La posibilidad de otra sustitución del paisaje
Arkadii Dragomoshchenko
A contrapelo, sentimientos y algunas ideas
puestas en el congelador este invierno.
Nada personal qué gritar, solo la tarde.
Berlín se deshace entre las pupilas
y es un buen momento para recomenzar.
La claridad viene inaudita y se incorpora.
Quizás es producto de la experiencia
o de los errores que modifican el temple.
La misma cara de la misma moneda.
Experiencia, error, enroscarse es buen plan.
Lo gracioso es el ímpetu de la búsqueda.
De la razón, de la explicación más acorde.
Algunos dirán la sana oposición racional.
Cosas pensadas para otros, no con ellos.
Malamente, vivimos en el antagonismo.
Hacerse preguntas es continuar con vida.
Y para qué, si la nieve sigue cayendo.
Y para qué, si hay que parar la olla.
La derrota no es una solución real.
Ni la amargura ni el realismo van.
A veces la certeza puede ser fútil.
Las respuestas no caen del árbol.
No son manzanas que desean iluminar.
La velocidad de la vida: fragmentos
de agua que corren por la ciudad.
El paseante muerde el anzuelo:
próxima parada, lejos, muy lejos
de su zona de interés (vital)
de su zona de confort (emocional).
Tan solo materiales para seguir
trabajando preguntas sobre preguntas.
Quizás el paisaje podría sustituirse
con ese charquicán recién cocido
presente en la cabeza, idéntico
a una gallina empollando otra vida.
El anzuelo, entonces, y la ansiedad:
peces en el río que miran más allá:
el reverso cerúleo y las sombras.
El día se agota entre pendientes.
Cosas que se van postergando:
llamadas, mails, mensajes sin leer.
En especial, decisiones que esperan.
No queda registro de esta operación.
El bumerán que no impacta, vuelve.
La vida no es un proyecto ni un plan.
Deambular por el éxito y el fracaso
resulta un tira y afloja en el vaivén.
La experiencia ajena de algo sirve.
Después del anzuelo, vertir la cabeza
directo a un objeto de la misma realidad.
Leer o escribir, elongar las piernas, la lengua.
Hasta tocar la respiración de un extraño.
El paisaje cambia: el transcurrir transforma
la condición de las cosas en una dirección
necesaria e inusitada. Bienvenida, sorpresa.
La velocidad de la vida es relativa:
lenta, rápida, no logramos concebirla:
hay demasiada fe en los resúmenes.
Y la vida se hace liviana como una extraña.
El aire se siente tan limpio entre la multitud.
Entre esos rostros conocidos desconocidos
que oscilan entre este y oeste, sur y norte.
La propia es una existencia silenciada
solo concentrada en la narrativa portátil:
aprender, conmoverse y asociarse.
Tal vez la experiencia y el error
no son tan malos al final del día.
La tarde es una bola de discoteca.
La madrugada y la mañana también.
Y de pronto, un abrazo, un beso
y al camino otra vez, quizás hasta cuándo.
Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990). Inédito.
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