La noche de las horas
Martes, 9:00 a.m.
Aún no me levanto. La luz no volvió desde anoche. También se llevó mis ganas. La angustia me cuelga como un anzuelo. Es preciso morir cada día. Es un esplendor la tristeza. Me introduzco cómoda en sus afanes de persistencia. Siento un rayo de esperanza al ver las maticas que salen por encima del concreto, resistiendo, naciendo por nacer, por ver la luz nuevamente. Es cierto que el mundo está jodido, pero ningún militar ha venido todavía a vaciarnos la cabeza de concreto.
Miércoles, 6:00 a.m.
Quitaron la luz temprano, no pude hacer el desayuno. Tampoco hay gas ni agua. Él se fue a buscar comida, ha tardado mucho. Yo me quedé mirándome al espejo. Me pienso siendo otra. Derechita. La panza adentro. Pierdo el tiempo escribiendo tonterías. Me peino. Me maquillo para no salir. Me pongo la ropa de fiesta que nunca uso. Intento quererme. Intento sobrevivir.
Jueves, 1:10 p.m.
La luz se volvió a ir, apenas vino por dos horas. Si no existieras, mi amor, el tiempo se detendría.
Viernes, 4:20 p.m.
Salí de casa a caminar, la luz no regresa y me atormenta que dependa de ella para trabajar. Hay una alegría melancólica en caminar durante mucho tiempo viendo rostros. Demonios, ninfas. De andar como la que siempre calla. La sanguijuela maldita, que no puede apartar de usted el corazón. Hay una alegría natural en estar sola. En escucharse los pensamientos a falta de papel, torturarse en la angustia. En el mismo dilema. Sin dinero y sin labios. Como loca. Llegar a casa y bañarse con agua fría, llorar en la ducha y acurrucarse en el suelo. Masturbarse en el corazón de la tarde. Y recordar hasta dónde hemos sido felices, hasta donde la amada se salía del cuerpo como luz. Debemos recordar. Otro olvido puede que sea la muerte.
Sábado, 10:30 a.m.
Lo único que queda es leer todo el día, hasta que la luz regrese. Nos volvimos tan básicos, nos alegramos con tener al menos agua para lavarnos la culpa de la desidia prestada.
Domingo, 8:40p.m.
Sin luz. Hablé con él hasta la madrugada. Nuestros cuerpos iluminaban la habitación. Nos quisimos mucho. La oscuridad fue toda nuestra.
Lunes, 6:30 a.m.
Me levanto temprano. Pero la luz se fue antes de mí. Trabajar nunca había sido tan difícil. Estoy agotada. Desde hace semanas duermo cuando no hay luz. Despierto cuando ella regresa. Nos han quitado hasta la naturalidad del día y su noche.
Martes, 5:35 p.m.
Pienso en qué haría mi madre, estas seis horas que se vienen sin luz. Limpio toda la casa en su nombre.
Miércoles, 7:15 p.m.
Hicimos el amor hasta la medianoche. Luego la luz llegó como si nada.
Jueves, 8:10 a.m.
Ni siquiera el sexo puede salvarnos. Ni los hijos. Ni el amigo. Ni el amante puede salvarnos. Resistencia. Hoy canto a la resistencia de los amaneceres sin sentido. Llegarán días en que nos beberemos el universo a sorbos. Días de internet. Días de luz sin fin. Días felices de grandes creaciones. Días de banquetes. De indigentes con trajes y dinero en efectivo.
Viernes, 6:30 p.m.
Leí hasta que el sol lentamente se despedía de mí «entre líneas que ya no alcanzaba a ver». Agradecía que al menos tuviéramos la certeza que el sol volvería mañana.
Sábado, 5:11 p.m.
Quitaron la luz. Temo que se queme la computadora. Para calmarme, empecé a darle con furia al hula-hula. Mis caderas hoy tenían un impulso nuevo, giré y giré como si volara en un espiral transparente.
Domingo, 3:36 p.m.
Otra vez un domingo por la tarde triste y sin luz. Este país no tiene reparo. Las ganas de irme se ensanchan. Nos están corriendo, mamá.
Lunes, 10:00 p.m.
Sin luz. Con hambre. Otro cigarro. Otro miedo que me fumo. Un grito que no sale. Todo es una trampa.
Miércoles, 9:45 p.m.
Tenía media vela. Estaba leyendo «El caballo perdido» de Felisberto Hernández. Quería terminar el cuento antes que la vela se acabara. Cuando apenas quedaba una pequeña sopa de esperma en el plato y el rabo de la vela chirriando, a mí me quedaban dos páginas. Empecé a leer rápido en competencia con la pequeña luz. Ella entendió mi urgencia terrible, por al menos concluir algo en esta miseria. Cuando leí la última línea, miré la lucecita débil y ella se apagó avergonzada.
Jueves, 8:21 p.m.
La vela se ha vuelto loca, he cerrado las ventanas y sigue danzando y no me deja leer. Ella es la única que parece estar alegre.
Viernes, 9:15 p.m.
Las velas también están escaseando, compré un velón, al encenderlo pensé en mi abuela, en San Miguel Arcángel, en la Virgen del Carmen. Me supe una santa como todas mis tías.
Sábado, 10:11 p.m.
Pienso en mi padre, cuando todo está oscuro.
Domingo, 11:11 p.m.
La luz se fue y no regresó más.
***
Julieta Arella (Caracas, 1990) Galateica. Caracas: Fundación La Poeteca, 2019.
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