Las mujeres de mi generación
abrieron sus pétalos rebeldes
de rosas, camelias, orquídeas y otras yerbas,
de saloncitos tristes, de casitas burguesas,
de costumbres añejas,
sino de yuyos peregrinos entre vientos.
Porque las mujeres de mi generación florecieron
en las calles, en las fábricas,
se hicieron hilanderas de sueños,
en el sindicato organizaron el amor
según sus sabios criterios.
Es decir, dijeron las mujeres de mi generación,
a cada cual según su necesidad
y capacidad de respuesta,
como en la lucha golpe a golpe,
en el amor beso a beso.
Y en las aulas argentinas, chilenas o uruguayas,
supieron lo que tenían que saber,
para el saber glorioso
de las mujeres de mi generación.
Minifalderas en flor de los sesenta,
las mujeres de mi generación
no ocultaron ni las sombras de sus muslos,
que fueron los de Tania.
Erotizando con el mayor de los calibres
los caminos duros de la cita con la muerte.
Porque las mujeres de mi generación,
bebieron con ganas del vino de los vivos,
acudieron a todas las llamadas
y fueron dignas en la derrota.
En los cuarteles las llamaron putas
y no las ofendieron,
porque venían de un bosque de sinónimos alegres:
minas, grelas, percantas, cabritas, minones,
gurisas, garotas, jevas, zipotas,
viejas, chavalas, señoritas.
Hasta que ellas mismas escribieron
la palabra Compañera,
en todas las espaldas
y en los muros de todos los hoteles.
Porque las mujeres de mi generación nos marcaron
con el fuero indeleble de sus uñas
la verdad universal de sus derechos.
Conocieron la cárcel y los golpes,
habitaron en mil patrias y en ninguna,
lloraron a sus muertos y a los míos como suyos,
dieron calor al frío y al cansancio deseos,
al agua sabor y al fuego lo orientaron
por un rumbo cierto.
Las mujeres de mi generación parieron hijos eternos,
cantando Summertime les dieron teta,
fumaron marihuana en los descansos,
danzaron lo mejor del vino
y bebieron las mejores melodías.
Porque las mujeres de mi generación,
nos enseñaron que la vida
no se ofrece a sorbos, compañeros,
sino de golpe y hasta el fondo de las consecuencias.
Fueron estudiantes, mineras, sindicalistas, obreras,
artesanas, actrices, guerrilleras,
hasta madres y parejas
en los ratos libres de la Resistencia.
Porque las mujeres de mi generación,
sólo respetaron los límites
que superaban todas las fronteras.
Internacionalistas del cariño, brigadistas del amor,
cmisarias del decir te quiero, milicianas de la caricia.
Entre batalla y batalla,
las mujeres de mi generación lo dieron todo
y dijeron que eso apenas era suficiente.
Las declararon viudas en Córdoba y en Tlatelolco,
las vistieron de negro en Puerto Montt y Sao Paulo,
y en Santiago, Buenos Aires o Montevideo,
fueron las únicas estrellas
de la larga noche clandestina.
Sus canas no son canas,
sino una forma de ser
para el quehacer que les espera.
Las arrugas que asoman en sus rostros,
dicen he reído y he llorado y volvería a hacerlo.
Las mujeres de mi generación,
han ganado algunos kilos de razones
que se pegan a sus cuerpos,
se mueven algo más lentas,
cansadas de esperarnos en las metas.
Escriben cartas que incendian las memorias.
Recuerdan aromas proscritos y los cantan.
Inventan cada día las palabras
y con ellas nos empujan,
nombran las cosas y nos amueblan el mundo.
Escriben verdades en la arena y las ofrendan al mar.
Nos convocan y nos paren sobre la mesa dispuesta.
Ellas dicen pan, trabajo, justicia, libertad,
y la prudencia se transforma en vergüenza.
Las mujeres de mi generación son como las barricadas:
protegen y animan, dan confianza
y suavizan el filo de la ira.
Las mujeres de mi generación
son como un puño cerrado,
que resguarda con violencia la ternura del mundo.
Las mujeres de mi generación no gritan,
porque ellas derrotaron al silencio.
Si algo nos marca, son ellas.
La identidad del siglo, son ellas.
Ellas: la fe devuelta, el valor oculto en un panfleto,
el beso clandestino, el retorno a todos los derechos.
Un tango en la serena soledad de un aeropuerto,
un poema de Gelman escrito en una servilleta,
Benedetti compartido en el planeta de un paraguas,
los nombres de los amigos
guardados con ramitas de lavanda.
Las cartas que hacen besar al cartero,
las manos que sostienen los retratos de mis muertos,
los elementos simples de los días
que aterran al tirano,
la compleja arquitectura de los sueños de tus nietos.
Lo son todo y todo lo sostienen,
porque todo viene con sus pasos
y nos llega y nos sorprende.
No hay soledad donde ellas miren,
ni olvido mientras ellas canten,
intelectuales del instinto, instinto de la razón,
prueba de fuerza para el fuerte
y amorosa vitamina del débil.
Así son ellas, las únicas, irrepetibles, imprescindibles, sufridas,
golpeadas,
negadas pero invictas mujeres de mi generación.
Luis Sepúlveda (Ovalle, 1949-Oviedo, 2020)
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