Nos enlazamos desnudos en el campo y pronto nos separamos de la tierra y volamos dulcemente. En la cabeza llevábamos coronas de hierro.
La brisa nos llevó de un lado para otro y en ocasiones girábamos en torno a nosotros mismos, siempre unidos, vertiginosamente. Pero las coronas no se caían.
Así recorrimos en unos instantes varias regiones diferentes, mis muslos entre los suyos, mi mejilla sobre la suya y las dos coronas tocándose.
Al terminar las últimas convulsiones, de nuevo volvimos a la tierra y observamos que las coronas nos habían herido la frente y que la sangre resbalaba.
***
Detrás está una monja con una gran sartén sobre el fuego. Creo que está haciendo una tortilla: tiene un par de huevos gigantescos junto a ella. Cuando me acerco me mira fijamente y observo que debajo de sus hábitos, en vez de pies, aparecen dos ancas de rana.
En la sartén hay un hombre con una expresión de indiferencia. De vez en cuando saca un pie —quizás se queme demasiado— y la monja se lo vuelve a meter. Ahora el hombre se ha quedado inmóvil y una especie de salsa lo cubre. La sopa se vuelve espesa, ya no lo veo más.
La monja me pide que me vaya con ella a un rincón. La sigo, y comienza a contarme obscenidades en un tono de murmullo. Para comprenderla mejor me acerco a ella y noto que acaricia mi sexo, pero no me atrevo a decir nada. Alguien se ríe detrás de nosotros. Miro las manos de la monja y descubro que son dos ancas de rana.
Me doy cuenta de que estoy desnudo y temo que me vean así. Ella me dice que me meta en la gigantesca sartén para que nadie me vea. Me meto. La sopa está cada vez más caliente. Intento sacar un pie pero la monja me lo impide. La salsa ahora me cubre por completo y el calor aumenta constantemente.
Ahora me abraso.
***
La niña desnuda que va sobre el caballo me dice que entre en la plaza.
En la plaza la gente juega con unas bolas que lanzan y hacen volver a la mano por medio de una cuerda elástica. Al atravesar la plaza, toda la gente deja de jugar y se pone a señalarme con el dedo y a reírse. Corro y todo el mundo me lanza las bolas que ruedan junto a mí sin tocarme. Las bolas son de hierro.
Lo más rápidamente posible me meto por la primera calle que veo. Me doy cuenta de que se trata de un callejón sin salida. Por ello vuelvo a la plaza.
Un caballo me persigue. Para que no me coja me escondo tras un árbol de varios troncos. El caballo se lanza sobre mí, pero queda empotrado en el árbol, apresado por sus ramas. Miro hacia arriba y veo a la niña, desnuda.
Intento liberar al caballo prisionero de las ramas, pero me muerde arrancándome parte de la muñeca. El caballo relincha y parece que ríe.
La gente se pone a lanzarme bolas de hierro. La niña desnuda sobre el caballo se tapa la boca con la mano, pero veo que se ríe de mí a carcajadas.
***
Fernando Arrabal (Melilla, 1932) La piedra de la locura. Madrid: Laetoli, 2022.
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