martes, 10 de enero de 2023

vicente huidobro / de "temblor de cielo"













          Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar nuestra novia y huir de sexo en sexo hasta el fin de la tierra.
          Allí en donde el vacío pasa su arco de violín sobre el horizonte y el hombre se transforma en pájaro y el ángel en piedra preciosa.
          El Padre Eterno está fabricando tinieblas en su laboratorio y trabaja para volver sordos a los ciegos. Tiene un ojo en la mano y no sabe a quién ponérselo. Y en un bocal tiene una oreja en cópula con otro ojo.
          Estamos lejos, en el fin de los fines, en donde un hombre colgado por los pies de una estrella se balancea en el espacio con la cabeza hacia abajo. El viento que dobla los árboles, agita sus cabellos dulcemente.
          Los arroyos voladores se posan en las selvas nuevas donde los pájaros maldicen el amanecer de tanta flor inútil.
          Con cuánta razón ellos insultan las palpitaciones de esas cosas oscuras.
          Si se tratara solamente de degollar al capitán de las flores y hacerle sangrar el corazón del sentimiento superfluo, el corazón lleno de secretos y trozos de universo.
          La boca de un hombre amado sobre un tambor.
          Los senos de la niña inolvidable clavados en el mismo árbol donde los picotean los ruiseñores.
          Y la estatua del héroe en el polo.
          Destruirlo todo, todo, a bala y a cuchillo.
          Los ídolos se baten bajo el agua.
          —Isolda, Isolda, cuántos kilómetros nos separan, cuántos sexos entre tú y yo.
          Tú sabes bien que Dios arranca los ojos a las flores, pues su manía es la ceguera.
          Y transforma el espíritu en un paquete de plumas y transforma las novias sentadas sobre rosas en serpientes de pianola, en serpientes hermanas de la flauta, de la misma flauta que se besa en las noches de nieve y que las llama desde lejos.
          Pero tú no sabes por qué razón el mirlo despedaza el árbol entre sus dedos sangrientos.
          Y este es el misterio.
          Cuarenta días y cuarenta noches trepando de rama en rama como en el Diluvio. Cuarenta días y cuarenta noches de misterio entre rocas y picachos.
          Yo podría caerme de destino en destino, pero siempre guardaré el recuerdo del cielo.
          ¿Conoces las visiones de la altura? ¿Has visto el corazón de la luz? Yo me convierto a veces en una selva inmensa y recorro los mundos como un ejército.
          Mira la entrada de los ríos.
          El mar puede apenas ser mi teatro en ciertas tardes.
          La calle de los sueños no tiene árboles, ni una mujer crucificada en una flor, ni un barco pasando las páginas del mar.
          La calle de los sueños tiene un ombligo inmenso de donde asoma una botella. Adentro de la botella hay un obispo muerto. El obispo cambia de colores cada vez que se mueve la botella.
          Hay cuatro velas que se encienden y se apagan siguiendo un turno sucesivo. A veces un relámpago nos hace ver en el cielo una mujer despedazada que viene cayendo desde hace ciento cuarenta años.
          El cielo esconde su misterio.
          En todas las escalas se supone un asesino escondido. Los cantores cardíacos mueren sólo de pensar en ello.
          Así las mariposas enfermizas volverán a su estado de gusanos del cual no debían haber salido nunca. El oído recaerá en infancia y se llenará de ecos marinos y de esas algas que flotan en los ojos de ciertos pájaros.
          Solamente Isolda conoce el misterio. Pero ella recorre el arco-iris con sus dedos temblorosos en busca de un sonido especial.
          Y si un mirlo le picotea el ojo ella le deja beber toda el agua que quiera con la misma sonrisa que atrae los rebaños de búfalos.
          ¿Sobre qué corazón hinchado de amargura podrías flotar tú en todos los océanos, en cualquier mar?
          Porque debes saber que aferrarse a un corazón como a una boya es peligroso a causa de las grutas marinas que los atraen y en donde los pulpos que son nudos de serpientes o trompas de elefantes les cierran la salida para siempre.
          Date cuenta de lo que es una montaña con los brazos levantados pidiendo perdón y piensa que es menos peligrosa que los mares y más asequible a la amistad.
          Sin embargo tu destino es amar lo peligroso, lo peligroso que hay en ti y fuera de ti, besar los labios del abismo contando con ayudas tenebrosas para el triunfo final de todas tus empresas y tus sueños cubiertos de rocío en el amanecer.
          De lo contrario agradece y retírate hasta el fondo de la memoria de los hombres.
          —Isolda, Isolda, en la época glacial los osos eran flores. Cuando vino el deshielo se libertaron de sí mismos y salieron corriendo en todas direcciones.
          Piensa en la resurrección.
          Sólo tú conoces el milagro. Tú has visto ejecutarse el milagro ante cien arpas maravilladas y todos los cañones apuntando al horizonte.
          Había entonces un desfile de marineros ante un rey en un país lejano. Las olas esperaban impacientes la vuelta de los suyos. Entretanto el mar aplaudía.
          El termómetro bajaba lentamente porque el mirlo había dejado de cantar y pensaba lanzarse de un trapecio al medio del mundo.
          Ahora sólo una cosa temo y es que tú salgas de una lámpara o de algún florero y me hables en términos elocuentes como hablan las magnolias en la tarde. El cuarto se llenaría de libélulas agonizantes y yo tendría que sentarme para no caer al suelo sin conocimiento.
          La muerte sería el pensamiento mismo. Reflejado en todas partes donde se vuelvan los ojos.
          Sobre el castillo el esqueleto del general hará señas como un semáforo. Nosotros contaremos las calaveras que se arrastran por el campo atadas a través de una cuerda interminable a la cola del caballo sonámbulo que nadie reconoce como suyo.
          Los esclavos negros aplaudirán sobre el vientre de las esclavas tan ebrias como ellos sin darse cuenta de que el viento es un fantasma y que los árboles allá lejos flotan sobre un cementerio.
          ¿Quién ha contado todos sus muertos?
          ¿Y si se abrieran todas las ventanas y si todas las lámparas se ponen a cantar y si se incendia el cementerio?
          Por cada pájaro del cielo habrá un cazador en la tierra.
          Sonarán los clarines y las banderas se convertirán en luces de bengala. Murió la fe, murieron todas las aves de rapiña que te roían el corazón.
          Pasan volando las estatuas migratorias.
          En la llanura inmensa se oye el suplicio de los ídolos entre los cantos de los árboles.
          Las flores huyen despavoridas.
          Se abren las puertas de una música desconocida y salen los años del mago que se queda sentado agonizando con las manos sobre el pecho.
          Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué aferrarnos a nuestros muertos? ¿Por qué nos empeñamos en resucitar nuestros muertos? Ellos nos impiden ver la idea que nace. Tenemos miedo a la nueva luz que se presenta, a la que no estamos habituados todavía como a nuestros muertos inmóviles y sin sorpresa peligrosa. Hay que dejar lo muerto por lo que vive.
          —Isolda, entierra todos tus muertos.
          Piensa, recuerda, olvida. Que tu recuerdo olvide sus recuerdos, que tu olvido recuerde sus olvidos. Cuida de no morir antes de tu muerte.
          Cómo dar un poco de grandeza a esta bestia actual que sólo dobla sus rodillas de cansancio a esas altas horas en que la luna llega volando y se coloca al frente.
          Y, sin embargo, vivimos esperando un azar, la formación de un signo sideral en ese expiatorio más allá en donde no alcanza a llegar ni el sonido de nuestras campanas.
          Así, esperando el gran azar.
          Que el polo norte se desprenda como el sombrero que saluda.
          Que surja el continente que estamos aguardando desde hace tantos años, aquí sentados detrás de las rejas del horizonte.
          Que pase corriendo el asesino disparando balazos sin control a sus perseguidores.
          Que se sepa por qué nació aquella niña y no el niño prometido por los sueños y anunciado tantas veces.
          Que se vea el cadáver que bosteza y se estira debajo de la tierra.
          Que se vea pasar el fantasma glorioso entre las arboledas del cielo.
          Que de repente se detengan todos los ríos a una voz de mando.
          Que el cielo cambie de lugar.
          Que los mares se amontonen en una gran pirámide más alta que todas las babeles soñadas por la ambición.
          Que sople un viento desesperado y apague las estrellas.
          Que un dedo luminoso escriba una palabra en el cielo de la noche.
          Que se derrumbe la casa de enfrente.
          Para esto vivimos, puedes creerme, para esto vivimos y no para otra cosa. Para esto tenemos voz y para esto tenemos una red en la voz.
          Y para esto tenemos ese correr angustiado adentro de las venas y ese galope de animal herido en el pecho.
          Para esto enrojece la carne martirizada de las palabras y crece el pensamiento regado por los ríos subterráneos. Para esto el aullido del sobresalto heredado del abuelo más trágico.
          Cortad la cabeza al monstruo que ruge en la puerta del sueño. Y luego que nadie prohíba nada.
          Alguien habla y nace una amapola en la cumbre de la voz antes que brille el opio de la mirada futura.
          —Paz en la tierra al marinero de la noche.
          Los exploradores silenciosos levantan la cabeza y la aventura se desnuda de su traje de oro.
          He aquí el sentido del ocaso.
          Acaso el ocaso nos haga caso y entonces habréis comprendido los signos de la noche. Habréis comprendido los inventos del silencio. La mirada del sueño. El umbral del abismo. El viaje de los montes.
          La travesía de la noche.
          Isolda, Isolda, yo sigo mi destino.
          ¿En dónde has escondido el oasis que me habías prometido tantas veces?
          La luz se cansó de andar.
          ¿A dónde lleva, dime, esa escalera que sale de tus ojos y se pierde en el aire?
          ¿Sabes tú que mi destino es andar? ¿Conoces la vanidad del explorador y el fantasma de la aventura?
          Es una cuestión de sangre y huesos frente a un imán especial. Es un destino irrevocable de meteoro fabuloso.
          No es una cuestión de amor en carne, es una cuestión de vida, una cuestión de espíritu viajante, de pájaro nómade.
          Todas esas mujeres son árboles o piedras de reposo en el camino tal vez innecesarias.
          Botellas de agua o toneles de embriaguez generalmente sin luz propia. Obedecen como las catedrales a un principio musical. Cada acorde tiene su correspondiente y todo consiste en saber tocar el punto del eco que ha de responder. Es fácil hacer tejidos de sones y construir una verdadera techumbre o magníficas cúpulas para los días de lluvia.
          Si el destino lo permite podemos guarecernos por un tiempo y contar los dedos de aquella que nos tiende los brazos.
          Luego el fantasma nos obligará a seguir la marcha. Saltaremos por encima de los senos palpitantes que son sus cúpulas porque ella tendida de espaldas imita un templo. Mejor dicho son los templos los que las imitan a ellas, con sus torres como senos, su cúpula central como cabeza y su puerta que quisiera imitar al sexo por donde se entra a buscar la vida que late en el vientre y por donde debe salir después la misma vida.
          Pero nosotros no hemos de aceptar semejante imitación, ni podemos creer en la tal vida. En esa vida que sale con los ojos vendados y va estrellándose en todos los árboles del paisaje. Sólo creeremos en las flores que son cunas de gigantes, aunque sabemos que adentro de cada capullo duerme un enano.
          Y al fondo las montañas de roca viva sonríen dulcemente.
          Las montañas sonríen porque un ciego se ha sentado encima de ellas a oír redoblar los tambores del volcán. Pero lo que pasa en los llanos es más importante aún pues los árboles del bosque se han convertido en serpientes y se debaten rítmicamente a causa de una flauta especial.
          Me olvidaba deciros que también hay un lago y que este lago se aleja según la dirección del viento. A veces llega hasta a perderse de vista, a veces pasa largos años ausente y vuelve de otro color. A veces tiene hambre y maldice a los hombres que no naufragan a la hora debida. Otras veces camina en cuatro patas y roe durante horas y horas los despojos de tanta tragedia acumulados en sus orillas o los reflejos de quién sabe qué tiempos secretos.
          Si el pájaro del ojo se cae en el lago salta un geyser en la montaña. Un geyser hermoso como un árbol con una mujer que se equilibra en la punta.
          También el lago puede equilibrarse en la punta del árbol. Todo depende de mi voluntad y del tambor que redoble a tiempo.
          Todos esos espías escondidos tras los árboles no esperan el milagro como ellos quisieran hacer creer sino a la mujer desnuda y ciega que sale a pasear en las tardes su estatua perdida y puede estrellarse en ellos.
          Estás malgastando el tiempo.
          Mirad, mirad hay un incendio en la luna.
          Vestida de blanco Isolda venía como una nube. Entonces la luna empezó a caer envuelta en llamas. En las playas danzaba un reflejo de fuego.
          Los espectros salen uno a uno de cada ola que se levanta. Vosotros que estáis allí escondidos, llegó la hora de temblar ante la voracidad de la muerte.
          El sol poniente hace una aureola sobre la cabeza del último náufrago que flota a la deriva sin oír más los cantos de la orilla.
          Los lobos se pasean con los ojos brillantes entre las ramas de la noche, enlazados estrechamente y llorando sin causa precisa.
          El hombre aquel, más grande que los otros, abre la boca en medio del jardín y empieza a tragar luciérnagas durante horas enteras.
          Los árboles están retorcidos a causa de un dolor extraño. Y una cantidad de meteoros que caen del cielo forman espirales en la atmósfera nuestra como si fueran piedras en el agua.
          Un humo espeso sale de todos lados. Ahora sólo brillan los ojos de los lobos y el hombre lleno de luciérnagas. Todo lo demás es penumbra.
          La montaña abre sus puertas y el ciego entra con los brazos extendidos.
          Hay un árbol, un árbol grueso que se retuerce en el fuego del crepúsculo.
          Arriba Dios está meciendo un planeta recién nacido.
          Caen aureolas sobre la tierra. Una detrás de otra van cayendo cientos de aureolas sobre la tierra, algunas sobre ciertas cabezas . . . ¿Y nada más?
          Una isla de palmeras surge del mar para los novios que se pasean enlazados.
          Algún día uno de ellos encontrará la cabeza que se le había perdido, inmóvil en el mismo sitio en que la perdiera.
          ¿Cuándo? ¿En dónde? ¿Cuál de ellos?
          He ahí el suplicio, Isolda, detrás de la montaña. He allí el suplicio.
          Las selvas migratorias no llegarán tan lejos.
          Hay una sandalia sola en medio de la tierra.
          La marcha de las tardes que pasan se siente en el fondo del mar. En el momento este en que todo se torna brillante de ebriedad.
          Hay un sombrero más allá a la altura de una cabeza.
          Hay un bastón clavado en el suelo y a la altura de una mano.
          Y no hay nada más. Porque ninguno de vosotros puede ver el fantasma que sonríe al perro en este instante.
          Ninguno sabe por qué se movieron las cortinas detrás de la cama.
          Ni por qué se sonrojaron las mejillas de Isolda como dos cortinas que se corren.
          Y por qué temblaron sus piernas como dos cortinas que se abren.

***
Vicente Huidobro (Santiago de Chile, 1893-Cartagena, 1948) Altazor / Temblor de cielo. Edición de René de Costa. Madrid: Cátedra, 2008 [1931].

No hay comentarios.:

Publicar un comentario