jueves, 13 de julio de 2023

yannis ritsos / cuatro poemas










29 de octubre

*

Dormimos poco — no nos alcanza.
Toda la noche roncaron los exiliados —
cansados chicos, cansados.

Afuera están las estrellas — muy grandes estrellas,
rapadas estrellas cuyo pelos brotan salvajes
como de la cabeza de san Juan el Bautista
o de nuestro Panayiotis.
Están también las pequeñas ranas en el poleo.
En la mañana nos pega en la cara un sol rojizo
reflejado de la más ordinaria forma allá en el mar
igual que en esos óleos baratos que venden en los escalones del Arsakíos
y es extraño que un sol así nos guste.

De a uno, de a dos, muchas veces de a más
nos detenemos en el patio o en el cerro y lo miramos.
Y este sol nos pega con fuerza en las caras
como aquel campesino descalzo que da palos
a los almendros para que caigan sus últimas almendras.

Después bajamos los ojos, miramos nuestros zapatos,
miramos la tierra. No cayó nada.


29 de octubre

*

Entre las espinas y las hojas rojas que cayeron
encontramos una cabeza desnuda de burro —
tal vez sea la cabeza del verano
dejada así en las piedras mojadas
y alrededor de ella unas pequeñas flores azules
de las que no sabemos el nombre.

Si alguien llama detrás de la barrera
su voz se hunde rápido en la tierra
como un embudo de papel lleno de pasas negras.

En la tarde escuchamos allá en los cerros
que cambian la desinflada rueda de la luna.

Más tarde las cosas vuelven a encontrar su lugar
como encuentras por casualidad en el patio
el botón café de tu chaqueta —y sabes:
no es en absoluto un botón de los vestidos
de los actores de verano —no, de ninguna manera—
un botón muy ordinario que debes volver a coser a tu chaqueta
con aquel torpe, gentil cuidado
de eterno aprendiz.


1 de noviembre

*

La niebla tiene alas negras igual que grajillas
no tiene ojos
con su ceguera busca nuestros ojos nuestros bolsillos
como la vieja adivina nuestra palma.

No podemos ocultar nada más.
Aquí las cosas presentan lo interior afuera
como un calcetín sucio que nos quitamos antes de ir a dormir
y todos los pies están desnudos y las caras también.

Día a día hablamos más en singular.

Cada sombra tiene su forma, recuerda
pero la sombra de la mano invisible de la madre
toma la forma de cada voz que no se te resiste
se convierte la taza de café, un pedazo de pan, el termómetro
incluso la máquina de afeitar junto al vaso dentro del pequeño espejo.

Las lámparas de la habitación son dos.
Limpiamos sus cristales con diarios
tú una, yo la otra — somos los de limpieza hoy.

Nuestros movimientos son casi iguales.
No nos miramos.
Nos alegramos de esta semejanza.
Miramos por la ventana el cielo perdido en la niebla.
Todas las cosas, entonces, tienen la expresión de lo eterno.

~

6 de noviembre

*

Noche. La campana de la olla común nocturna.
Voces de los niños que juegan al fútbol.
¿Estaban ayer? — no lo recuerdo — había una puesta de sol llamativa
muy violeta, muy dorada, muy rosada.
Nos quedábamos parados. Mirábamos más allá. Conversábamos
solos, solos, y nuestra voz tirada al viento
a atar las cosas, a desatar nuestros corazones.

Llegó una carta al patio:
se murió el hijo de Panusis.
Las conversaciones se retiraron sigilosamente.
Al atardecer nada.

La noche no tuvo horas. El nudo suelto.
Se enfriaba en la mesa el plato de aluminio de Panusis.
Nos acostamos. Nos arropamos. Nos amamos
alrededor de ese plato intacto que no humeaba más.

Hacia medianoche entró el gato negro por la ventana
comió un poco de la comida de Panusis.
Después entró la luna
se quedó inmóvil por encima del plato.
La mano de Panusis sobre la frazada
era un árbol de plátano cortado.

Entonces, ¿tendremos que estar tan tristes
para amarnos?

***
Yannis Ritsos (Monemvasía, 1909-Atenas, 1990)
Versiones de Natalia Figueroa

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