viernes, 28 de abril de 2023

hernán rivera letelier / plegaria por el nuevo rico













De los oportunistas líbralo, Señor,
de los viejos amigos nunca antes vistos
de la exultante jauría de parientes lejanos que como por encanto le irán apareciendo de norte y sur del país (los tíos del primo de un cuñado de su medio hermano).

De las tenaces señoras de instituciones benéficas
protégelo
.                                                     con tu sangre
de los mil vendedores de automóviles que caerán a su diestra
y de los diez mil promotores de intangentes
                             ( esos entes casi sublimes)
que se dejarán caer a su siniestra.
Si en plena borrachera en el boliche de la equina
Tú lo iluminaste de tu gracia y le afirmaste el pulso tembloroso
para que eligiera el cartón preciso.
O si en un arranque de sentimentalismo divino
                                        -tú también los tienes, Señor-
le mostraste en sueños el número de los números
(y luego le diste la inspiración suficiente para que lo jugara
                                                                        al revés)
Si fue tu mano sacra la que guio la mano de la guagüita o la patita del minino regalón
para que se posara en ése y no en otro boleto de la Lotería
Si fue por tu santa voluntad, Señor
                -casi digo tu infinito sentido del humor-
que el pobre se ganó solito esa porrada de millones
entonces ten misericordia de él.

Que la torta no se le vuelque sobre su propio rostro.

Mantén alejados de su casa a los limosneros profesionales
                            esos que usan la palabra óvolo-
a los sablistas joviales que cercenan sin dolor
y a los perdigüeños de cara lánguida que en interminable
procesión misérrima llegarán de rodillas hasta su casa
rogándole favores de animita milagrera.

Dale de tu fortaleza, Señor
                        (revístelo de la dureza prehistórica de tu cuerpo santo)
para que pueda resistir el tormento
de las toneladas de cartas que abrumarán su espíritu.
Pedidos que irán desde una muñeca de trapo más que sea hasta
una cabañita en la playa prescrita por el médico
                            -pasando por cosas tan inverosímiles
como un traje de viuda, una rueda de triciclo fletero
o pasajes para traer de vuelta al amante vagabundo
extraviado en los bares de puerto
de algún lejano país helado-.

No se le vaya a obnubilar la razón en complejos de Santa Claus
Adviértele, Señor, que él no es ningún Rey Midas
                                                 (que ni papá Rockefeller lo fue).

Guíalo siempre por el camino de la austeridad y la prudencia.

Líbralo de la tentación del cheque en blanco
de las propinas exuberantes
de la arrogancia torpe de no preguntar por los precios
Tantéale el desprendimiento de su mano abierta
-que su derecha sepa siempre lo que da su mano izquierda-
Los pobres, tú también lo fuiste, Señor
suelen ser demasiado munificentes.

Aconséjale que se lo tome con calma
que se vaya despacito por las piedras.
Que no vaya a cambiar muy de sopetón la rayuela por el golf
los causeos de patitas por el caviar
los incomparables boleros de amor de Lucho Barrios
por música que sólo lo hace imaginar catedrales de aire y no le trae a la memoria ningún nombre de mujer.

Que está bien, que es comprensible que cambie su modo de andar
que cambie de loción, de marca de cigarrillos
de raza de perro
    Incluso que cambie la raya de su peinado
si le parece que le sienta mejor.
Pero palmotéale el hombro amistosamente, Señor
y dile que no sea desconsiderado
que no sea patevaca:
que no vaya a cambiar a la mujercita nublada de suspiros
que lo amó a pan y cebolla (al menos no muy luego).

Muéstrale que las rubias platinadas son fatales
que las mulatas de fuego llevan el diablo en el cuerpo
y que el noventa por ciento de las pelirrojas no lo son.

Que una danza del vientre no vale la caída de un imperio.

Que el auto que de todas maneras se va a comprar
no lo atiborre tanto de adornos y calcomanías
Que la casa nueva no sea muy grande
en donde en las noches no pueda hallar una ventana con luna
y correr el riego de extraviar su propia sombra.

Procúrale amigos nuevos para que pueda usar su correo electrónico
            ( sin que por ello se olvide del cabro Felo, del maestro Froilán y de la flaca Nancy).
Pero antes instrúyelo en el arte del buen anfitrión.
                                     Dale roce social.
Enséñale a pronunciar correctamente anglicismos y galicismos (hall - champagne - champignon - etc. ).
Lo va a necesitar.

Consíguele un volumen del Manual de Carreño.
Alecciónalo en los puntos más elementales
         (tampoco se trata de volverlo un petimetre, claro).
En la manera de usar expeditamente los cubiertos por ejemplo
(tú sabes, Señor, que él sólo usaba la cuchara grande y, a veces, algún domingo, tenedor y cuchillo).

Y por sobre todo, por lo que más quieras
que no comience a vestirse como un turista norteamericano
de farra en el carnaval de Río.

Que no ostente demasiado la hilacha, Señor.

Ilústralo sobre que el glorioso banderín del Colo
no va muy bien junto a un Matta o un Lira
                 -así más no sean reproducciones-
y que el busto de Chopin o de Mozart -aunque remanidos ambos-
dan mucho mejor tono sobre el piano que su vieja imagen
de la Virgencita del Carmen moldeada en yeso.

Exímelo, en lo posible, de tales papelones, Señor
Los ricos de cuna -Tú lo sabes- pueden llegar a ser muy crueles.

Y si por obra del diablo, estafas, despilfarro
malos negocios, socios inecrupulosos, etc. etc.
la torta se le volviera sal y agua
                                    paja en el viento
migajas de un pan frío en sus bolsillos rotos
que lo tomado lo comido y lo bailado no se lo quite nadie.
Que ningún hijo de mala leche se atreva a venir
a quitárselo. Eso sí que no, Señor.

Mas si ocurriese lo contrario.
Si por milagro lograse aumentar y consolidar su fortuna.
        Si de millonario pasase a multimillonario.
Si se transformara en ese algo pálido y liso
que se conoce como "un rico"
y en calidad de tal exhalara su último suspiro
olvida entonces la hiperbólica sentencia
del camello y el ojo de la aguja
                         y porque la culpa no fue toda de él
déjalo entrar al Reino de los Cielos.

Cual un viejo portero de circo
        todo corazón ante un niño con cara de bueno
haz la vista gorda, Señor, y dale la pasada a tu Santo Reino
Así más no sea por debajo de la carpa.

                                                        Amén.

***
Hernán Rivera Letelier (Talca, 1950)

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