martes, 24 de octubre de 2017

enrique lihn / la derrota



Concentración de imágenes, diana de lo real;
las palabras restituyen el poder a los hechos; y
el ardiente fantasma de la nueva poesía
es un viejo que cierra su negocio por última vez,
extramuros de una ciudad que ha perdido el recuerdo
de sus correspondencias
con el boulevard Montparnasse,
la razón de los sueños y el buen sentido del misterio.

Hace mucho tiempo, en realidad, que yo no pude
asistir al entierro del último del primero
de nuestros magos, pero cuando muy joven
conocí a sus herederos.
Esa sombra, preservada de las impurezas del trato,
fue para unos una excelente envoltura
parietal —armadura invisible, a prueba
de lugares comunes— para otros,
la ironía de un faro
que iluminaba sus propias tempestades.
—Y ahora, ¿qué hago? —dijo uno de ellos; y no era
una pregunta, al cumplir cincuenta años:
el autor de unos versos oscuros como esta noche
desesperada.

La realidad nos ha puesto a todos en evidencia;
también a mí, en especial, el sobrino lejano
de esos astros desaparecidos
por arte de una magia que ya no podemos practicar
sin hacernos culpables de la noche;
desaparecidos al girar de torvos engranajes en una
gran molienda necesaria
como superfluos fuimos los espíritus errantes.

La realidad es lo que cuenta, y, en el centro de ella
y contra ella, la máquina.
No lo lamento por nadie: a cada uno el tormento de
sus claudicaciones, de su perversidad o de
su insignificancia.
Ni aún por mí, acaso, el último en abandonar ese
barco fantasma porque la noche anterior
había bebido en exceso.
Esto es una imagen todavía. El primero de los que
me antecedieron en comprender que no se
puede ser el último de ellos sin correr la
peor parte de su suerte.
Nuestros enemigos son demasiado numerosos para
permitirnos el lujo de pensar en nuestros
amigos.
Ayer tarde pasaron por aquí como un río que se
saliera de madre, los jesuítas volaron la
represa;
en automóviles de lujo; en grandes carros alegóricos,
y a pie también para alentar con su ejemplo
al rebaño de carneros de los pobres de espíritu. Para
éstos el reino celestial
y, como anticipo, el sagrado horror al infierno
comunista, el capitalismo popular y las
obras de caridad: bultos de ropa vieja;
en suma: una pequeña participación en la existencia
bajo el auspicio de los viejos sátrapas.

La máquina, la máquina.
No es aquella de las primeras décadas del siglo:
mutilación y éxtasis de los mejores espíritus
ni esta otra en que se cortan dos líneas paralelas.
mundos opuestos pero confabulados
por una misma obsesión de extenderse a otros mundos.
Sobreviviría a la guerra total un minuto de silencio
por la sorpresa de nuestros muertos
pues, en realidad, somos personas modestas.
Es una máquina... la vi el otro día en la exposición
de Paolozzi.
A estas lejanas tierras sólo nos trae la resaca restos de
estructuras distorsionadas por remotas
explosiones;
el escultor procede con ironía cancelando la función
de las formas y fundiendo en un todo piezas
de aviones y artefactos varios;
pero nosotros oscilamos entre la inocencia y la
ignorancia y no podríamos hacernos un
ídolo de nuestras máquinas sino una
máquina de nuestros ídolos.
Qué diablos: un pueblo subdesarrollado,
involuciones de usos y costumbres cuyo sentido se
adapta a los tiempos
en que era la oración el consuelo del látigo
y el dios de España, la vergüenza de los ángeles.
Nuestras batallas perdidas habrán sembrado en
nosotros el miedo;
nuestras victorias: la transferencia del respeto
de los héroes a quienes les siguieron en el orden
de la rapiña
y los discursos patrióticos.
¿Qué quiere decir pobre de solemnidad?
El Siglo de las Luces
y el nuestro de los chonchones a gas, nos sorprendieron
en actitudes vergonzantes
organizando la miseria donde el cura párroco, en
el Gran Patio Trasero,
en la lucha por los mayorazgos y contra los
muertos protestantes.
Caballeros de pera y bigote, ¡qué exceso de
estatuaria
honorabilidad cortado por una misma tijera!
Muchos de ellos iguales a los otros: el cuello
duro los salvaría todavía de la horca.
Honramos toda clase de tumbas, aun las que
debiéramos hacer saltar en pedazos.
En cualquier álbum de familia se nos oculta el gestor
de negocios extranjeros bajo un aspecto
señorial, con las manos enguantadas
después de introducirlas en el Fondo de Soborno.

Quinamáquinama. El mecanismo es de una sencillez
aplastante para sus manipuladores, pero,
¿quién se cuenta entre ellos
que pueda establecer el orden donde siempre reinó
la premeditada alevosía del caos?
A la forma sigue la forma y una vasta disformidad
mueve a todo el conjunto
pesadamente, en una dirección fatal.
Conforme: los mejores ingenieros militan en todos
los bandos, sólo que éstos agotaron su
ingenio
en presentar bajo un aspecto nuevo un viejo
artefacto
sobradamente conocido e insuficientemente
reconocido
por las engañadas víctimas de sus depredaciones a
quienes se les enseña a confundir la
fatalidad con el crimen.
¡Basta de farsas!
Se sabe que pondrán a su servicio las técnicas del
milagro y dónde es la planificación del
milagro, los países en que operan en gran
escala y aquellos otros en que bastan las
operaciones parciales.
Esto en lo que se refiere a las esperanzas cifradas
en la luna de miel con la resurrección del colonialismo
europeo, bajo fases propicias al nuevo trato.
¿Quién es quién para decir que no? Sobre este
punto la paridad de las opiniones y el
consenso de los pasos en los salones del
Palacio.
Ni aun el escéptico más escrupuloso aceptaría su
omisión en la lista de los invitados
a un reencuentro con la Bella Época.
La ceremonia es una afición nacional: el desfile bajo
la suave penumbra
de los uniformes de gala comidos por las larvas.
Al aire libre el fútbol y el domingo evangélico:
tristeza de otro Huerto de los Olivos en
que el espíritu y la carne rumian, bajo el
mismo yugo, una agonía que se mosquea
en los platos de pasto.

Pero de los bárbaros, qué se puede esperar.
Finalmente no hemos reemplazado todas nuestras
costumbres por las suyas, una curiosa falta
de concentración en el modelo
condena nuestras copias a la dorada medianía;
y, en cualquier caso, el resto de lo que hemos
convenido en llamar la dignidad nacional,
sería seriamente lesionado en caso de que
resolvieran adoptar el aire de nuestra derrota
para sumarse a la celebración del
triunfo, en esta lejana factoría,
de la perpetuación del cáncer de su imperio
en las entrañas ajenas.
Hace algunas horas (esta noche y la noche pasada se
confunden; el vocerío triunfante con el
silencio del fracaso)
uno de ellos, con la mona ardiendo,
venía disfrutando del carnaval de la calle en el
carnaval de la micro, el gran carajo,
parados los dedos en la V de la victoria: las trenzas
de una poderosa niñita anglosajona que
montara un potro furioso con una
impasible cara de puñete.
El hombre-dogo
se arremolinaba en torno a su eje como la ropa en
la máquina lavadora, codeando a su vecino
de asiento en el pecho y resoplando:
«Me norteamericano. Me norteamericano.»
Yo hubiera deseado que se le hundiera el mundo.
Se dirá: «un caso individual», y el índice acusador
debe apuntar allí donde se incuban los
factores impersonales que mueven a los
individuos el río a las carpas en la época
del desove;
«de la sociologie avant toute chose», pero qué montón
de obviedades en los casos extremos
cuando la claridad brota de los poros mismos del
cuerpo del delito
arrojado apresuradamente a los baldíos que exhibe la
luna frente a los grandes edificios colectivos.
Bastaba ver a ese sujeto para obtener una visión
panorámica y bien articulada, las cifras
innecesarias en los últimos planos.
La diferencia que va de un yanqui a otro sólo
representa, para nosotros, un margen de
imprevisible brutalidad en el trato con las
fuerzas de una ocupación que se dice
pacífica,
y un margen, también, para el cultivo de las
amistades personales en la tierra de nadie.
El culto de la amistad es una afición personal, la
atención con los huéspedes,
la moderación por parte de moros y cristianos, el
cese de todo antagonismo a la hora del
almuerzo.
En un pequeño país cargado de tradiciones, la
formalidad ante todo, y el empleo de la
violencia sicológica
sólo en los casos desacostumbrados.
El control, a una distancia flagrante, de nuestra vieja
máquina junto con la promesa de su
restauración
a manos de técnicos especializados sobre la base de
excedentes de la industria pesada.

No se puede dudar:
de los sesenta mil agentes de la FBI y de la CIA,
sólo uno que otro ha mostrado la hilacha
en su intento por trepar a los carros alegóricos y
ocupar un lugar bamboleante
junto a esas bellezas que lo eclipsaban todo en la
apoteosis del triunfo, menos el sentido de
nuestra derrota.
Todo estaba claro a pesar de tanto resplandor y el
brillo de las miradas y los fuegos artificiales.

El invisible ejército de ocupación puede batirse
en una retirada incruenta
y reconocer sus cuarteles de primavera y verano:
temporadas de pesca en los lagos del sur y
de cosecha en los desiertos metalíferos.
Al Pacífico, al Atlántico los barcos de guerra: aquí
no se precisa importar la paz
en la persona de franco tiradores e infantes de marina.
Puede aflojarse un poco el cinturón de hierro
hacia el otro lado de los Andes y estrecharlo en los
lugares verdaderamente estratégicos
donde la sangre escuece, burbujea y grita.
La lucha entre demócratas y republicanos sólo
parece posible solventarla lejos de casa
mediante el empleo, en pequeña escala, de la Bomba,
rasando el vivero, en los pastizales
de esos pequeños comunistas de ojos oblicuos. Un
arañazo en profundidad,
y luego el desfile de los harapos humanos en homenaje
a la Libertad y a la Democracia.

Esto es lo que ocupa a los hombres fuertes:
«la lucha por la Paz», nos dice uno de ellos
nuevamente ocupando toda la pantalla panorámica
esa cara impenetrable como un hongo en
expansión;
unas hendijas de hierro nos miran, a través de ella
el verdadero ejército se pierde de vista
en marcha ascendente hacia los abismos del otro lado
del cielo, rayada de columnas en que
blanquea el pánico.
Las pestañas cosidas al pliegue de los párpados son
montones de hulla, y en los primeros planos
vidriosos nada se sabe de lo que ocurre en
la otra mitad del hemisferio.
La disciplina militar adolece de ciertos defectos
compensados en el orden del número y de
la fuerza.
Esos muchachos no marchan: caminan, cada uno
«en el contexto de su libertad personal»
—diría uno de sus mitos— como si se
dirigieran, en todas direcciones, por clanes
llameantes.
a la cantina, al bar, a la sala de bolos o a las
hecatombes humanas en los estadios
llameantes.

Bajo los ojos que se entornan, la erosión en las
bolsas de la edad: montes áridos, llenos de
cicatrices.
El mensaje concluye en lo que quiere ser un
llamamiento a la cordura pero es el delirio
total el que hace las señalizaciones tras la
amenaza dentada de columnas dóricas.
El orador piensa en la muerte, y la muerte, por
primera vez, en sí misma, con la
perplejidad de una primera dama que fuera
repentinamente violada por una horda
de beats, en su propia residencia.
Es una muerte que entrevé la curiosa posibilidad de
terminar incluso consigo misma
en el baño de hidrógeno.
Este descubrimiento la transfigura: opulenta belleza
de Marylin Monroe otro San Sebastián para
los corazones sexuados que quisieran
cobrarse, en la carnicería total, de las
mutilaciones del espíritu.
Pero el Hombre, el Intrépido, el Duro
sólo interpreta, es claro, «limpiamente» a las
mayorías de su pueblo que podrían volverse
en contra suya, hacia otro.
Ninguna sombra de duda ha cruzado esa máscara:
tan alto vuela el águila sobre los Apalaches,
entre cincuenta estrellas nombres de su soberbia:
la noche constelada por la obsesión del triunfo.

Ser elegido por un pueblo elegido
no es una tarea que se pueda cumplir, exclusivamente,
al nivel de las fuerzas humanas.
Corrección absoluta en la suma de los mitos, tal es
el camino de la verdad, the American Way,
transitado ya por los Divinos y los Santos
y quienes sembraron con sus huesos la hora de la
expansión del drama ilimitado.
Presentar al opositor un flanco monolítico, una
caparazón más dura que cien de las suyas,
y bajo la cubierta enchapada de dorados
símbolos irracionales, el libro de cuentas
al día:
en el Haber: la mandíbula del procónsul y el silbido
del látigo en la bota del centurión, la
mutiplicación de los impuestos y el
hundimiento de los pequeños mercados
provinciales;
en el Debe: el regateo de los fondos de caridad.
Para el ejercicio de un Destino Manifiesto, la
fatalidad es un gaje en el oficio,
se diría el objeto de una especie de culto instituido
para exorcisarla.
En todo esto está el masoquismo a la orden del día:
Tánatos, el amor a la autodestrucción de la Bestia
Rubia, reducido al jadeo del hotentote rubio,
lucha de todos contra todos en la que se ha
ido desprendiendo, progresivamente, del
amor a sí mismo junto con grandes trozos
de sustancia humana
hasta quedarse en la parcialidad de los músculos
y de los huesos.

En las urnas triunfará la amenaza del más fuerte,
la estabilización de la violencia bajo el rostro de César,
so pena de caer en la inflación de la misma
y en el dominio de los pequeños negocios
que arruinarían el prestigio del Imperio.
Esto lo sabe muy bien el opositor,
pero a su ciego acoso todavía es posible responder
con un nuevo discurso del Cuatro de Julio.
Una grandeza sin paralelo sería el leit motiv apropiado.
Sin paralelo: he aquí acaso un buen puzzle para los
intelectuales desafectos al pan y al circo, y
que no hayan sucumbido a la pobreza
voluntaria en la Venecia del Oeste o a las
drogas junto al Ganges o en las cavernas
del Viejo Mundo.
La historia podría detenerse, reconstituida Torre de
Babel, y flamear en lo alto el águila bifronte

***
Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1929-1988) Poesía de paso. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2008.

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