jueves, 27 de julio de 2023

diane seuss / poesía romántica











Ahora que la televisión se ha ido y la música
se desvaneció,
sólo estoy yo aquí, y el silencio ahogado
que una araña envuelve alrededor de un bocado vivo.
Y a veces, a menudo, lo insoportable.
Pero lo soporto, como tú.
Hace mucho tiempo, llevé una maleta llena de libros,
la llevé lejos por las calles de la ciudad. Para venderlos, supongo, en algún
lugar de libros usados, una de esas puertas que bajan
escalones hacia la oscuridad. El olor

a moho, a páginas dobladas, manoseadas.
La maleta, grande, cuadrada y de bordes afilados
cubierta de piel de serpiente, comprada en Goodwill
por un dólar, sabiendo que tenía que viajar,
algo de carga, y tenía razón.
No sé qué libros vendí.
Quizá allí fue a parar "Poesía Moderna".
La cubierta rojo cereza y blanco flor.
Puedo ver su lomo en el ojo de mi mente,
apuntando hacia abajo por debajo de la humedad

y la oscuridad hacia el acueducto
bajo la ciudad y haciéndose camino hacia el río.
Poemas deslizándose por el lomo del libro
hacia el agua, el choque del frío y la humedad,
abajo donde mi mucosa uterina, mi sangre
y las ovulaciones desechadas y el tejido fetal botado
nada, debajo de la ciudad.
Los micro-muertos llevan los poemas modernos
como botes con forma de cisne en el parque.
Desde el parque hasta el río, hasta el mar.

Estoy pensando en PJ Harvey y Nick Cave.
Baladistas. Amantes. Vita y Virginia.
Frank O'Hara y Vincent Warren. De algún modo
llevamos a nuestros amores perdidos al mar. O ellos nos llevan.
No importa. Poeta o poema o lector, el mismo
ectoplasma. Lo moderno, en el tiempo, se vuelve antiguo
y las caras de piedra de los muertos se convierten en símbolos
maduros para ser aplastados. Ahora que lo pienso
los símbolos son terribles. Como el tirano
que gritaba a las masas

parte de su campaña de lavado de cerebro:
Lo sé y tú lo sabes también.
Yo tenía veintitrés años cuando vendí
"Poesía Moderna" y partí para Italia, buscando
Poesía romántica, que era, en ese entonces,
moderna y encontré mi camino a Roma,
y a la habitación donde murió Keats.
Su lecho de muerte, un facsímil.
Todo lo que tocó fue quemado,
para matar lo que lo mató.

Levanté su máscara mortuoria de su lugar,
la acuné, cerré los ojos y besé sus labios
hasta que el yeso se calentó
y manché su cara
con el carmín de mis labios. Rojo
como la portada de "Poesía Moderna".
El color de las gotitas de sangre arterial
que tosía sobre sus sábanas y veía
a la luz de las velas. Entonces supo que estaba acabado.
Su sentencia de muerte, lo llamó.

Después de tantos besos en la cara y ojos
y en las pestañas reticuladas,
frías y enredadas
mis labios fueron cerezos
mi cara, tiza. Como si hubiese tomado
algo de él.
y no me refiero solo a la tisis
a través de las que mis pulmones se quemaron por años.
Aún se queman.
Este es el peligro del éxtasis de besar

a los poetas muertos o moribundos en la boca.
La enfermedad que agarras —bueno,
te cambia.
El cosquilleo en las vértebras
la carga erótica, estará por siempre casada
a las encarnaciones previas de la poesía.
Por eso es que el matrimonio nunca fue para mí.
Siempre quise llegar a la parte
donde la muerte nos separa
y pudiera encontrarme de nuevo.

Keats era un cadáver tan compacto.
Sólo un metro y medio de alto, más bajo que Prince,
e intrincadamente diseñado. Siempre,
lo estaba trabajando, elaborando,
el significado del sufrimiento, el del mundo,
el suyo, el encuentro con la belleza,
casi sinónimo de sufrimiento,
cómo la empatía podía extinguirlo,
y podía dejar por fin la maleta,
o entregarlo por fin a sí mismo, tan distinto

como las ondas de su pelo y el puente
de su nariz. Qué auspicioso,
raro, exuberante,
extraño, pervertido, trascendente,
romántico, ser joven, sólo veintitrés años,
y acunarlo
en mis brazos, mientras escuchábamos
el burbujeo del agua
de la Fontana della Barcaccia
por la ventana abierta.

***
Diane Seuss (Michigan City, 1956)
Versión de Nicolás López-Pérez

/

Romantic poetry

*

Now that the TV is gone and the music
has been hauled away,
it’s just me here, and the muffling silence
a spider wraps around a living morsel.
And at times, often, the unbearable.
I bear it, though, just like you.
Long ago, I bore a suitcase filled with books,
bore it far on city streets. To sell, I guess, at some
used-books place, one of those doorways down
steps into dankness and darkness. The scent

of mildewed, dog-eared, fingered pages.
The suitcase, big and square and sharp-cornered,
covered in snakeskin, bought at Goodwill
for a dollar, knowing I had some travelling to do,
some lugging, and I was right.
What books I sold I do not know.
Maybe that’s where “Modern Poetry” went.
The cover cherry-red and blossom-white.
I can see its spine in my mind’s eye,
pointing downward beneath the dank

and the dark to the water tunnelling
under the city and making its way to the river.
Poems sliding down the book’s spine
into water, the shock of the cold and dank,
down where my uterine lining, my blood
and cast-off ovulations, cast-off fetal
tissue swims, below the city.
The micro-dead ride modern poems
like swan boats in the park.
From the park to the river to the sea.

I’m thinking now of PJ Harvey and Nick Cave.
Balladeers. Lovers. Vita and Virginia.
Frank O’Hara and Vincent Warren. Somehow,
we ride our lost loves out to sea. Or they ride us.
It doesn’t matter. Poet or poem or reader, the same
ectoplasm. The modern, in time, becomes antique,
and the stone faces of the dead convert to symbols,
ripe for smashing. Come to think of it,
symbols are terrible. As the tyrant
shouted to the masses,

part of his brainwashing campaign:
I know it, and you know it, too.
I was twenty-three when I sold off
“Modern Poetry” and sailed to Italy, seeking
Romantic poetry, which was at one time
modern, and found my way to Rome,
and Keats’s death room.
His deathbed, a facsimile.
Everything he touched was burned,
to kill what killed him.

I lifted his death mask from its nail,
cradled it, closed my eyes and kissed his lips
until the plaster warmed,
and stained his face
with the lipstick on my lips. Red
as the cover of “Modern Poetry.”
The color of the droplets of arterial blood
he coughed onto his sheets, and viewed
by candlelight. Then he knew he was done for.
His death warrant, he called it.

After those many kisses over his face and eyes,
and the reticulated eyelashes,
cold and tangled,
my lips were blossom-white,
my face, chalked. Like I’d caught
something from him,
and I don’t just mean consumption,
though my lungs burned for years.
They still burn.
This is the danger of the ecstasy of kissing

the dead or dying poet on the mouth.
The disease you’ll catch—well,
it changes you.
The tingle in the spine,
the erotic charge, will be forever married
to poetry’s previous incarnations.
It’s why marriage itself never worked for me.
I kept wanting to get to the part
where death parts us
and I could find myself again.

Keats made such a compact corpse.
Only five feet tall, shorter than Prince,
and intricately made. Always,
he was working it, working it out,
the meaning of suffering, the world’s,
his own, the encounter with beauty,
nearly synonymous with suffering,
how empathy could extinguish him,
and he could set down the suitcase at last,
or finally deliver him to himself, distinct

as the waves in his hair and the bridge
of his nose. How auspicious,
rare, lush,
bizarre, kinky, transcendent,
romantic, to be young, just twenty-three,
and to cradle him
in my arms, as we listened
to the burbling water
of the Fontana della Barcaccia
from the open window.

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