Cada tres kilómetros en la carretera
vemos un perro muerto.
A casi todos los esquivamos en el camino.
También hay zapatos
y vestidos de niñas abandonados
y es necesario maniobrar
como atravesando ruinas.
Al pie de las montañas cuelgan alfombras de colores,
de esas que le prometí a Marian hace tres años,
cuando visité la isla en un verano.
Aquella vez no las compré.
Ahora tampoco me detengo a verlas
y las vendedoras al borde del camino,
sentadas en sus sillas de guano,
me miran pasar como si conocieran mi deuda,
como si Marian les hubiera contado
alguna tarde, de paso hacia a las Terrenas.
Vamos al velorio de Altagracia.
Hay hombres caminando a ambos lados de la carretera,
están vivos y son flacos,
todos tienen la piel de caña bronceada,
y huelen a hierbas
y a platanares escondidos.
Se arrastran con el torso encorvado de las hienas,
y van guiando a sus caballos.
El cansancio también va con ellos.
Parece que regresan de la guerra.
Aún llueve y llegamos al pueblo.
La calle es de tierra,
hierve.
El lodo parece congregarse en las puertas de las casas.
Su color ocre es un aviso de que la muerte anda cerca.
El tiempo se puede medir entre una mano y otra.
En el velorio,
la muerte es protegida por paraguas.
Hombres y mujeres, escondidos de la lluvia,
cantan a Dios y yo en silencio,
diciéndole sí a Soldileny,
“sí, es cierto que el dominicano no se moja cuando llueve”
y ella a más de doscientos kilómetros de mí,
en la Trece,
abriendo un día más el negocio de su madre muerta,
mientras en el pueblo las mujeres se cubren los cabellos
bajo la ternura de los paraguas cojos,
hay uno rojo, otro de rayas verdes,
y bajo ellos se canta,
se cierran los ojos con dulzura
para que no se quede la desdicha en los aposentos
y se vaya la muerte más al sur, a otros campos lejanos.
Se canta hosanna oh señor
como invitando a los ángeles a bajar a la enramada,
a besar y bendecir a Altagracia,
con ese tono agudo de los que piden ayuda,
y así se canta
porque además las voces alejan la desgracia,
e incluso la lluvia va desapareciendo,
también la mirada va desapareciendo.
De camino al panteón
una niña dice que Altagracia sabía cómo ayudar a la gente.
Regresamos unas horas más tarde a la ciudad.
Al llegar a la casa de mis padres
en la ducha
canto hosanna sin querer.
Luego sueño:
Altagracia camina junto a una muchacha triste.
Levanta unos perros muertos de la carretera.
Uno por uno los va colocando con cuidado sobre alfombras de colores.
***
Ariadna Vásquez Germán (Santo Domingo, 1977)
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