue el rey de la Atlántida. Los Gigantes de la Luna eran blancos.

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Veo a los gigantes

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Un amanecer les vi. Fue una visión estática y violenta, como si se abriera una ventana en el espacio aún oscuro o me naciera un nuevo ojo. Contemplé la gran mole de los Andes y, dentro de ella, dos gigantes prisioneros de la roca. Las cabelleras les caían sobre los hombros y los bordes de sus siluetas se enmarcaban con vetas de oro. Uno, extendía hacia lo alto sus brazos implorantes; el otro, se inclinaba hacia la tierra. 

Pienso así que los montes pueden ser el cuerpo petrificado de los gigantes, que sólo un nuevo cataclismo liberará.

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La gran ceremonia

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Llegó así el momento de mi iniciación. Hasta entonces se me había aceptado en el Círculo como a un aspirante, pudiendo contemplar un tanto como desde afuera lo que aquí se ha descrito. 

Aquel día se me entregó una túnica semejante a la que lucen las figuras de piedra de Tihuanacu. Como siempre, entré en el Círculo rozando la mano del que estaba a mi lado. En ocasiones anteriores, también participaba en las festividades y hablaba como náufrago, como testigo o como buscador, pero de manera inconexa, por así decirlo, dejando que las frases vinieran como en un juego y cambiando de un personaje a otro con bastante superficialidad, aun cuando, en varias ocasiones, el personaje se apoderaba de nosotros y hasta seguíamos con él por semanas, buscando la Ciudad de los Césares en las calles diurnas. 

Ahora, sin embargo, pareciendo todo igual, algo había cambiado fundamentalmente: la prueba iba a ser definitiva, nos jugaríamos el derecho a seguir en el Círculo, a escuchar al Maestro, a tener un maestro, a rozar la mano de un amigo, a tener un amigo, a pertenecer a esta Orden sin tiempo y a seguir en la búsqueda de la Ciudad, pudiendo entrar en ella un día. 

Es decir, en la Ceremonia yo debía estar dolorosamente alerta, adentrarme en el alma y el ser de un personaje, dejarme utilizar por él, "morir para que Él viviera". Todo sería igual, pero distinto.

¿Cuál iba a ser mi personaje? Nunca se sabía. Quizás solamente el Maestro lo conociera con anticipación. Pero tal vez ni él lo supiera. Sólo podíamos esperar, hasta que llegase nuestro turno, hasta que el Maestro nos lo indicara. 

Mientras tanto, otros hablaban; comenzaba la danza y el canto. Y era lo mismo que si fuera yo quien hablaba a través de todos ellos. Como si en el Círculo no hubiese nadie más que yo. 

Escuchémosles, escuchémonos.

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Premonición de los hielos

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Sobre un témpano a la deriva navega una flor roja. Es un copihue, una campánula de sangre. A medida que desciende hacia el sur, siempre más al sur, como llevado por una corriente invisible, su color cambia, transformándose en un copihue blanco. Manos invisibles bajo el agua gobiernan el témpano que va siendo devastado. Así llega a la morada de los hielos eternos, a una región perdida, a un Oasis de aguas templadas donde la flor se deposita suavemente al pie de un manzano que alguien plantó junto a un remo y a un antiguo navío abandonado. La flor se petrifica, se hace eterna, celebrando el día inmóvil de una congregación de jóvenes inmortales.

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Tuve muchos altos y bajos, días buenos y malos, fluctuando entre el desaliento y una alegría inexplicable que me hacía proferir voces sin sentido. Entonces, me echaba a la espalda un saco andino, y partía a recorrer las montañas de mi patria, siguiendo un rumbo trizado en los sueños. 

Porque en esos días soñé mucho, raros sueños. A veces, me encontraba en la Ciudad, caminaba por sus calles solitarias. Sus casas estaban vacías. El viento cimbraba los olmos, las hayas, los alerces. Me detenía en una plaza a mirar las fuentes herrumbrosas, ventanas a medio abrir, portalones carcomidos. Una voz me decía: «Apresúrate, no sea que cuando tú llegues, Él haya partido...». 

En una ocasión, me vi en el centro del cráter de un volcán apagado, donde surgía un riachuelo. La visión del agua me produjo gran felicidad, porque la Voz también me explicó: «La verdadera agua es la que mana del centro del cráter de un volcán». 

Otra vez me pareció divisar la Ciudad. Estaba en medio de los montes y era de piedra, con grandes bloques tallados, semejando perfiles de dioses y de héroes. Se encontraba en un punto de las altas cumbres andinas. Las montañas ocultaban rostros bajo sus nieves, esculturas vivas. Y alguien me decía: «Todo esto queda mucho más al sur, en los extremos del mundo». 

Vi entonces una playa solitaria y allí unos pájaros de pecho rojo. El horizonte se encendió, mientras una flota de témpanos como veleros, galeones, caballos marinos, empezó a moverse. Todo acompañado por un gran silencio y un clima de transparencia veloz. 

Una noche, junto a mi lecho, apareció la sombra de un gigante con pieles, que me contempló con una fijeza no exenta de ironía. «Tú llegarás -me dijo-. Tú vendrás hasta aquí...». 

Desperté con una sensación de temor. En el cielo del amanecer brillaba el lucero del alba. 

Comprendí que mi búsqueda debía extenderse hacia los extremos del mundo, más al sur, siempre más al sur, hasta alcanzar a esos Oasis de aguas templadas que existen en el Polo y adonde con seguridad llega el Caleuche, navegando por debajo del escudo de los hielos eternos. Quizás allí estuviese la Ciudad... 

En mi peregrinaje hacia los hielos me guio un perro. Escuchaba su aullido entre los icebergs. Mi perro se perdió en las nieves, tal vez cruzara las grandes barreras. Tal vez aullara desde el Oasis, desde la Ciudad. Pero no tuve el valor de seguirlo; porque aún no estaba preparado. Aún no había encontrado a la Reina...

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Miguel Serrano (Santiago de Chile, 1917-2009) La flor inexistente. Santiago: Be-uve-dráis, 2004.

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