El gladiolo blanco de mi primera comunión se vuelve púrpura
*
Nunca más, oh no, nunca más
me prenderá la primavera con sus claras argucias.
Desconfío del tumescente
gladiolo blanco, satinadas pastas
de misales antiguos.
Parece una mortaja de niño,
su apariencia es tan pura
que, sin malicia, lo exponemos
a la vista de muchachas seráficas.
Y sin embargo, qué hermoso señuelo,
jamás halló Himeneo instructor más propicio.
Ya visita, de noche, silente, las alcobas,
se introduce en los sueños
y despierta a las vírgenes con dura sacudida.
Nunca más, oh no, nunca más
me prenderá la primavera con sus claras argucias.
~
El jardín de las delicias
*
Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.
Ella sabe a tu leche adolescente,
y huele a tus muslos.
En mis muslos contengo los pétalos mojados
de las flores. Son flores pedazos de tu cuerpo.
~
Triunfo de Artemis sobre Volupta
*
"Ah!, sí..."
Marie Dorval
Edad inimitable, a tu espejo interrogo
en cuál de mis innumerables
alacenas está la máscara de diosa
que de oscuro los mármoles cubría.
Vuestro fervor, tan obsesivo éxtasis,
la hizo hermosa y distante y proclamó única.
Sin embargo, tantas veces os maltrató!
Su lengua tan cruel como un látigo era.
Tras de los balcones atisbaba ansiosa
y a los suplicantes ojos se negaba
si de vuestros deseos tenía certidumbre.
No os consintió ni una sola hebra de su túnica,
ni tan siquiera que hurgarais entre sus collares.
Ni pudisteis, a través de una cerradura,
mirar cómo parsimoniosa se desvestía
haciendo crecer su desnudo desde la bañera.
Vaho de enredadera gris. La mano recurriendo
a la esponja. Y la fragante espuma, reptando
por su cuerpo, en él se introduce
instalando su invisible dominio.
No bebisteis tampoco en las sabrosas fuentes
que anegaban los turbios laberintos
que una maligna virginidad clausuró.
Ni las sombrías axilas, ni la frondosa concha
de la pelvis, ni la entrelazada cabellera
supieron del amable tacto de esos dedos
que conozco tan bien. Pero cuánto la amáis!
No la oísteis gritar cuando el estrépito
del placer os sobrevino y tumultuosamente
desbordó la hendida cúpula.
Mas el recuerdo de ella, precipitándose,
os asaltay en mí la buscáis. Qué terrible
e inimitable edad. Siempre a tu espejo interrogando.
Intento renacer, antigua identidad
que os fascinaba, aquel cuerpo tan desconocido,
si es que es posible tal metamorfosis.
Sabéis ya en qué precisos
lugares de mi piel Eros se asienta;
los secretos, derramados por la colcha,
por vuestras hábiles bocas sorprendidos.
Rendida, mis piernas fuertemente a vuestras piernas
enlazarán para que la total arremetida
a mi vientre penetre y arda en él.
Ahora soy costumbre,
invadida patria de rutinarias delicias.
Al poseerme perdisteis mi belleza anterior
y se os han desvanecido los deseos.
Mas si me ayudáis a buscar
en los armarios las túnicas olvidadas
y a rescatar la máscara propicia,
si me vuelvo arrogante, ¿os podré convencer?
Tan sagaz es la experiencia
y tan indestructible su mandato
que os sobrepasé largamente.
Incluso os instruiría. Y me lo reprocháis.
Edad inimitable,
donde los dioses habitaban y era
la admiración el tributo único
que a mis pies esparcíais.
No me pidáis que vuelva,
pues la inocencia es irrecuperable.
~
Cuando mi hermana y yo, solteras, queríamos ser virtuosas y santas
*
Y cuando al jardín, contigo, descendíamos,
evitábamos en lo posible los manzanos.
Incluso ante el olor del heliotropo enrojecíamos;
sabido es que esa flor amor eterno explica.
Tu frente entonces no era menos encendida
que tu encendida beca*, sobre ella reclinada,
con el rojo reflejo competía.
Y extasiadas, mudas, te espiábamos;
antes de que mojáramos los labios en la alberca,
furtivo y virginal, te santiguabas
y de infinita gracia te vestías.
Te dábamos estampas con los bordes calados
iguales al platito de pasas
que, con el té, se ofrece a las visitas,
detentes y reliquias en los que oro cosíamos
y ante ti nos sentábamos con infantil modestia.
Mi tan amado y puro seminarista hermoso,
¡cuántas serpientes enroscadas en los macizos de azucenas,
qué sintieron las rosas en tus manos que así se deshojaban!
Con la mirada baja protegerte queríamos
de nuestra femenina seducción.
Vano propósito.
Un día, un turgente púrpura,
tu pantalón incógnito, de pronto, estirará
y Adán derramará su provisión de leche.
Nada podrá parar tan vigoroso surtidor.
Bien que sucederá, sucederá.
Aunque nuestra manzana nunca muerdas,
aunque tu espasmo nunca presidamos,
bien que sucederá, sucederá.
Y no te ha de salvar ningún escapulario,
y ni el terrible infierno del albo catecismo
podrá evitar el cauce radiante de tu esperma.
*Beca: especie de manto de seda o paño, que colgaba del cuello hasta cerca de los pies, y que en algún tiempo usaron sobre la sotana los eclesiásticos que tenían alguna dignidad.
~
A un joven con abanico
*
Y qué encantadora es tu inexperiencia.
Tu mano torpe, fiel perseguidora
de una quemante gracia que adivinas
en el vaivén penoso del alegre antebrazo.
Alguien cose en tu sangre lentejuelas
para que atravieses
los redondos umbrales del placer
y ensayas a la vez desdén y seducción.
En ese larvado gesto que aventuras
se dibuja tu madre, reclinada
en la gris balaustrada del recuerdo.
Y tus ojos, atentos al paciente
e inolvidable ejemplo, se entrecierran.
Y mientras, adorable
y peligrosamente, te desvías.
Ana Rossetti (San Fernando, 1950) Los devaneos de Erato. Valencia: Prometeo, 1979.
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