martes, 14 de abril de 2020

robin myers / poema de amor para carl sagan













Un hombre y una mujer flotan, sin tocarse, en el espacio.
Espacio es una palabra que usamos para vacío,
es decir, un lugar donde no estamos nosotros.
Grabados en su placa metálica, flotan, el hombre y la mujer,
sus manos separadas, hacia cualquier clase de nada
que los absorba, cualquier clase de criatura que algún día
pueda extender un apéndice, membrana, hueco
o algún otro receptor misterioso que pudiera tener
para recibirlos, o no, en un intento de aprender, o no,
qué es una mujer, qué es un hombre,
la forma de sus pantorrillas, cómo se acomodan sus dedos
en un gesto de bienvenida o de reposo.
El hombre y la mujer, flotando en el espacio,
no se tocan, para que la criatura inimaginable
no los confunda con un solo organismo
amorfo, semisimétrico,
unido en el eje que entendemos como manos.
El hombre y la mujer que no se tocan
son cada uno una silueta sólida, de rostro plácido, lisos
por diseño, sus cuerpos desprovistos de color, órganos, accesorios
que revelarían su particularidad a Río de Janeiro, por ejemplo,
al cinturón bíblico, la selva del Congo, el desierto del Sahara
o cualquier otro lugar.
El pene del hombre está presente y flácido.
La vagina de la mujer pulcramente triangular, sin fisura,
para apaciguar a los censores. No hay,
quiero ser clara, absolutamente ningún punto de contacto.
¡Ay, Carl Sagan, la presión!
El terrible peso de la responsabilidad
forjado en el metal, precipitándose ahora castamente
a través de la infinita virginidad del espacio.
Qué tarea, esta inmutable lección de dos dimensiones
sobre la anatomía de todos: pasteurizados
en líneas, decoro y proporciones aproximadas;
sin carne ni funciones ni fricciones de ninguna clase,
sin lunares ni cicatrices ni amputaciones marcadas por líneas de ensamble
ni barbas, por supuesto nada de vulvas
y sin involucrarse, en el sentido
en que mi pie está involucrado con el calcetín, el zapato, la alfombra,
la doctora involucrada con el termómetro
que coloca debajo del brazo del anciano
y con el hombre al que le pertenecen el brazo y la axila.
Sobre nosotros, un hombre y una mujer,
sin tocarse, ahora para siempre
intocables en nuestra memoria,
flotan en el espacio,
como dioses, finalmente, como siempre quisimos,
o al menos en la única manera
que podemos ser dioses.
Está bien, Carl Sagan,
está bien, es cierto.
Con el bosquejo de cualquier forma humana
como retrato definitivo de lo que somos y hacemos,
simplemente no habría manera de evitar la mutación:
una niña en bicicleta se vuelve mítica,
una bestiecilla con alas de dos ruedas
y contornos que cambian de forma con el viento.
¿Qué pensarían de nosotros, esos otros inconcebibles—
ajenos a nosotros en la textura de su piel, si tienen piel,
en sus intimidades con el tiempo, si cuentan el tiempo,
en la cuestión de su antojo por la sal,
si tienen antojos, si ellos son de hecho ellos—?
Consideremos, entonces, la colección de animales:
Hombre y mujer tomados de la mano para luego soltarlas.
Hombre cepillando el pelo de hija.
Mujer pasando la lengua por clavícula de mujer.
Hombre ahorcando a hombre.
Mujer y hombre y hombre y mujer y mujer y mujer
y hombre y mujer y hombre y mujer acurrucados sin querer
unos con otros en el metro.
Mujer desgarrando un hueso de puerco con los dientes.
Hombre meciendo una pistola.
Muchacha tocándose hasta quedarse dormida en choza con techo de lámina corrugada.
Niño besando niño en la sombra de lago y esperando
sesenta años para hablar del tema.
Hombre acercándose a mujer en colchón que memoriza su forma
y sin embargo los olvida mientras ellos luchan
para encontrarse en el centro fundido de lo que sienten
y desaparecer en el espacio que los separa.
Hace poco, un hombre y yo nos sentamos junto a una cascada
con las piernas en la corriente y nuestros hombros tocándose.
Sé que sentí el cuerpo salvaje y vasto del río
y el cuerpo breve y cálido del hombre y sé
que mi cuerpo estaba involucrado con los dos, y ¿quién puede negar
que hayamos formado, juntos,
aunque sea por un momento,
un nuevo animal?

***
Robin Myers (Nueva York, 1987)
Versión de Isabel Zapata

/

Love Poem for Carl Sagan

*

The Pioneer 10, the first spacecraft to leave the solar system, carried with it a six-by- nine inch gold-anodized aluminum plaque engraved with a message—information on the origin of the spacecraft and on the human form—in the event of its interception by advanced extraterrestrial life. The plaque includes an outline drawing of a nude man and woman. Carl Sagan co-devised the message, and his then-wife, Linda Salzman, made the drawing.

A man and a woman float, not touching, through space.
Space is a word we use for emptiness,
which is to say, somewhere without us.
Engraved onto their metal plate, they float, the man and the woman,
their hands apart, toward whatever kind of void
may absorb them, whatever kind of creature might someday
reach out an appendage, membrane, vacuum,
or other mysterious receptor it might possess
to receive them, or not, in an attempt to learn, or not,
what a woman is, what a man is,
how their calves are shaped, how they fix their fingers
in a gesture of greeting or rest.
The man and the woman, floating in space,
don’t touch each other, lest the unimaginable creature
mistake them for a single organism,
amorphous, semi-symmetrical,
conjoined at the hinge we experience as hands.
The man and the woman who don’t touch
are each a solid outline, placid-faced, blank
by design, their bodies emptied of color, organs, accessories
that would reveal their particularity to Rio de Janeiro, say,
or the Bible Belt, the Congolian forests, the Sahara Desert,
or anywhere else.
The man’s penis is present and flaccid.
The woman’s vagina is neatly triangular, unclefted,
appeasing the censors. There is,
let me be clear, absolutely no touching.
Oh, Carl Sagan, the pressure!,
the harrowing weight of responsibility
wrought into metal, now hurtling chastely
through the infinite virginity of space.
What a task, this immutable 2-D lesson
in everyone’s anatomy: pasteurized
into lines, decorum, and approximate proportions;
no flesh, no function, no friction of any sort,
no moles or scars, no assembly line amputations,
no beards, most definitely no vulvas,
and no involvement, in the sense
that my foot is involved with its sock, its shoe, the throw-rug,
the doctor involved with the thermometer
she tucks into the old man’s armpit,
and so with the man to whom both arm and pit belong.
Above us, a man and a woman,
not touching, now untouchable
forever in memory of us,
float through space,
godly, finally, as we have always wanted,
or at least in the only way
we have ever imagined.
All right, Carl Sagan,
all right, it’s true.
With the sketch of any human form
as the ultimate portrait of what we are and do,
there would be simply no way around mutation:
a girl on a bike turns mythical,
a gentle beast with two-wheeled wings
and edges that change shape in the wind.
What would they make of us, the inconceivable others—
foreign to us in the texture of their flesh, if they have flesh,
in their intimacies with time, if they count time,
in the question of whether they too thirst for salt,
if they thirst at all, if they are a they at all—?
Behold, indeed, the menagerie:
Man and woman holding hands, then letting go.
Man combing daughter’s hair.
Woman passing tongue along woman’s collarbone.
Man seizing man by throat.
Woman and man and man and woman and woman and woman
and man and woman and man and woman huddled against each other
involuntarily on subway.
Woman tearing pork from bone with teeth.
Man cradling pistol.
Girl touching self to sleep in shack with corrugated tin roof.
Boy kissing boy in shadows of lake and waiting
sixty years to speak of it.
Man reaching to woman on memory foam mattress,
which nonetheless forgets them as they struggle
to meet each other at the molten center of what they feel
and vanish into the space between them.
Not long ago, a man and I sat beside a waterfall
with our legs in the current and our shoulders touching.
I know I felt the vast feral body of the river
and the brief warm body of the man and I know
my body was involved with both, and who can say
that we didn’t make, together,
even for a moment,
a new animal?

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