jueves, 14 de julio de 2022

arthur rimbaud / de "una temporada en el infierno"













Noche de infierno

*

Antaño, si lo recuerdo bien, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
    Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié.
    Me armé contra la justicia.
    Hu. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh collera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
    Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
    Llamé a los verdugos para morder,  mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
    Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.
    Ahora bien, hallándome hace muy poco a punto de lanzar el último ¡cuac! soñé recuperar la llave del antiguo festín, en donde tal vez recobraría el apetito.
    Esta llave es la claridad. —Tal inspiración prueba que he soñado! 
    “Seguirás hiena, etc.....”, exclama el demonio que me coronó con tan amables adormideras. “Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales”.
    ¡Ah! Estoy harto de eso: —Pero, querido Satán, os conjuro, ¡una mirada menos iracunda! y a la espera de algunas pequeñas vilezas repagadas, para quienes aprecian en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, desprendo estas pequeñas aborrecibles hojas de mi carnet de condenado.

~

Alquimia del verbo

*

    ¡A mí! La historia de una de mis locuras.
    Desde tiempo atrás me vanagloriaba de poseer todos los paisajes imaginables, y me parecían irrisorias todas las celebridades de la pintura y la poesía modernas.
    Gustaba de las pinturas idiotas, ornamentos de puertas, decorados, telas de saltimbanquis, enseñas, iluminadas estampas populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, pequeños libros de infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.
    Soñaba cruzadas, viajes de descubrimiento sobre los que no existen relaciones, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
    ¡Inventaba el color de las vocales! —A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde—.
    Regía la forma, el movimiento de cada consonante, y, con ritmos instintivos, me jactaba de inventar un verbo poético, accesible, un día u otro, a todos los sentidos.
    Reservaba la traducción.
    Al comiendo fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable.
    Fijaba vértigos: 

    Lejos ya de rebaños, de pájaros, de 
        aldeanos,
    ¿qué era lo que bebía
    entre aquella maleza, de rodillas,
    en ese tierno bosque de avellanos
    y ese brumoso y tibio mediodía?

    ¿Qué era lo que bebía
    en ese joven Oise,
    —¡olmos sin voz, oscurecido cielo, césped
         sin una flor!—
    en esas amarillas calabazas,
    lejos ya de mi choza, tan amada?

    Un licor de oro insípido que nos baña en sudor.
    Hacía yo de enseña dudosa de hostería.
    —Una tormenta vino a perseguir los cielos.
    En la virgen arena
    el agua de los bosques se perdía,
    y el vendaval de Dios
    su granito arrojaba a la marea,
    en el atardecer.

    Oro veía, llorando —y no pude beber.

    Hasta la aurora, en verano,
    el sueño de amor perdura.
    Bajo el follaje se esfuma
    la noche que festejamos.

    Allí, en sus vastos talleres
    —y ya en mangas de camisa
    los Carpinteros trajinan
    bajo el sol de las Hespérides.

    En espumosos Desiertos
    tranquilos arman los techos,
    donde, luego, ha de pintar
    falsos cielos, la ciudad.

    ¡Oh, por esos Artesanos
    de algún rey de Babilonia
    deja, Venus, los Amantes
    de alma en forma de corona!

    ¡Oh Reina de los Rebaños,
    obsequiales aguardiente!
    ¡Que en paz; su fuerza se encuentre,
    mientras esperan el baño
    en el mar más meridiano!

    Las antiguallas poéticas formaban gran parte de mi alquimia del verbo.
    Me habitué a la alucinación simple: veía con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida por ángeles, calesas por las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de sainete proyectaba espantos ante mí.
    ¡Después explicaba mis sofismas mágicos por medio de la alucinación de las palabras!
    Terminé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la felicidad de las bestias —las orugas, que representan la inocencia de los limbos, los topos ¡el sueño de la virginidad!
    Mi carácter se agriaba. Me despedía del mundo en una especie de romanzas:

CANCIÓN DE LA MÁS ALTA TORRE

    ¡Que venga! ¡Que venga!
    el tiempo que nos prenda.

    Tuve tanta paciencia
    que por siempre olvidé.
    Sufrimientos, temores
    a los cielos se elevan.
    Y la malsana sed
    oscurece mis venas.
    ¡Que venga! ¡Que venga!
    el tiempo que nos prenda.
    Tal como una pradera
    entregada al olvido,
    se expande, florecida
    de inciensos y cardones,
    al huraño zumbido
    de sucios moscardones.

    ¡Que venga! ¡Que venga!
    el tiempo que nos prenda.
 
    Amaba el desierto, los vergeles quemados, las pequeñas tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por calles hediondas y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.
    “General, si queda un viejo cañón sobre tus ruinosas murallas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A los cristales de los espléndidos almacenes! ¡a los salones! Que la ciudad trague su polvo. Oxida las gárgolas... Colma los tocadores con polvos de rubí ardiente...”

    ¡Oh! ¡el ebrio moscardón en el mingitorio de la posada, enamorado del sedimento, y al que un rayo disuelve!

HAMBRE

    Si es que algún gusto me queda
    es por la tierra y las piedras.
    Me desayuno con viento,
    peñascos, carbones, hierro.

    ¡Den vueltas, mis hambres!
    Las hambres, ¡que pasten
    en prado de sones!
    ¡Que atraigan la suave,
    la alegre ponzoña
    de las amapolas!

    Coman riscos que alguien quiebra,
    antiguas piedras de iglesia
    o de diluvios de antaño;
    panes de los valles pálidos.

    Aullaba bajo la fronda
    el lobo escupiendo plumas
    de un volátil desayuno:
    como él ¡ay! yo me consumo.

    Las frutas, las ensaladas,
    sólo esperan la cosecha;
    pero en el soto la araña
    no ingiere más que violetas.

    ¡Que yo duerma, que yo hierva!
    en aras de Salomón.
    Corre el caldo por la herrumbre
    para mezclarse al Cedrón.

    En fin, ¡oh dicha! ¡oh razón!, aparté del cielo el azul, que es negro, y viví, chispa de oro, de la luz naturaleza. De alegría, adoptaba la más bufonesca y extraviada expresión posible:

    ¡Se la volvió a encontrar!
    ¿Qué? la eternidad.
    Es el sol mezclado
         al mar.

    Cumple tu voto alma eterna
    pese a los fuegos del día
    y de la noche desierta.

    Así pues tú te desprendes
    de los sufragios humanos
    y entusiasmos cotidianos
    para alzar vuelo... según.

    —Ya se alejó la esperanza,
    nunca ya más orietur.
    Tan sólo ciencia y paciencia.
    El suplicio es sin albur.

    Ha sucumbido el mañana.
    Brasas ardientes de raso,
    es el deber vuestras llamas.
    
    Se la volvió a encontrar.
    —¿Qué?— la eternidad.
    Es el sol mezclado
         al mar.

    Me trasformé en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una forma de malgastar una fuerza, un enervamiento. La moral es la debilidad del cerebro. 
    Me pareció que, a cada ser, se le debían muchas otras vidas. Ese señor ignora lo que hace: es un ángel. Esta familia es una carnada de perros. Ante muchos hombres, conversé en voz; alta con un momento de una de sus otras vidas. —Así, amé a un cerdo.
    Ninguno de los sofismas de la locura —de la locura que se recluye—, fue olvidado por mí: podría repetirlos todos, poseo el sistema.
    Mi salud peligró. El terror llegaba. Caía dormido durante días enteros, y, despierto, continuaba los sueños más tristes. Me encontraba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros mi debilidad me conducía a los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.
    Debí viajar, disipar los encantamientos acumulados en mi cerebro. Sobre el mar, al que amaba como si él debiera lavarme de un estigma, veía elevarse la cruz; consoladora. Yo había sido condenado por el arco iris. La Dicha era mi fatalidad, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para ser consagrada a la fuerza y a la belleza.
    ¡La Dicha! Su diente, dulce para la muerte, me advertía al cantar el gallo —ad matutinum, al Christus venit—, en las más sombrías ciudades: 
    
    ¡Oh estaciones! ¡Oh castillos!
    ¿qué alma carece de vicios?
    
    El mágico estudio yo hice
    de la dicha ineludible.

    ¡Salud! a ella, cada ves
    que canta el gallo francés.

    ¡Ah! no tendré más codicia.
    Se ha encargado de mi vida.

    Su encanto invade alma y cuerpo
    y dispersa todo esfuerzo.

    ¡Oh estaciones! ¡Oh castillos!

    El instante, ¡ay! de su fuga
    será el mismo de la tumba.

    ¡Oh estaciones! ¡Oh castillos!

    Eso ha terminado. Hoy sé saludar a la belleza.

~

Lo imposible

*

    ¡Ah! la vida de mi infancia, el ancho camino en cualquier tiempo, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener patria, ni amigos, qué tontería fue aquello. —¡Y sólo ahora lo advierto!
    —Tuve razón de despreciar a esos buenos burgueses que no perderían la oportunidad de una caricia, parásitos del aseo y de la salud de nuestras mujeres, hoy cuando ellas están tan poco de acuerdo con nosotros.
    Tuve razón en todos mis desdenes: ¡puesto que me evado!
    ¡Me evado!
    Me explicaré.
    Ayer no más, suspiraba: “¡Cielos! ¡Somos ya bastantes los condenados aquí abajo! ¡Llevo ya tanto tiempo en su rebaño!
    Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre; nos damos asco. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son correctísimas.” ¿No es asombroso? ¡El mundo! ¡los mercaderes, los ingenuos! —No estamos deshonrados—. Pero ¿cómo nos recibirían los elegidos? Ahora bien, hay gentes ariscas y joviales, falsos elegidos, puesto que se necesita humildad o audacia para abordarlos. Ellos son los únicos elegidos.
    ¡No son bendecidores!
    Al recobrar dos céntimos de razón —¡eso pasa pronto!— veo que mis malestares provienen de no haberme figurado a tiempo que estamos en Occidente. ¡Los pantanos occidentales! No es que la luz me parezca alterada, la forma extenuada, el movimiento extraviado... ¡Bueno! He aquí que mi espíritu quiere asumir íntegramente todos los crueles desarrollos que ha sufrido el espíritu desde el fin del Oriente... ¡Pues no es nada lo que quiere mi espíritu!
    ... ¡Mis dos céntimos de razón terminaron! El espíritu es autoridad, exige que permanezca en Occidente. Tendría que obligarlo a callar para concluir como yo quería.
    Mandaba al diablo las palmas de los mártires, los resplandores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los bandidos; retornaba al Oriente, a la primera y eterna sabiduría. ¡Parece un sueño de grosera pereza!
    No pensaba ni remotamente, sin embargo, en el placer de eludir los sufrimientos modernos. No tomaba en cuenta la sabiduría bastarda del Corán. Pero ¿no es realmente un suplicio que, desde esa declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se burle, se pruebe las evidencias, se hinche de placer al repetir esas pruebas y sólo viva en tal forma? ¡Tortura sutil, tonta; fuente de mis divagaciones espirituales! ¡La naturaleza quizá pudiera hastiarse! El señor Prudhomme ha nacido con Cristo.
    ¿No será porque cultivamos la bruma?
    Comemos la fiebre con nuestras legumbres acuosas. ¡Y la embriaguez! ¡y el tabaco! ¡y la ignorancia! ¡y las abnegaciones! ¿Se encuentra todo esto muy lejos del pensamiento, de la sabiduría de Oriente, la patria primitiva? ¡Para qué un mundo moderno, si se inventan semejantes venenos!
    Las gentes de Iglesia dirán: Entendido.
    Pero tú quieres referirte al Edén. No hay nada para ti en la historia de los pueblos orientales. Es cierto. ¡Pensaba en el Edén! 
    ¿Qué significa para mi sueño la pureza de las razas antiguas?
    Los filósofos: El mundo no tiene edad.
    La humanidad se desplaza, simplemente.
    Te encuentras en Occidente, pero eres libre de habitar en tu Oriente, tan antiguo como te haga falta — y de habitarlo a gusto. No seas un vencido. Filósofos, sois de vuestro Occidente.
    Espíritu mío, ten cuidado. Nada de medios de salvación violentos. ¡Ejercítate!
    —¡Ah! ¡la ciencia no avanza lo suficientemente veloz; para nosotros!
    —Pero advierto que mi espíritu duerme.
    ¡Si a partir de este instante siempre estuviese completamente despierto, alcanzaríamos bien pronto la verdad, que quizá nos circunde con sus ángeles en llanto!...
    —¡Si hasta ahora hubiese permanecido despierto, yo no habría cedido a los instintos deletéreos, en una época inmemorial!...
    —¡Si siempre él hubiera estado despierto, navegaría yo en plena sabiduría!...
    ¡Oh pureza! ¡pureza! ¡Es este minuto de vigilia el que me ha proporcionado la visión de la pureza!
    —¡Por el espíritu se va a Dios!
    ¡Desgarrador infortunio! 

~

El relámpago

*

    ¡El trabajo humano! explosión que ilumina mi abismo de vez en cuando.
    “Nada es vanidad; ¡hacia la ciencia, y adelante!” exclama el Eclesiastés moderno, es decir Todo el mundo. Y sin embargo los cadáveres de los malvados y de los holgazanes caen sobre el corazón de los otros... ¡Ah! rápido, un poco rápido; allá lejos, más allá de la noche, esas recompensas futuras, eternas... ¿las eludiremos?
    —¿Qué puedo hacer? Conozco el trabajo; y la ciencia es demasiado lenta. Que la plegaria galopa y la luz brama... bien lo veo. Es demasiado simple y hace demasiado calor; prescindirán de mí. Tengo mi deber, pero me enorgullecería como muchos, dejándolo a un lado.
    He malgastado mi vida. ¡Vamos! Finjamos, holguemos, ¡oh piedad! Y existiremos divirtiéndonos, soñando amores monstruosos y universos fantásticos, quejándonos y combatiendo las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido, ¡sacerdote! Sobre mi lecho de hospital, el olor del incienso retornó a mí tan potente; guardián de aromas sagrados, confesor, mártir...
    Reconozco en todo esto la sucia educación de mi infancia. ¡Y qué!... Andar mis veinte años, si los otros andan veinte años...
    ¡No! ¡No! ¡ahora me rebelo contra la muerte! El trabajo resulta excesivamente liviano para mi orgullo: mi traición al mundo significaría un suplicio demasiado breve. A último momento, atacaría a diestra y siniestra...
    Entonces, —¡oh!— pobre alma querida, ¡la eternidad no se habría perdido para nosotros! 

***
Arthur Rimbaud (Charleville, 1854-Marsella, 1891) Una temporada en el infierno. Buenos Aires: EDICOM, 1970
Versiones de Oliverio Girondo y Enrique Molina. 

/

Nuit de l'enfer

*

J’ai avalé une fameuse gorgée de poison. — Trois fois béni soit le conseil qui m’est arrivé ! — Les entrailles me brûlent. La violence du venin tord mes membres, me rend difforme, me terrasse. Je meurs de soif, j’étouffe, je ne puis crier. C’est l’enfer, l’éternelle peine ! Voyez comme le feu se relève ! Je brûle comme il faut. Va, démon !

J’avais entrevu la conversion au bien et au bonheur, le salut. Puis-je décrire la vision, l’air de l’enfer ne souffre pas les hymnes ! C’était des millions de créatures charmantes, un suave concert spirituel, la force et la paix, les nobles ambitions, que sais-je ?

Les nobles ambitions !

Et c’est encore la vie ! — Si la damnation est éternelle ! Un homme qui veut se mutiler est bien damné, n’est-ce pas ? Je me crois en enfer, donc j’y suis. C’est l’exécution du catéchisme. Je suis esclave de mon baptême. Parents, vous avez fait mon malheur et vous avez fait le vôtre. Pauvre innocent ! L’enfer ne peut attaquer les païens. — C’est la vie encore ! Plus tard, les délices de la damnation seront plus profondes. Un crime, vite, que je tombe au néant, de par la loi humaine.

Tais-toi, mais tais-toi !… C’est la honte, le reproche, ici : Satan qui dit que le feu est ignoble, que ma colère est affreusement sotte. — Assez !… Des erreurs qu’on me souffle, magies, parfums faux, musiques puériles. — Et dire que je tiens la vérité, que je vois la justice : j’ai un jugement sain et arrêté, je suis prêt pour la perfection… Orgueil. — La peau de ma tête se dessèche. Pitié ! Seigneur, j’ai peur. J’ai soif, si soif ! Ah ! l’enfance, l’herbe, la pluie, le lac sur les pierres, le clair de lune quand le clocher sonnait douze… le diable est au clocher, à cette heure. Marie ! Sainte-Vierge !… — Horreur de ma bêtise.

Là-bas, ne sont-ce pas des âmes honnêtes, qui me veulent du bien… Venez… J’ai un oreiller sur la bouche, elles ne m’entendent pas, ce sont des fantômes. Puis, jamais personne ne pense à autrui. Qu’on n’approche pas. Je sens le roussi, c’est certain.

Les hallucinations sont innombrables. C’est bien ce que j’ai toujours eu : plus de foi en l’histoire, l’oubli des principes. Je m’en tairai : poëtes et visionnaires seraient jaloux. Je suis mille fois le plus riche, soyons avare comme la mer.

Ah ça ! l’horloge de la vie s’est arrêtée tout à l’heure. Je ne suis plus au monde. — La théologie est sérieuse, l’enfer est certainement en bas — et le ciel en haut. — Extase, cauchemar, sommeil dans un nid de flammes.

Que de malices dans l’attention dans la campagne… Satan, Ferdinand, court avec les graines sauvages… Jésus marche sur les ronces purpurines, sans les courber… Jésus marchait sur les eaux irritées. La lanterne nous le montra debout, blanc et des tresses brunes, au flanc d’une vague d’émeraude…

Je vais dévoiler tous les mystères : mystères religieux ou naturels, mort, naissance, avenir, passé, cosmogonie, néant. Je suis maître en fantasmagories.

Écoutez !…

J’ai tous les talents ! — Il n’y a personne ici et il y a quelqu’un : je ne voudrais pas répandre mon trésor. — Veut-on des chants nègres, des danses de houris ? Veut-on que je disparaisse, que je plonge à la recherche de l’anneau ? Veut-on ? Je ferai de l’or, des remèdes.

Fiez-vous donc à moi, la foi soulage, guide, guérit. Tous, venez, — même les petits enfants, — que je vous console, qu’on répande pour vous son cœur, — le cœur merveilleux ! — Pauvres hommes, travailleurs ! Je ne demande pas de prières ; avec votre confiance seulement, je serai heureux.

— Et pensons à moi. Ceci me fait peu regretter le monde. J’ai de la chance de ne pas souffrir plus. Ma vie ne fut que folies douces, c’est regrettable.

Bah ! faisons toutes les grimaces imaginables.

Décidément, nous sommes hors du monde. Plus aucun son. Mon tact a disparu. Ah ! mon château, ma Saxe, mon bois de saules. Les soirs, les matins, les nuits, les jours… Suis-je las !

Je devrais avoir mon enfer pour la colère, mon enfer pour l’orgueil, — et l’enfer de la caresse ; un concert d’enfers.

Je meurs de lassitude. C’est le tombeau, je m’en vais aux vers, horreur de l’horreur ! Satan, farceur, tu veux me dissoudre, avec tes charmes. Je réclame. Je réclame ! un coup de fourche, une goutte de feu.

Ah ! remonter à la vie ! jeter les yeux sur nos difformités. Et ce poison, ce baiser mille fois maudit ! Ma faiblesse, la cruauté du monde ! Mon Dieu, pitié, cachez-moi, je me tiens trop mal ! — Je suis caché et je ne le suis pas.

C’est le feu qui se relève avec son damné.


~

L'alchimie du verbe

*

À moi. L’histoire d’une de mes folies.

Depuis longtemps je me vantais de posséder tous les paysages possibles, et trouvais dérisoires les célébrités de la peinture et de la poésie moderne.

J’aimais les peintures idiotes, dessus de portes, décors, toiles de saltimbanques, enseignes, enluminures populaires ; la littérature démodée, latin d’église, livres érotiques sans orthographe, romans de nos aïeules, contes de fées, petits livres de l’enfance, opéras vieux, refrains niais, rythmes naïfs.

Je rêvais croisades, voyages de découvertes dont on n’a pas de relations, républiques sans histoires, guerres de religion étouffées, révolutions de mœurs, déplacements de races et de continents : je croyais à tous les enchantements.

J’inventai la couleur des voyelles ! — A noir, E blanc, I rouge, O bleu, U vert. — Je réglai la forme et le mouvement de chaque consonne, et, avec des rythmes instinctifs, je me flattai d’inventer un verbe poétique accessible, un jour ou l’autre, à tous les sens. Je réservais la traduction.

Ce fut d’abord une étude. J’écrivais des silences, des nuits, je notais l’inexprimable. Je fixais des vertiges.


Loin des oiseaux, des troupeaux, des villageoises,
Que buvais-je, à genoux dans cette bruyère
Entourée de tendres bois de noisetiers,
Dans un brouillard d’après-midi tiède et vert !

Que pouvais-je boire dans cette jeune Oise,
— Ormeaux sans voix, gazon sans fleurs, ciel couvert ! —
Boire à ces gourdes jaunes, loin de ma case
Chérie ? Quelque liqueur d’or qui fait suer.

Je faisais une louche enseigne d’auberge.
Un orage vint chasser le ciel. Au soir
L’eau des bois se perdait sur les sables vierges,
Le vent de Dieu jetait des glaçons aux mares ;

Pleurant, je voyais de l’or — et ne pus boire. —


À quatre heures du matin, l’été,
Le sommeil d’amour dure encore.
Sous les bocages s’évapore
L’odeur du soir fêté.


Là-bas, dans leur vaste chantier
Au soleil des Hespérides,
Déjà s’agitent — en bras de chemise —
Les Charpentiers.

Dans leurs Déserts de mousse, tranquilles,
Ils préparent les lambris précieux
Où la ville
Peindra de faux cieux.

Ô, pour ces Ouvriers charmants
Sujets d’un roi de Babylone,
Vénus ! quitte un instant les Amants
Dont l’âme est en couronne.

Ô Reine des Bergers,
Porte aux travailleurs l’eau-de-vie,
Que leurs forces soient en paix
En attendant le bain dans la mer à midi.


La vieillerie poétique avait une bonne part dans mon alchimie du verbe.

Je m’habituai à l’hallucination simple : je voyais très-franchement une mosquée à la place d’une usine, une école de tambours faite par des anges, des calèches sur les routes du ciel, un salon au fond d’un lac ; les monstres, les mystères ; un titre de vaudeville dressait des épouvantes devant moi.

Puis j’expliquai mes sophismes magiques avec l’hallucination des mots !

Je finis par trouver sacré le désordre de mon esprit. J’étais oisif, en proie à une lourde fièvre : j’enviais la félicité des bêtes, — les chenilles, qui représentent l’innocence des limbes, les taupes, le sommeil de la virginité !

Mon caractère s’aigrissait. Je disais adieu au monde dans d’espèces de romances :


CHANSON DE LA PLUS HAUTE TOUR.


Qu’il vienne, qu’il vienne,
Le temps dont on s’éprenne.

J’ai tant fait patience
Qu’à jamais j’oublie.
Craintes et souffrances
Aux cieux sont parties.
Et la soif malsaine
Obscurcit mes veines.

Qu’il vienne, qu’il vienne,
Le temps dont on s’éprenne.

Telle la prairie
À l’oubli livrée,
Grandie, et fleurie
D’encens et d’ivraies,
Au bourdon farouche
Des sales mouches.

Qu’il vienne, qu’il vienne,
Le temps dont on s’éprenne.


J’aimai le désert, les vergers brûlés, les boutiques fanées, les boissons tiédies. Je me traînais dans les ruelles puantes et, les yeux fermés, je m’offrais au soleil, dieu de feu.

« Général, s’il reste un vieux canon sur tes remparts en ruines, bombarde-nous avec des blocs de terre sèche. Aux glaces des magasins splendides ! dans les salons ! Fais manger sa poussière à la ville. Oxyde les gargouilles. Emplis les boudoirs de poudre de rubis brûlante… »

Oh ! le moucheron enivré à la pissotière de l’auberge, amoureux de la bourrache, et que dissout un rayon !


FAIM.


Si j’ai du goût, ce n’est guère
Que pour la terre et les pierres.
Je déjeune toujours d’air,
De roc, de charbons, de fer.

Mes faims, tournez. Paissez, faims,
Le pré des sons.
Attirez le gai venin
Des liserons.

Mangez les cailloux qu’on brise,
Les vieilles pierres d’églises ;
Les galets des vieux déluges,
Pains semés dans les vallées grises.


Le loup criait sous les feuilles
En crachant les belles plumes
De son repas de volailles :
Comme lui je me consume.

Les salades, les fruits
N’attendent que la cueillette ;
Mais l’araignée de la haie
Ne mange que des violettes.

Que je dorme ! que je bouille
Aux autels de Salomon.
Le bouillon court sur la rouille,
Et se mêle au Cédron.


Enfin, ô bonheur, ô raison, j’écartai du ciel l’azur, qui est du noir, et je vécus, étincelle d’or de la lumière nature. De joie, je prenais une expression bouffonne et égarée au possible :


Elle est retrouvée !
Quoi ? l’éternité.
C’est la mer mêlée
Au soleil.

Mon âme éternelle,
Observe ton vœu
Malgré la nuit seule
Et le jour en feu.

Donc tu te dégages
Des humains suffrages,
Des communs élans !
Tu voles selon.....

— Jamais l’espérance.
Pas d’orietur.
Science et patience,
Le supplice est sûr.

Plus de lendemain,
Braises de satin,
Votre ardeur
Est le devoir.

Elle est retrouvée !
— Quoi ? — l’Éternité.
C’est la mer mêlée
Au soleil.


Je devins un opéra fabuleux : je vis que tous les êtres ont une fatalité de bonheur : l’action n’est pas la vie, mais une façon de gâcher quelque force, un énervement. La morale est la faiblesse de la cervelle.

À chaque être, plusieurs autres vies me semblaient dues. Ce monsieur ne sait ce qu’il fait : il est un ange. Cette famille est une nichée de chiens. Devant plusieurs hommes, je causai tout haut avec un moment d’une de leurs autres vies. — Ainsi, j’ai aimé un porc.

Aucun des sophismes de la folie, — la folie qu’on enferme, — n’a été oublié par moi : je pourrais les redire tous, je tiens le système.

Ma santé fut menacée. La terreur venait. Je tombais dans des sommeils de plusieurs jours, et, levé, je continuais les rêves les plus tristes. J’étais mûr pour le trépas, et par une route de dangers ma faiblesse me menait aux confins du monde et de la Cimmérie, patrie de l’ombre et des tourbillons.

Je dus voyager, distraire les enchantements assemblés sur mon cerveau. Sur la mer, que j’aimais comme si elle eût dû me laver d’une souillure, je voyais se lever la croix consolatrice. J’avais été damné par l’arc-en-ciel. Le Bonheur était ma fatalité, mon remords, mon ver : ma vie serait toujours trop immense pour être dévouée à la force et à la beauté.

Le Bonheur ! Sa dent, douce à la mort, m’avertissait au chant du coq, — ad matutinum, au Christus venit, — dans les plus sombres villes :


Ô saisons, ô châteaux !
Quelle âme est sans défauts ?

J’ai fait la magique étude
Du bonheur, qu’aucun n’élude.

Salut à lui, chaque fois
Que chante le coq gaulois.

Ah ! je n’aurai plus d’envie :
Il s’est chargé de ma vie.


Ce charme a pris âme et corps
Et dispersé les efforts.

Ô saisons, ô châteaux !

L’heure de sa fuite, hélas !
Sera l’heure du trépas.

Ô saisons, ô châteaux !


Cela s’est passé. Je sais aujourd’hui saluer la beauté.

~

L'impossible

*

Ah ! cette vie de mon enfance, la grande route par tous les temps, sobre surnaturellement, plus désintéressé que le meilleur des mendiants, fier de n’avoir ni pays, ni amis, quelle sottise c’était. — Et je m’en aperçois seulement !

— J’ai eu raison de mépriser ces bonshommes qui ne perdraient pas l’occasion d’une caresse, parasites de la propreté et de la santé de nos femmes, aujourd’hui qu’elles sont si peu d’accord avec nous.

J’ai eu raison dans tous mes dédains : puisque je m’évade !

Je m’évade !

Je m’explique.

Hier encore, je soupirais : « Ciel ! Sommes-nous assez de damnés ici-bas ! Moi j’ai tant de temps déjà dans leur troupe ! Je les connais tous. Nous nous reconnaissons toujours ; nous nous dégoûtons. La charité nous est inconnue. Mais nous sommes polis ; nos relations avec le monde sont très-convenables. » Est-ce étonnant ? Le monde ! les marchands, les naïfs ! — Nous ne sommes pas déshonorés. — Mais les élus, comment nous recevraient-ils ? Or il y a des gens hargneux et joyeux, de faux élus, puisqu’il nous faut de l’audace ou de l’humilité pour les aborder. Ce sont les seuls élus. Ce ne sont pas des bénisseurs !

M’étant retrouvé deux sous de raison — ça passe vite ! — je vois que mes malaises viennent de ne m’être pas figuré assez tôt que nous sommes à l’Occident. Les marais occidentaux ! Non que je croie la lumière altérée, la forme exténuée, le mouvement égaré… Bon ! voici que mon esprit veut absolument se charger de tous les développements cruels qu’a subis l’esprit depuis la fin de l’Orient… Il en veut, mon esprit !

… Mes deux sous de raison sont finis ! — L’esprit est autorité, il veut que je sois en Occident. Il faudrait le faire taire pour conclure comme je voulais.

J’envoyais au diable les palmes des martyrs, les rayons de l’art, l’orgueil des inventeurs, l’ardeur des pillards ; je retournais à l’Orient et à la sagesse première et éternelle. — Il paraît que c’est un rêve de paresse grossière !

Pourtant, je ne songeais guère au plaisir d’échapper aux souffrances modernes. Je n’avais pas en vue la sagesse bâtarde du Coran. — Mais n’y a-t-il pas un supplice réel en ce que, depuis cette déclaration de la science, le christianisme, l’homme se joue, se prouve les évidences, se gonfle du plaisir de répéter ces preuves, et ne vit que comme cela ! Torture subtile, niaise ; source de mes divagations spirituelles. La nature pourrait s’ennuyer, peut-être ! M. Prudhomme est né avec le Christ.

N’est-ce pas parce que nous cultivons la brume ! Nous mangeons la fièvre avec nos légumes aqueux. Et l’ivrognerie ! et le tabac ! et l’ignorance ! et les dévouements ! — Tout cela est-il assez loin de la pensée de la sagesse de l’Orient, la patrie primitive ? Pourquoi un monde moderne, si de pareils poisons s’inventent !

Les gens d’Église diront : C’est compris. Mais vous voulez parler de l’Éden. Rien pour vous dans l’histoire des peuples orientaux. — C’est vrai ; c’est à l’Éden que je songeais ! Qu’est-ce que c’est pour mon rêve, cette pureté des races antiques !

Les philosophes : Le monde n’a pas d’âge. L’humanité se déplace, simplement. Vous êtes en Occident, mais libre d’habiter dans votre Orient, quelque ancien qu’il vous le faille, — et d’y habiter bien. Ne soyez pas un vaincu. Philosophes, vous êtes de votre Occident.

Mon esprit, prends garde. Pas de partis de salut violents. Exerce-toi ! — Ah ! la science ne va pas assez vite pour nous !

— Mais je m’aperçois que mon esprit dort.

S’il était bien éveillé toujours à partir de ce moment, nous serions bientôt à la vérité, qui peut-être nous entoure avec ses anges pleurant !… — S’il avait été éveillé jusqu’à ce moment-ci, c’est que je n’aurais pas cédé aux instincts délétères, à une époque immémoriale !… — S’il avait toujours été bien éveillé, je voguerais en pleine sagesse !…

Ô pureté ! pureté !

C’est cette minute d’éveil qui m’a donné la vision de la pureté ! — Par l’esprit on va à Dieu !

Déchirante infortune !


L'eclair

*

Le travail humain ! c’est l’explosion qui éclaire mon abîme de temps en temps.

« Rien n’est vanité ; à la science, et en avant ! » crie l’Ecclésiaste moderne, c’est-à-dire Tout le monde. Et pourtant les cadavres des méchants et des fainéants tombent sur le cœur des autres… Ah ! vite, vite un peu ; là-bas, par delà la nuit, ces récompenses futures, éternelles… les échappons-nous ?…

— Qu’y puis-je ? Je connais le travail ; et la science est trop lente. Que la prière galope et que la lumière gronde je le vois bien. C’est trop simple, et il fait trop chaud ; on se passera de moi. J’ai mon devoir, j’en serai fier à la façon de plusieurs, en le mettant de côté.

Ma vie est usée. Allons ! feignons, fainéantons, ô pitié ! Et nous existerons en nous amusant, en rêvant amours monstres et univers fantastiques, en nous plaignant et en querellant les apparences du monde, saltimbanque, mendiant, artiste, bandit, — prêtre ! Sur mon lit d’hôpital, l’odeur de l’encens m’est revenue si puissante ; gardien des aromates sacrés, confesseur, martyr…

Je reconnais là ma sale éducation d’enfance. Puis quoi !… Aller mes vingt ans, si les autres vont vingt ans…

Non ! non ! à présent je me révolte contre la mort ! Le travail paraît trop léger à mon orgueil : ma trahison au monde serait un supplice trop court. Au dernier moment, j’attaquerais à droite, à gauche…

Alors, — oh ! — chère pauvre âme, l’éternité serait-elle pas perdue pour nous !

No hay comentarios.:

Publicar un comentario