Retrato
*
Está desnudo en casa y, como un perro,
devora lo que encuentra: desechos, carne cruda
en huesos
de recientes cadáveres;
se agacha a defecar si le dan ganas
y difunde los rastros de su baba
por alfombras, sillones y cojines
en los que a cualquier hora, luego,
se recuesta a dormir,
saciado, en flácida postura.
Al despertar les ladra
a sombras que no sabe
si nacieron de un sueño o de su propio
cuerpo encogido, quejumbroso,
mientras se despereza.
Olfatea los cuartos,
se golpea el hocico en las esquinas
antes de vomitar
y gime
como si fuera un perro abandonado,
sin saber que no hubo nunca un dueño,
que nunca hubo calor junto a su llanto
y que nadie roerá
sus huesos ovillados.
~
La intimidad
*
Y ahora,
atrapados como estamos
en estos terraplenes de jugosa luz última,
¿vas a decirme que no tiene sentido
ni siquiera atreverse a respirar
a medida que el viaje de las nubes
se adentra en las montañas,
respirar en el límite
y pensar que detrás de lo que respiramos
está la imposibilidad de respirar,
la extática tiniebla?
Te escribo porque apenas
lo he hecho últimamente,
arconte o diosecillo,
ángel faunesco
o serpentino mordedor
de tantas horas que el tiempo no quiso devolver.
Conozco tus caprichos,
pero soy más paciente que al principio.
Estoy sentado, mírame,
al borde de la oscuridad.
La luz se filtra desde inmemorables
gradas por las que no podríamos
descender o subir.
La memoria se engaña
creyendo que conoce el asiento de la sombra.
¿Vendrás
a hacerme compañía
en este umbral donde te conocí
para jugar de nuevo
al escondite que inventamos?
Ya sé que no vendrás.
Los árboles me miran
una vez más, materia absorta
que dibujara un día los rostros de la descomposición.
Ahora soy yo quien los dibujo
para que, sin necesidad de respirar,
pueda volver aquí
siempre que lo deseen las montañas.
***
Rafael-José Díaz (Tenerife, 1971)
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