domingo, 9 de mayo de 2021

jessica sequeira / de "una historia luminosa de la palmera"










Fraile, Irlanda

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Cuando empecé a escribir estos anales, me inspiré en los relatos sinceros de los sacerdotes de otras épocas, que escribían sobre asuntos como el moho negro tocaba las palmeras en sus granjas, o sobre el número de lechones que habían nacidos de sus cerdas ese año. Este relato sincero de lo bueno y lo malo me agradó, ya que reunía todos los trabajos divinos en un solo libro de cuentas. Entonces, me embarqué en este intento de registrar lo que he visto para la posteridad, si es que la hay. Los eventos de este año me han forzado a poner más énfasis en mi diario. Ya no se trata de un mero inventario, porque el moho negro del que ahora debo hacer la crónica está infectando no las palmeras, sino la piel, los órganos internos, los cerebros de los de mi parroquia. Solo soy otro fraile Franciscano, un miembro reemplazable de una orden eterna, pero con la esperanza de que un día el mundo despertará de esta pesadilla y mire estos anales para decir: 'Dios ha vencido al mal.' He visitado a los enfermos en Kilkenny; Hice viajes a Dublín donde la oscuridad es incluso más oscura; He leído en voz alta elogios para los mejores. Se trata de un mal que intenta apoderarse de nuestra tierra no a través de las armas o de demostraciones de fuerza física bruta, sino por estos medios insidiosos, a través de la fiebre, la jaqueca y los vómitos, que pueden abatir a un hombre, hinchar sus partes y en diez días dejarlo caer en el ataúd. Sin embargo, existe un mal que posiblemente sea aún mayor, que es la respuesta de los guías espirituales. Mi orden está compuesta por los mendicantes que van entre los hombres más pobres sin miedo, confiando en que Dios tiene un gran plan que puede abarcar incluso este horror. Aunque veo a los hombres de otras órdenes acobardados, o retirándose a sus monasterios para sellar las puertas, o dando grandes sermones a los sanos desde la distancia, diciendo frases blasfemas sobre un vínculo entre la pureza corporal y la pureza del alma, como si los pobres enfermos fueran ellos mismos responsables de su podredumbre. Dejo ahora algunas páginas en blanco al final de mi libro para quien lo retome, pues no veo el final de esto. Mi propia muerte se acerca, puedo sentirla, gracias al cielo por causas naturales. No obstante, esta plaga continuará, esta negrura que quema a la población y arrasa con la fuerza incluso de los más robustos; que maldiga mil veces este moho negro que no sólo aflige los cuerpos de los hombres, sino que golpea en negro las almas de aquellos que se benefician de sus muertes.

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Conductor de tren, Sudáfrica

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La gloria, la más grande gloria, esto es lo que se me metió en la cabeza cuando me formé para ser oficial de los Ferrocarriles del Gobierno del Cabo, una gloria que sí siento, aunque parezcan palabras mayores. Conduzco a los hombres que harán rica a nuestra nación, los que construirán ciudades fronterizas y lucharán en las batallas necesarias, los que volverán cargados de joyas y oro. Antes habían ido en carretas de bueyes, pero ahora hay vapor, un hermoso vapor gris oscuro que brota del metal como un poderoso primo del vapor de las fosas nasales de los caballos. Los hombres están ansiosos por llegar al final de la línea, pero primero hay que atravesar mucho terreno, todo el Gran Karoo con sus crasas, euforbias, estapelias y áloes, que se erizan desde el territorio para marear a los que no son de hierro. Es una tierra extraña, una tierra que es a la vez tan vertiginosamente árida que empiezas a creer que todo es posible. He empezado a ver este movimiento en los ojos de los hombres: como el amanecer de un milagro. Aquí, donde los dinosaurios vivieron una vez, pasamos por encima de los fósiles. También es un milagro que yo esté al volante, ya que estos trenes ni siquiera existían hace unos años, cuando obtuve el título de mecánico. A menudo pienso en el azar de las cosas: bien podría haber estado en la más verde línea del Este, mirando las palmeras, dirigiendo a mis hombres en las guerras de la frontera. Pero no, aquí estoy en estos sedimentos vastos y estériles, en este fuego abrasador que se convierte en frío amargo por la noche dentro del tren sin calefacción. Y luego pasamos, y es una bendición ver las ovejas de Beaufort West, las sencillas casas encaladas de De Aar, y por fin Kimberley, donde los hombres caen con sus picos y palas sobre el Gran Tajo, para sacar todos los diamantes que puedan. Los diamantes ya brillan en sus ojos. Nada de eso para mí; seguiré conduciendo este tren hasta la eternidad, mis únicos diamantes son los faros del tren, lo más cerca que estoy de las palmeras es el matorral verde del terreno, lo más cerca de la sal marina es el polvo constante que aún tiembla en el aire mucho después de que las enormes montañas fueran atravesadas por una hazaña de la ingeniería, para la mayor gloria de nuestros ferrocarriles.

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Jessica Sequeira (San José, 1989) A Luminous History of the Palm. Sublunary Editions, 2020.
Versiones de Nicolás López-Pérez

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Friar, Ireland

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When I began to write these annals, my inspiration came from the straightforward accounts of priests in other times, writing on such matters as the black mold that touched the palm trees on their farms, or the number of piglets born to their sows that year. This straightforward account of the good and the bad pleased me, as it gathered all of the divine workings into a single ledger. Thus I embarked on this attempt to record what I have seen for posterity, should there be a posterity. The events of this year have forced me to put greater stock in my journal. No longer is it a mere inventory, for the black mold I must now chronicle is infecting not palm trees, but the skin, the inner organs, the brains of those in my parish. I am just another Franciscan friar, one replaceable member of an eternal order, but I hope that one day the world will wake from this nightmare, and look upon these annals to say: ‘God has vanquished evil.’ I have visited the ill in Kilkenny; I have made journeys to Dublin where the blackness is even darker; I have read out eulogies for the best of men. This is an evil that attempts to seize control of our earth not through arms or shows of brute physical strength, but by these insidious means, through fever, headache and vomiting, which can lay a man low, swell his parts and in ten days drop him into the coffin. Yet an evil exists that is possibly even greater, which is the response of the spiritual guides. My order is composed of the mendicants who go amongst the poorest men without fear, trusting that God has a great plan which can encompass even this horror. But I see the men of other orders cowering, or retreating to their monasteries to seal up the doors, or giving big sermons to the healthy from a distance, speaking blasphemous phrases about a link between bodily purity and purity of soul, as if the poor sick folk themselves were responsible for their rot. I am leaving a few blank pages now at the end of my book for whoever next takes it up, as I see no end to this. My own death is approaching, I can feel it, thank the heavens from natural causes. Yet this plague will rage on, this blackness that burns through the population and ravages the strength of even the most robust; may I curse a thousand times this black mold that not only afflicts the bodies of men, but strikes black into the souls of those who profit from their deaths.

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Train Driver, South Africa

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Glory, the greatest glory, this is what was drummed into my head when I trained to be a Cape Government Railways officer, a glory that I do feel, even if it seems to be a big word. I drive the men who will make our nation wealthy, the ones will build frontier towns and fight necessary battles, who will come back loaded with jewels and gold. Before they would have gone by ox-wagon, but now there’s steam, beautiful dark gray steam that blasts from the metal like a powerful cousin to the steam from horses’ nostrils. The men are anxious to reach the end of the line, but first it is necessary to pass through much terrain, the whole of the Great Karoo with its crassulas, euphorbias, stapelias and aloes, bristling up from the territory to dizzy those not made of iron. It is a strange land, a land that is all at once so dizzyingly arid that you begin to believe anything is possible. I have begun to see this movement in the eyes of the men: as the dawning of a miracle. Out here, where dinosaurs once lived, we whizz over the fossils. It’s a miracle, too, that I am at the wheel, since these trains did not even exist a few years ago, when I qualified as a mechanic. Often, I think of the chance of things: I could well have been on the greener Eastern line, looking at palm trees, leading my men into wars on the frontier. But no, here I am in this broad barren loam, this scorching fire that turns to bitter cold at night inside the unheated train. And then we are through, and it’s bliss to see the sheep of Beaufort West, the simple whitewashed houses of De Aar, and at last Kimberley, where the men fall with their picks and shovels upon the Big Hole, to gouge as many diamonds as they can. Already the diamonds are glimmering in their eyes. None of that for me; I will keep driving this train to eternity, my only diamonds the train headlights, the closest I get to palm trees the green scrub of the terrain, the closest to sea salt the constant dust which still shivers in the air long after the huge mountains were blast through by a feat of engineering, for the greater glory of our railways.

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