II
Pero es cierto, la temen
más que a la muerte, la belleza es temida
más que la muerte, más que lo que temen
a la muerte.
William Carlos Williams
Perfección, belleza. ¿Qué significan? Entre las definiciones, una es posible. Es un carácter aristocrático, más aún, es en sí la suprema aristocracia. De la naturaleza, de la especie, de la idea. También en la naturaleza es cultura. El porte erecto, delicado de la muchacha de la Costa de Oro es obra de siglos de natación, de tinajas de arcilla equilibradas sobre la cabeza, de danzas y cantos de iniciación más complicados que el gregoriano más puro. Si faltara uno solo de los tres elementos –piedad, libre juego, artes femeninas–, la perfección no ceñiría aquellos miembros con su velo casto e imperioso. A través de milenios, por decirlo así, el árbol del paraíso expresó al ave-lira; las manos enlazadas por largo tiempo se convirtieron al fin en arcos góticos.
Hoy que todo eso es ultrajado y destruido, irrecuperable y sin embargo siempre presente, como la espina envenenada bajo la uña, el hombre ha tenido que convertirlo en objeto de horror sagrado. Todo recuerdo del tiempo celeste sea apartado, sepultado en el huerto del alfarero. Sea, sobre todo, negado. Ya que se sabe que la perfección es, ante todo, esto, que se ha perdido: el saber durar, la inmovilidad. El hombre sumido en meditación, la mujer en el umbral, el monje genuflexo, el prolongado silencio del rey. O el animal en acecho o dedicado a industrias delicadas. El hombre ha echado fuera de sí este aéreo y terrible peso: silencio, espera, duración. Y aquí está viviendo su paranoico terror de “sentimiento y precisión, humildad, concentración, gusto”. ¿Cómo exigir, por otra parte, el valor del grito desgarrador: “Belleza, alejáte de mí, te temo, tu recuerdo me lacera, maldita seas”? Como el grito de Eva expulsada, todo esto reclama velos, la oscuridad de la selva. Y he aquí los atentados indirectos a los servidores de lo irrecuperable: gracia, ligereza, ironía, sentidos finos, ojo firme y exigente. O, para usar términos teológicos: claridad, sutileza, agilidad, impasibilidad.
Imperdonable, dado el estado de cosas, es sobre todo el poeta. Una augusta, modesta vejez protege a la poetisa de que hemos hablado; pero aun así no hace mucho se habló de ella, y no sin garbo por lo demás, como de una monja medieval que bordara casullas memorables, anhelando más los colores de las propias sedas que las efigies de los rostros santos, como si una efigie pudiera inspirar veneración si una atención casi maniática no escogiera los materiales con los cuales responder a la visión. Pero hoy los grandes poetas han muerto todos, o son viejísimos.
Y ni siquiera la muerte es ya un salvoconducto. Se corre el peligro del suicidio editorial y se lo obtiene, para que los ensayos de Gottfried Benn, esa grandiosa elegía sobre el Hombre Cuaternario, se propongan al público con delirante cautela: no se lo tome en serio, no lo considere nadie sino como un fenómeno, un signo de nuestros tiempos. Superfluo es decir que ningún crítico se ha reído.
Imperdonable Benn, y no por cierto en su sayal ceniciento de pecador político (sin embargo, no es digno tampoco recordar cuánta mala política fue perdonada siempre en nombre de la mala escritura), sino en su estola purpúrea de confesor de la forma: el autor de algunos poemas sólo posibles por la maestría del más alto maestro de lengua alemana, desde hace muchos años, pues, en resumidas cuentas, de eso se trata. Imperdonable Benn, que afirma que el poeta no ha de ser el historiador del propio tiempo, sino el precursor hasta el punto de hallarse milenios a espaldas de aquel tiempo, el antecesor hasta el punto de poder profetizar los más remotos siglos venideros. Testimonio sólo de aquello que perdura inmóvilmente: una retama, una muerte, una estrella, una mata de serbo. Benn ofrece la prueba de ello casi sin quererlo, en poema de dos estrofas “escritas al menos con un cuarto de siglo de por medio”. Tanto una estrofa como la otra comienzan con idéntico acorde, se abren en progresiones diversas, refluyen en círculos a su manantial; lo cual es sólo posible gracias a la totalidad y permanencia de un mismo espíritu conmovido. Es el pequeño poema, de belleza tan mortal, que comienza con las palabras “Welle der Nacht” y se halla en la colección de las Statische Gedichte:
Welle der Nacht-, Meerwidder und Delphine
mit Hyacinthos leichtbewegter Last,
die Lorbeerrosen und die Travertine
wehn um den leerer istrischen Palast,
Welle der Nacht-, zwei Muscheln miterkoren,
die Fluten strömen sie, die Felsen her,
dann Diadem und Purpur mitverloren,>
die weisse Perle rollt zurück ins Meer.
También nosotros hemos tenido nuestro escritor procesado por refinamiento, culpable de lesa majestad de la masa: el príncipe de Lampedusa. Inactual. Oh, difícilmente podía serlo más, con su titánica ironía, su prodigiosa indiferencia hacia los falsos problemas, la desplegada felicidad de su ritmo: algo semejante a una de aquellas arias ilustres y negligentes que los caballeros de otra época silbaban al encaminarse al duelo; pues el libro del príncipe de Lampedusa no es sino que un duelo a muerte entre la belleza y la muerte y, entre otras cosas, su muerte. Imperdonable Lampedusa, escarnecedor de oscuridades ideológicas y de empaques sentimentales, de todo lo insoportable, atávico, nacional, del “tomarse en serio”. Afrentosamente erudito. Atento, sin siquiera un parpadeo, a las únicas realidades destinadas al poeta: la gloria y el estrago de la criatura perfecta, la definitiva ironía del polvo. Un baile, una estrella, una muerte, una mata de serbo.
Cristina Campo (Bolonia, 1923-Roma, 1977) La nuez de oro y otros ensayos de Cristina Campo. Buenos Aires: Selecciones de Amadeo Mandarino, 2006.
Versión de Ernesto Montequín
Imagen: fotografía de la autora intervenida por Nina Luna
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