lunes, 5 de febrero de 2024

ada limón / dos poemas










La correa

*

Después del parto de bombas de horcas y miedo,
las frenéticas armas automáticas desplegadas,
el rocío de balas en una multitud cogida de manos,
ese crudo cielo abriéndose en fauces pizarra metalizado
que sólo se tragan lo indecible en cada uno de nosotros, ¿qué
queda? Hasta el río escondido en ningún lado es de un anaranjado
venenoso y ácido por una mina de carbón. ¿Cómo puedes
no temerle a la humanidad, querer lamer el fondo del arroyo
hasta dejarlo seco, succionar el agua mortífera con
tus propios pulmones, como veneno? Lector, quiero decir:
No mueras. Aun cuando uno tras otro pez plateado
emerja boca arriba, y el país caiga en picada
en un cráter crepitante de odio, ¿no queda acaso algo
que todavía canta? La verdad: no lo sé.
Pero a veces, te juro que lo oigo, la herida cerrándose
como una puerta de garaje oxidada, y aún puedo mover
mis extremidades vivas en el mundo sin mucho
sufrimiento, puedo asombrarme todavía de cómo corre
la perra hasta las camionetas como alma que
lleva el diablo, porque cree que los ama,
porque está segura, sin duda alguna, de que
eso que ruge fuerte la amará de vuelta, su mansa naturaleza
viva de deseo por compartir su maldito entusiasmo,
hasta que tiro de la correa para salvarla porque
quiero que sobreviva para siempre. No mueras, digo,
y decidimos caminar un rato más, los estorninos
febriles en lo alto sobre nosotras, el invierno viniendo a
acostar su frío cadáver en esta pequeña parcela.
Quizá nos la pasamos siempre lanzando nuestro cuerpo
hacia aquello que nos ha de destruir, mendigándole amor
al raudo paso del tiempo, y quizás, como la obediente
perra a mis talones, podemos caminar juntos
tranquilamente, al menos hasta que pase la próxima camioneta.

~

Pasarela

*

La carretera no era tan peligrosa antes,
cuando caminaba hasta la barandilla de acero,
agachaba mi cuerpo flexible de niña, y miraba
al agua fría del arroyo. En una primavera húmeda,
el agua solía correr limpia y alta, piscardos
mordisqueando arena y limo, un cangrejo de río
a la sombra de las largas cañas de la costa.
Me podía quedar mirando por horas, siempre algo
nuevo en cada cuña acuosa—
una tapa de botella, una bota negra, un sapo.
Una vez, el cadáver de un mapache, mitad debajo
del elevado, mitad fuera, se pudrió despacio
durante meses. Solía vigilarlo todos los días,
mirando hasta que los huesos blancos de su mano
estaban desprovistos de piel y parecían extenderse
hacia el sol cuando chocaba contra el agua,
mostrando sus cinco adorables dedos elásticos
aferrándose todavía. No creo que lo venerase,
su falta de vida, pero me gustaba la evidencia
de él, la forma en que se sentía como un trabajo diario
tomar notas de su transformación en arena.

***
Ada Limón (Sonoma, 1976)
Versiones de Jorge Vessel

/

The Leash

*

After the birthing of bombs of forks and fear,
the frantic automatic weapons unleashed,
the spray of bullets into a crowd holding hands,
that brute sky opening in a slate-metal maw
that swallows only the unsayable in each of us, what’s
left? Even the hidden nowhere river is poisoned
orange and acidic by a coal mine. How can
you not fear humanity, want to lick the creek
bottom dry, to suck the deadly water up into
your own lungs, like venom? Reader, I want to
say: Don’t die. Even when silvery fish after fish
comes back belly up, and the country plummets
into a crepitating crater of hatred, isn’t there still
something singing? The truth is: I don’t know.
But sometimes, I swear I hear it, the wound closing
like a rusted-over garage door, and I can still move
my living limbs into the world without too much
pain, can still marvel at how the dog runs straight
toward the pickup trucks break-necking down
the road, because she thinks she loves them,
because she’s sure, without a doubt, that the loud
roaring things will love her back, her soft small self
alive with desire to share her goddamn enthusiasm,
until I yank the leash back to save her because
I want her to survive forever. Don’t die, I say,
and we decide to walk for a bit longer, starlings
high and fevered above us, winter coming to lay
her cold corpse down upon this little plot of earth.
Perhaps we are always hurtling our body towards
the thing that will obliterate us, begging for love
from the speeding passage of time, and so maybe,
like the dog obedient at my heels, we can walk together
peacefully, at least until the next truck comes.

~

Overpass

*

The road wasn’t as hazardous then,
when I’d walk to the steel guardrail,
lean my bendy girl body over, and stare
at the cold creek water. In a wet spring,
the water’d run clear and high, minnows
mouthing the sand and silt, a crawdad
shadowed by the shore’s long reeds.
I could stare for hours, something
always new in each watery wedge—
a bottle top, a man’s black boot, a toad.
Once, a raccoon’s carcass half under
the overpass, half out, slowly decayed
over months. I’d check on him each day,
watching until the white bones of his hand
were totally skinless and seemed to reach
out toward the sun as it hit the water,
showing all five of his sweet tensile fingers
still clinging. I don’t think I worshipped
him, his deadness, but I liked the evidence
of him, how it felt like a job to daily
take note of his shifting into the sand.

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