El viento de la estación, el viento verde,
cargado de espacio y agua, entendido en desdichas,
arrolla su bandera de lúgubre cuero;
y de una desvanecida substancia, como dinero de limosna:
así, plateado, frío, se ha cobijado un día,
frágil como la espada de cristal de un gigante
entre tantas fuerzas que amparan su suspiro que teme,
su lágrima al caer, su arena inútil,
rodeado de poderes que cruzan y crujen,
como un hombre desnudo en una batalla,
levantando su ramo blanco, su certidumbre incierta,
su gota de sal trémula entre lo invadido.
¿Qué reposo emprender, qué pobre esperanza amar,
con tan débil llama y tan fugitivo fuego?
¿Contra qué levantar el hacha hambrienta?
¿De qué materia desposeer, huir de qué rayo?
Su luz apenas hecha de longitud y temblor
arrastra como cola de traje de novia triste
aderezada de sueño mortal y palidez.
Porque todo aquello que la sombra tocó y ambicionó el
desorden,
gravita líquido suspendido desprovisto de paz
indefenso entre espacios, vencido de muerte.
Ay, y es el destino de un día que fue esperado,
hacia el que corrían cartas, embarcaciones, negocios,
morir, sedentario y húmedo, sin su propio cielo.
¿Dónde está su toldo de olor, su profundo follaje,
su rápido celaje de brasa, su respiración viva?
Inmóvil, vestido de un fulgor moribundo y una escama
opaca,
verá partir la lluvia sus mitades
y al viento nutrido de aguas atacarlas.
Pablo Neruda (Parral, 1904-Santiago de Chile, 1973)
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