El primer viaje que hice contigo
*
fue de Tacna a la Boca del Río
un sábado de invierno por la mañana.
Compraste dos Inca Kolas y dos mixtos en el Italia
y yo saqué a escondidas dos toallas de mi casa.
Había apenas una tenue resolana
zurumbe,
acá llaman zurumbe a la neblina de mediodía que refresca y alivia
los calores del verano, te expliqué;
no era verdad, pero la palabra te gustó y me creíste
a pesar del invierno.
Te hablé de una playa llamada Pozo Redondo
que parecía de postal:
algún día levantaré ahí una casa para mi vejez, dije
y te fui indicando el camino.
Cuando llegamos empezó a brillar el sol
la playa también te pareció hermosa
como el sueño de la casa mirando al mar, en lo alto.
Ahí mismo, en la arena
junto a la inmensa roca que nos protegía del viento
hicimos el amor por primera vez.
El sol cegaba mis ojos, pero creo que fui feliz.
Anochecía cuando regresamos
y yo me senté muy cerca de ti, juntas nuestras manos.
Mirando la carretera, mirándonos
nos detuvimos varias veces
te gustaba el olor limpio del desierto
y el silencio y las estrellas y el cielo despejado.
Juramos que nos amaríamos siempre.
Tuve que detener el auto al costado de la carretera
lloré hasta cuando el sol me hizo saber que era mediodía
y el calor me agobiaba.
Entonces me soné la nariz
y el pañuelo se llenó de sangre.
Se me ha roto el corazón, pensé.
~
Todas piensan
*
que tengo suerte
les he contado que por las mañanas
despido a mi marido
desde la ventana, una sonrisa
nuestro hijo en mis brazos
voy todos los días al mercado
me adorno a media tarde
mientras estreno en la puerta
la sonrisa de bienvenida.
Nunca espero en vano
nunca un suspiro, un miedo
pero a veces, de madrugada espío
el ir y venir de la gente, la calle
y él me llama
quiere que vuelva a la cama
¿no tienes frío?, susurra. Me besa.
Tengo suerte, yo sé,
pero estoy aburrida.
~
El principio
*
Esa navidad le regalé una almohada.
Una almohada no es más que eso: un regalo.
Pudo haber sido un libro
una corbata, un perfume, un reloj. Pero le regalé una almohada.
Esa navidad él me contó
que yo ya no estaba en sus sueños:
había visto muchas puertas y oscuros callejones.
También me advirtió de la inmensa pena
que le daba tener que decirme
sus infinitos deseos
de acariciar otro cuerpo
mirar otros ojos
la ilusión de esperar a alguien
y la ansiedad de no saber
las ganas
de besar, abrazar, tocar, cantar, lamer, sonreír, reír, silbar, bailar.
Y yo le regalé una almohada.
Giovanna Pollarolo (Tacna, 1952)
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