viernes, 15 de octubre de 2021

teresa wilms montt / tres poemas











Lo que no se ha dicho

*

“Hay en mi alma un pozo muerto, donde no
se refleja el sol, y del que huyen los pájaros
con terrores de virgen ante un misterio de
cadáveres.

Mi alma es un palacio de piedra, donde habitan los ausentes,
trayéndome la sombra de
sus cuerpos para alivio y compañía de mi
vida.

Mi alma es un campo desbastado donde el
rayo quemó hasta las raíces, y donde no
puede florecer ni el cardo.

Mi alma es una huérfana loca, que anda de
tumba en tumba buscando el amor de los
muertos.

Mi alma es una flecha de oro perdida en un
charco de fango.

Mi alma, mi pobre alma, es una ciega que
marcha a tientas sin apoyo y sin guía”.

~

En la quietud del mármol (selección)

*

I

Para Anuarí: que duerme en este féretro el sueño eterno.
Para él... Anuarí mío, que nadie puede disputármelo; porque mi amor, mi amor y mi dolor, me dan derecho a poseerlo entero. Cuerpo dormido y alma radiante.
Si, Anuarí, este libro es para ti. ¿No me lo pediste tú una tarde, tus manos en las mías, en tus ojos mis ojos, tu boca en mi boca, en intima comunión? y yo, toda alma, te dije: Si, -besándote hondo en medio del corazón.
¿Te acuerdas, Anuarí?

II

¡Oh! ya no puedo escribir tu nombre sin que un velo de lágrimas oculte mis ojos, y un apretado nudo estrangule mi garganta.
¿Por qué te fuiste, amor?, ¿Por qué, me lo pregunto mil, dos mil veces al día. Y no acierto a hallar respuesta alguna que alivie el feroz dolor de mi alma.
Si; ¿Por qué te fuiste, Anuarí, y no me llevaste contigo?
Mirando tu retrato, con la pasión de una madre, de una novia, de una amante loca de amor, trato de arrancar de tu mirada el gran enigma que ha destrozado tu vida y la mía.
¡Ah, mi criatura! Cuando la suerte impía me arrebató esas dos hijas de mi sangre, creí que el dolor había roto los límites humanos. Pero no; tú has hecho que mi grito desesperado llegue hasta el mismo trono del Dios de los cristianos y los apostrofe temblando de santa y fiera indignación.
No se puede ser tan cruel con una débil criatura, sin darles fuerzas suficientes para soportar los latigazos, y abandonarla después en la agonía. Si: tu partida silenciosa me ha dejado agonizando al borde de la infinita nada; y sola; con sed de cariño, con ansia de dormir y descansar, rendida al fin...

III

En una de tus cartas me escribiste, una vez:
"Per l`amor che rimane e la vita resiste (y el nuestro resistirá, ¿verdad Teresa?"
"Nulla é piu dolce e triste che la cose lontane".
Sí, Anuarí, "Nulla é piu dolce e triste che la cose lontane". Y por eso te fuiste.
Esa carta la he releído otra vez, y siernpre me deja una impresi6n desesperada, que sólo puedo traducir em sollozos.
Tus cartas, tus retratos, y las flores que han muerto sobre tu ataúd, son reliquias que guardo con avaricia enferma : ellas forman todo mi ideal, toda mi vida, y no digo mi consuelo porque éste ya no existe para mi.
Guardo también dos tornillos, que con dura e impiadosa mano pusieron en tu féretro los enterradores, tornillos que irán clavados en mi cerebro el día de mi muerte; en mi cerebro, donde llevo cincelada tu imagen profunda e inamovible, cual las grietas que han socavado los siglos en las heladas rocas.
¡Anuarí, Anuarí! Si fuera posible resucitarte, daría yo hasta mi conciencia; me resignaría a vivir postrada a tus pies, como una esclava, con la sola satisfacción de mirarte, de sentirte reír, con esa risa de cascada de plata; sin aspirar a otra recompensa que el sentir, por una vez solamente, el beso de tu boca en mi frente.
¡Anuarí, resucita! Vuelve a la tibia cuna de mis brazos, donde te cantaré, hasta convertirme en una sola nota que encierre tu nombre.

IV

Reposa tranquilo, Anuarí. Seré siempre tuya. He hecho de mi cuerpo un templo, donde venero tus besos y tus caricias, con la más honda adoración.
Llevo clavada, como un puñal, tu sonrisa en el punto donde se posan mis ojos; esa sonrisa con los dientes apretados, que hacían de tu boca un capullo sangriento, repleto de blancas, relucientes semillas.
Anuarí. Tu sonrisa es una obsesi6n destructora que mata todas mis risas, tu sonrisa provoca en mi mente la inquietud del relámpago en medio de la noche. Es veneno de nácar que destila en mi corazón hasta paralizarlo.


V

Anuarí; te evoco dormido y te imagino dormido eterno.
Una sombra se esparce blandamente sobre mi alma, la divina sombra de tus pestañas, que formaban dos alas de aterciopelada mariposa sobre tus ojeras.
Si, Anuarí. Una noche, la más feliz de mi vida, se durmió tu cabeza en mi hombro, y era tan intima mi dulzura, que mi respiración se hizo una música para mecerte.
Te dormiste, criatura mía, después de haberme estrujado el cerebro y el corazón con tus labios ávidos de juventud, como una abeja lujuriosa de néctar y perfume.
Y esas sombras de tus pestañas, son las cortinas que me ocultan la luz del sol, y me llevan en vértigo confuso hacia tu grave País.
Una noche, la más feliz, la única de mi vida, se durmió tu cabeza en mi pecho, y allí encontró la delicia del sueño, y buscó la almohada eterna.

VI

Traigo del fondo del silencio tu mirada; evoco tus ojos... y me estremezco. Aun apagados por la muerte, me producen el efecto del rayo. No ha perecido en ellos el poder fascinador.
Son dos faros azules, que me muestran las irradiaciones magnificas del Infinito; son dos estrellas de primera magnitud, que miran hondo sobre mis penas, perforándolas y agrandando la huella, hasta abrir una brecha infinita como un mundo.
Tus ojos adorados, que fueron reflejo de esa bellísima alma tuya, viven ahora en mi mente nutridos de mi propia vida, adquiriendo brillo en la fuente inagotable de mis lágrimas, Anuarí. 
Así como tus ojos me encadenaron a tu vida, ahora me arrastran a tu fosa, invitándome con tentaciones de delirio. Tus ojos son dos imanes ante un abismo. Yo siento la atracción feroz.

VII

En la oscuridad de mi pensamiento veo surgir tu imagen envuelta en el misterio de la muerte, con la pavorosa aureola de un más allá desconocido. Te llamo, toda el alma reconcentrada en ti; te llamo y me parece que se rasgan las sombras a tu paso alado, como el de ave herida en pleno vuelo.
Cuando comprendo que no te veré jamás, una onda de angustia me sube del corazón, envolviendo mi cerebro en un vértigo de catástrofe, en un ansia de masacrar la belleza de la vida.
Eres tan fuerte y hermoso, con tu cara serena y tu frente mirando al cielo.
Anuarí. La pena no enloquece, la pena no mata; va ahondando en el alma como un cuerpo de plomo en una tembladera infinita. Asombrada escucho en las noches el eco de mi voz, que te busca aguardando una respuesta. La negra verdad me hiere con saña. ¿Acaso tu espíritu ha muerto también? ¡No; no! Cómo es posible que tanto vigor, energía de astro, vaya a perecer en el hielo eterno?

VIII

Desde que te fuiste, mis ojos y mis oídos están acechando tu imagen... tus pasos; están tendidos hacia la muerte en fervorosa espera de resurrección.
Y en los días grises, cuando sopla viento helado, te veo con los ojos del alma surgir blanco de tu blanco sudario, transfigurado por la serena, santa caricia de la tierra.
Y cuando el sol derrocha diamantes sobre el mundo, entonces te aspiro en todas las flores, te veo en todos los árboles, y te poseo rodando, ebria de amor, en los céspedes de yerbas olorosas.
Y cuando la luna da su humilde bendición a los hombres, te veo gigantesco, destacarte en un afilado rayo; te veo enorme, confundido con lo inmortal, desparramando sobre el mundo tu indulgencia, aliviando la desesperación:; de tanto náufrago dolorido; te aspiro en el ambiente, te imagino en el misterio, te extraigo de la nada.
Me parece que el mundo fue hecho para ayudarme a evocarte, y el sol, para que me sirviera de linterna en la escabrosa ruta.

~

El templo

*

En el altar de mi templo hay tres retratos, muchas flores marchitas, unos zapatitos de niño y un libro cerrado. En el altar de mi Templo hay una campana ronca que va señalando a mis pasos la eternidad; y un cofre de madera obscura donde encontró su lecho mi corazón. En el altar de mi Templo hay tres nombres grabados, que son un suave milagro, que aflojan mis dedos apretados por la ira de un gesto de dádiva, que destierran de mi labio la maldición y hacen que una serena indulgencia consuele a los hombres en su miserable lucha por la vida. En la cúspide de mi Templo están unidos en estrecho abrazo el perdón y la Muerte.

***
Teresa Wilms Montt (Viña del Mar, 1893-París, 1921)

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