Marchando de L.A. en tren por la noche, alto...
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Calles oscuras, cientos de coches silenciosos aparcados casi demasiado cerca de las vías, edificios gigantes, muchos todavía iluminados, acechando ahora con una silueta oscura, casas aisladas, casas de tierra, de ruido, alegres, luego oscuras, las oscuras; uno se pregunta en qué trabajan los dueños. Carteles, carteles, bebe esto, come eso, usa toda clase de cosas, TODOS, lo mejor, lo más barato, lo más puro y más satisfactorio de todos sus similares disponibles. En todos los horizontes destellan luces rojas, señales para aeroplanos; pasan coches relampagueando, más luces. Trabajadores reparan la conducción del gas, señales, señales, luces, luces, calles, calles; es la oscuridad entre todo eso lo que te atrae... ¿Qué está sucediendo ahí en ese momento? Qué cosas ocultas, quizás gloriosas, están sucediendo y perdiéndose para siempre. La congestión afloja, un cono de gran amplitud se va alargando ante el tren, ahora uno ha dejado el centro y su núcleo pasa rápido mientras la maquinaria de en medio termina su labor de engranaje y nos ponen en manos del preciso sistema de bloqueo automático. El laberinto de días se ha desliado de sus redes cruzadas de intelectualidad ferroviaria para convertirse en simple dignidad de línea principal; esas cintas de indicador preciso incesantemente revisadas, respetadas, temidas. ¡Oh, interminable alta vía de la intriga!
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Recuerdo
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Recuerdo estar inusitadamente pensativo aquella tarde de mayo. Quizás fuera el calor del primer día templado de primavera que, encontrándose con la sangre gruesa del invierno, forzaba una dilución que subía hasta el cerebro titubeante por el esfuerzo de los últimos seis meses para superar la congelación, y el adelgazamiento de la sangre largo tiempo ausente agitaba un deseo debilitante de cosas más suaves, una nostalgia, incluso una muerte, una precognición, si queréis...
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El primer tercio (extracto)
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Aquel cine era con toda seguridad el peor de Denver y su clientela estaba a la altura correspondiente de pobreza. Si pagaba los diez centavos de la entrada (excepto los niños, que pagaban sólo cinco), cualquiera podía sentarse en aquel sucio local y contemplar la magia de Hollywood durante más de medio día sin ver dos veces la misma escena. De todos los cambios sensoriales al pasar directamente de la peluquería al teatro, lo que mi memoria retiene con más agudeza es el contraste de olores. Del dulce perfume de lociones y colonia estaba uno en un instante sumergido por completo en un hedor indescriptible, porque bajo el techo del Zaza flotaba suspendida una peste abrumadora a cosas.
Naturalmente que sólo puedo acordarme de una parte de las muchas que componían aquel Gran Olor, y no puedo por tanto imaginar totalmente su procedencia, pero sí recuerdo perfectamente que en aquella combinación desconocida prevalecía sobre los demás un extraño almizcle que subía como de unos depósitos ocultos bajo el polvo solidificado del suelo. Rebotaba de pared intocable en pared intocable e invadía en oleadas sin obstáculos la breve barandilla del anfiteatro. El olor compartido de cada espectador se sumaba al conjunto propio del edificio y formaban así una múltiple y complicada podredumbre que permeaba las narices con tanta potencia que, mientras luchaba por acostumbrarme, inhalaba la menor cantidad de aire posible por la boca abierta.
Los programas, por supuesto, eran sobre todo del Oeste, y de todos los vaqueros de la pantalla mi héroe era Tim McCoy, pero como me gustaba la música me acuerdo mejor de otros «Favoritos a diez céntimos» que fui viendo en el Zaza a los largo de los años siguientes y que eran musicales de lujo: Volando a Río con Astair y Rogers; una con Bobby Bren en que glorificaba el Mississippi con su voz de soprano adolescente mientras paseaba por sus orillas, The Ziegfield Follies, etcétera. Hubo unas cuantas inolvidables de otro tipo, como King Kong y El Hijo de King Kong, con todos aquellos dinosaurios aterradores... ¡Vaya!, estuve meses después de esa película repitiendo sin parar en un canturreo un juego de palabras que había oído: «King Kong juega al ping-pong con su ding-dong».
Neal Cassady (Salt Lake City, 1926-San Miguel de Allende, 2008) El primer tercio. Barcelona: Anagrama, 2006.
Versiones de Fernando González Corugedo
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