El retrato
*
Madre, no sé muy bien cómo buscar a los muertos,
Me extravío en mi alma, en sus rostros escarpados,
En las zarzas y en sus miradas.
Ayúdame a regresar
De mis horizontes aspirados por unos labios vertiginosos.
Ayúdame a permanecer inmóvil,
¡Tantos gestos nos separan, tantos galgos crueles!
Que me inclino sobre el manantial en el que se forja tu silencio
En un reflejo de hojarasca que tu alma hace temblar.
¡Ah!, en tu fotografía
Apenas puedo ver de qué lado sopla tu mirada.
Y sin embargo nos vamos, tu retrato conmigo,
Tan condenados el uno al otro
Que nuestros pasos se parecen
En ese país clandestino
Por el que sólo pasamos nosotros.
Subimos extrañamente cotas y montañas
Y jugamos en la bajada como heridos sin manos.
Un cirio se derrite cada noche, salpica a la cara de la aurora,
La aurora que cada día sale de las sábanas cargadas de muerte,
Y medio asfixiada
Tarda en reconocerse.
Te hablo con dureza, mamá;
Hablo con dureza a los muertos porque es preciso hablarles así,
De pie en tejados resbalosos,
Con las dos manos ahuecadas y con un tono enfurecido,
Para dominar el silencio ensordecedor
Que quisiera separarnos, a nosotros los muertos y a nosotros los vivos.
De ti poseo unas cuantas joyas como fragmentos del invierno
Que descienden río abajo,
Esa pulsera fue tuya y brilla en la noche de un cofre
En esa noche aplastada en la que la luna creciente
Intenta en vano elevarse
Y vuelve a empezar una y otra vez, prisionera de lo imposible.
Fui tú con tanta fuerza, yo que lo soy tan débilmente,
Y tan unidos ambos que hubiésemos debido morir juntos
Como dos marinos medio ahogados, que se impiden nadar el uno al otro,
Dándose puntapiés en las profundidades del Atlántico
En donde comienzan los peces ciegos
Y los horizontes verticales.
Porque tú has sido yo
Puedo mirar un jardín sin pensar en otra cosa,
Elegir entre mis miradas,
Ir a mi encuentro.
Acaso quede aún
Una uña de tus manos entre las uñas de mis manos,
Una de tus pestañas mezclada con las mías;
Uno de tus latidos se pierde entre los latidos de mi corazón,
Yo lo reconozco entre todos ellos
Y sé retenerlo.
Pero ¿todavía late tu corazón? No lo necesitas,
Vives separada de ti como si fueras tu propia hermana,
Mi muerta de veintiocho años
Que me mira de tres cuartos,
Con el alma en equilibrio y llena de mesura.
Llevas el mismo vestido que ya nada desgastará,
Ha entrado en la eternidad con mucha dulzura
Y a veces cambia de color, pero yo soy el único que lo sabe.
Cigarras de cobre, leones de bronce, víboras de arcilla,
¡Aquí es donde nada respira!
El aliento de mi mentira
La única vida que me rodea.
Y he ahí en mi muñeca
El pulso mineral de los muertos,
Aquel que se oye si acercamos el cuerpo
A los estratos del cementerio.
~
Un poeta
*
Yo no voy siempre solo al fondo de mi mismo
Sino que a veces llevo a otros seres conmigo.
Los que hayan entrado en mis frías cavernas,
¿Están seguros de salir aunque sólo un momento?
Yo acumulo en mi noche, como un barco que se hunde,
Sin distingo, el pasaje y la tripulación,
Y dejo a los ojos sin luz, y en los camarotes
Hago amistad con quienes gustan de lo profundo.
~
Plegaria al desconocido
*
He aquí que me sorprendo hablándote, Dios mío,
yo, que no sé todavía si existes
ni comprendo la lengua de tus iglesias susurrantes.
Miro los altares, la bóveda de tu casa
como quien dice simplemente: “Esto es madera, esto es piedra,
aquéllas son columnas románicas, le falta la nariz a ese santo,
y adentro como afuera hay un mismo desamparo entre los hombres”.
Bajo los ojos sin poder arrodillarme durante la misa
como si dejara pasar una tormenta sobre mi cabeza
y no puedo evitar el pensar siempre en otra cosa.
Me pasaré la vida pensando en otra cosa,
y esa otra cosa soy yo, tal vez mi yo verdadero:
es allí donde me refugio, y tal vez sea allí donde tú estás,
creo que nunca podré vivir sino en esas lejanías que me seducen.
El momento presente es un regalo que no he sabido aprovechar,
no sé bien cómo se usa, lo volteo para un lado y para el otro
y no logro que funcione su difícil mecanismo.
No creo en ti, Dios mío, pero quisiera hablarte a pesar de todo;
he hablado con las estrellas aunque las sepa sin vida,
con los más humildes de los animales aunque los sepa sin respuesta,
con los árboles que, sin el viento, serían mudos como la tumba.
Y me he hablado a mí mismo aunque no estoy seguro del todo de que existo.
No sé si oyes nuestras plegarias, las plegarias de los hombres,
no sé si tienes ganas de escucharlas,
no sé si tienes como nosotros un corazón en alerta continua
y oídos siempre abiertos a las noticias más diversas.
No sé si te gusta mirar por aquí.
ero querría recordarte a tu planeta la Tierra,
con sus flores, sus guijarros, sus jardines y sus casas.
Con todos sus seres; con nosotros que sufrimos y lo sabemos.
Querría dirigirte cuanto antes estas humildes palabras humanas
porque cada cual debe tentar ahora lo imposible
aun si no eres más que un soplo de hace millares de años,
una gran velocidad adquirida, una melancolía durable
que hace aún girar a las esferas en su melodía.
Querría, Dios sin rostro y tal vez sin esperanza,
que prestaras toda tu atención, entre tantos cielos vagabunda,
a los hombres que nunca pueden darse un respiro en el planeta.
Escúchame, corre prisa: todos van a desalentarse
y ya no podremos distinguir a los jóvenes de los viejos.
Cada mañana se preguntan si la matanza va a comenzar.
Por todas partes se preparan extraños distribuidores
de sangre, de quejidos y de lágrimas.
Se preguntan si los trigos no esconden ya fusiles.
¿Se acabó el tiempo en que podías ocuparte de los hombres?
¿Te llaman de otros mundos, médico de consulta
que sin saber por dónde empezar deja morir a su clientela?
Escúchame, no soy más que un hombre entre tantos otros:
el alma está a gusto en el cuerpo, el alma no quiere escaparen un estallido de bomba;
el alma es para nosotros una caricia, un secreto halago.
Déjanos respirar sin pensar en nuevos venenos,
déjanos mirar a nuestros niños sin pensar todo el tiempo en la muerte.
No estamos para batallas, para generales.
Déjanos nuestro ir y venir de rebaño entre cencerros
y olor a leche que se mezcla al olor de la hierba espesa.
Ah, si existes, mi Dios, mira de nuestro lado,
ven y descansa un rato entre nosotros, la Tierra es hermosa con sus árboles,
sus ríos y sus estanques, tan hermosa que uno diría
que la añoras un poco.
No te vayas a hacer el sordo una vez más
ni a sentirte conmigo, Dios, si te tuteo,
si te hablo con tan abrupta simplicidad:
creería menos que en cualquier otro en un Dios que aterrorizara;
y tú, más que por el rayo, sabes expresarte por las briznas de hierba
y los ojos del agua y los juegos de los niños,
lo cual no impide que haya océanos y cadenas de montañas.
No puedes ofenderte porque te digo lo que pienso,
porque reflexiono como puedo sobre el hombre y su existencia
con la franqueza de la tierra y de las diversas estaciones
y tal vez con tu franqueza cuyas lecciones ignoro.
No me faltan disculpas, consiente en aceptar mis pobres sutilezas,
tantas cosas se preparan solapadamente contra nosotros
que, por mucho que hagamos, tememos siempre que nos sorprendan desprevenidos,
tememos ser como el toro que no comprende qué sucede:
lo llevan al matadero, no sabe adónde va,
y justo antes de recibir el golpe mortal sobre la frente
se repite que tiene hambre, y pastaría de buena gana,
¿pero qué pasa con esa gente de delantales llenos de sangre
para que así se empeñen todos en atenderlo esta mañana?
Jules Supervielle (Montevideo, 1884-París, 1960)
Versiones de Manuel Ángel Gómez Angulo
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